Guadalajara acaba de celebrar la XXV edición de su “Maratón de los Cuentos”, una singular y extraordinaria actividad que nació principiando la última década del siglo XX y que ha alcanzado esta efeméride mediando la segunda del XXI. Aquella iniciativa que partiera en 1992 de la directora de la Biblioteca Pública Provincial y entonces también alcaldesa de IU de Guadalajara, Blanca Calvo -que lo sería por poco tiempo más, pues dimitió en julio de ese mismo año-, para tratar de dinamizar la Feria del Libro local, con el paso del tiempo se ha convertido en la actividad cultural probablemente más conocida y reconocida de la ciudad. Como es sabido, el Maratón llegó, incluso, a figurar en el Libro Guinness de los Record cuando en su segunda edición logró superar la marca mundial de tiempo ininterrumpido contándose cuentos públicamente, un hecho que, aunque ahora tenga una importancia solo relativa, entonces supuso todo un acicate para organización, contadores, espectadores, medios de comunicación y opinión pública en general.
Contrariamente a lo que con tanta frecuencia ha sucedido en esta ciudad, una iniciativa que nació, en cierta medida, de forma coyuntural, con el paso del tiempo, lejos de languidecer e, incluso, morir, ha ido consolidándose de manera progresiva y calando muy hondo en la memoria colectiva de una ciudad como esta que tantas veces ha evidenciado desmemoria. El que el Maratón de los Cuentos haya alcanzado su XXV edición y con el vigor que lo ha hecho, implica que ha crecido y se ha desarrollado a la par que los jóvenes que ahora tienen 25 años de edad, un momento existencial especialmente dulce, en el que el rendimiento físico e intelectual de las personas suele llegar a sus máximos y en el que para alcanzar la excelencia vital sólo se requiere la experiencia que, se quiera o no, el paso del tiempo siempre aporta, aunque algunos crezcan más biológica que biográficamente, por conformismo y falta de inquietudes y de compromiso, graves pecados donde los haya.
Guadalajara ha unido su nombre al de los cuentos, ojalá que para siempre, como los hermanos Grimm lo unieron a Bremen gracias a sus torpes, pero maravillosos músicos, o a Hamelin, por medio de su cautivador flautista, o como Hans Christian Andersen lo vinculó a Copenhague a través de su Sirenita, o los cuentos de las mil y una noches a Bagdad, esa maravillosa ciudad oriental que hace ya mucho tiempo que no está ya ni para un solo cuento más. Efectivamente, hace tiempo que Guadalajara, de forma natural y sin necesidad de que el marketing ni la publicidad fuercen absolutamente nada, es conocida y puede “venderse” como “ciudad de los cuentos” y no pongo delante el determinativo “la” por respeto a las cuatro ciudades anteriormente citadas y a otras muchas más que podríamos citar y que también están vinculadas, por causas diversas, a la narrativa oral.
Me agrada sobremanera que mi ciudad tenga un barrio entero dedicado a autores, personajes, escritores o narradores de cuentos, eso denota sensibilidad de quienes les pusieron a las calles del SP-03 esos nombres y no seré yo, precisamente, quien vaya en contra del fomento de la sensibilidad y menos en una ciudad como esta que, a veces, demasiadas, ha dado muestras de tener excesivo y duro callo en la piel. Vaya en su descargo que, históricamente, le han llovido palos por todas y desde todas partes, por lo que no le ha sido fácil el “philosophare” cuando tenía muy comprometido el “vivere”… Por cierto, aprovecho la ocasión para decir que, no estaría mal, que en futuras ocasiones en que haya que nominar nuevos barrios de la ciudad, también se tenga la sensibilidad de llevar a nuestro callejero a importantes personalidades de las artes y las ciencias españolas que, a pesar de sus indudables méritos, no están en él. Está muy bien que Saturnino Calleja, que fue un cuentista muy prolífico, tenga una calle dedicada en Guadalajara, como también me parece bien que lo tengan los duendes, las hadas, las sirenas, la luna, la estrella y las princesas, ahora bien, lo que no me parece tan plausible es que aún no les hayamos encontrado un hueco en nuestro callejero a escritores de la talla, por ejemplo, de Lope de Vega, Valle Inclán, Blasco Ibáñez, Pío Baroja, Azorín, Unamuno, Ortega y Gasset, Ramón J. Sender, Gerardo Diego, Rafael Alberti, Dámaso Alonso, Jorge Guillén,… Lo dejo ahí.
Vuelvo al principio: Que el Maratón de Cuentos de Guadalajara haya alcanzado su XXV aniversario con la vitalidad que lo ha hecho es una excelente y extraordinaria noticia que hay que destacar y comentar; pero no para dormirse en los laureles, sino, bien al contrario, para reinventarlo cada año y renovar sus contenidos y recursos, como esta edición, acertadamente, se ha hecho, potenciando su presencia en las redes sociales, ese mundo de la comunicación que nos da vértigo a quienes nacimos para el periodismo en los tiempos en que aún las linotipias eran tecnologías imprescindibles, pero que es el presente y parece que el futuro. Y al futuro no hay que irle con malos cuentos.
Termino homenajeando a dos grandes escritores guadalajareños, el dramaturgo Antonio Buero Vallejo –en el año de su centenario- y a su viejo y buen amigo, el poeta Ramón de Garciasol, que estuvieron presentes en la inauguración del primer Maratón de los Cuentos alcarreño, en 1992, dándole así su aliento cuando a ellos ya no les sobraba. Ambos hace ya tiempo que no están entre nosotros, pero los literatos, como los viejos rockeros, nunca mueren porque siguen vivos a través de su literatura. Y de su ingenio, como el que demostraron desde bien jóvenes cuando, compartiendo aula en el viejo Brianda, jugaban a ser el “mur (ratón) de Guadalajara” –el ratón de villa, rol que asumía Buero, nacido en la capital- y el “mur de Mohernando” –el ratón de aldea, el rol de Garciasol, natural de Humanes-, dos personajes secundarios del Libro de Buen Amor, del Arcipreste de Hita. Me consuela el hecho de que los tres estén en nuestro callejero; ahora también espero que no sólo sean para muchos los nombres que tienen unas calles de la ciudad.