Tengo un tractor colorado

                Todos los veranos, siendo niño, en cuanto nos daban las notas en el colegio, iba corriendo a casa a enseñárselas a mis padres para que, sin perder ni un minuto porque mi excitación y ansiedad infantiles así lo demandaban, me llevaran a Taracena, el pueblo en el que no nací pero del que es originaria toda mi familia materna y al que proclamo mío ante quienes finjan ignorarlo -gracias, Don Camilo, por el préstamo de esta expresión, a título gratuito; es una forma de retribución por las muchas horas que le llevo dedicadas en su centenario-. Y ya que hablo de orígenes, voy a entretenerme un momento en relacionar los de mi vía paterna, porque es muy interesante, casi un nomenclátor provincial: el padre de mi padre, Juan, era de Otilla, una pedanía de Torrecuadrada de Molina; mi abuela paterna, María Gracia, era de El Casar; ambos se conocieron en Otilla, cuando ella fue allí destinada como maestra. Residiendo aún en este pueblecito molinés nació su primer hijo, Alejandro; la segunda hija, María Cruz, nació en El Casar, y el tercero, Juan José, mi padre, en Cifuentes.  Juan Orea y Gracia Guerrero compartieron muchos destinos provinciales por agrupación familiar, dado que él era Guardia Civil y, por tanto, también funcionario público como ella: Colmenar de la Sierra, Alcocer y, finalmente, Guadalajara, cuando mi abuela se hizo cargo de la escuela de niñas de Taracena y él fue destinado a la Comandancia de la Guardia Civil de la capital, entonces aún situada en el antiguo palacio de los Guzmanes, con el empleo ya de teniente y la responsabilidad de formación e inspección de todos los miembros del benemérito Cuerpo en la provincia. Un paréntesis: mi abuelo paterno vivió casi toda la Guerra Civil encarcelado en la prisión de Alicante, a la que había sido trasladado desde la de Guadalajara, de donde salió hacia la levantina apenas 48 horas antes de que tuviera lugar en ella la terrible matanza del 6 de diciembre de 1936, en la que murieron más de 300 presos, todos menos uno: Higinio Busons, que se salvó de la escabechina escondiéndose en la leñera ; de hecho, mi abuela Gracia le dio por muerto durante toda la contienda, que vivió desterrada en primera línea de fuego, en Zaorejas, con sus tres hijos, los dos mayores adolescentes y el pequeño, mi padre, aún un chaval. Lo dicho: si se molestan en señalar sobre un mapa provincial los diferentes destinos que la vida deparó a mi familia paterna, los cuatro puntos cardinales de las guadalajaras han estado en su camino vital: al norte, Colmenar de la Sierra; al sur, Alcocer; al este, Otilla, y al oeste, El Casar. Y, para colmo, mi padre vino a nacer, aunque fuera casi de forma casual, en el auténtico epicentro geográfico de la provincia, que es Cifuentes, y su camino terminó en la capital de la provincia… Puede que el guadalajareñismo militante que, no me pesa reconocerlo, corre por mis venas, en realidad no sólo sea por razones biológicas, sino también biográficas -gracias, don José (Ortega y Gasset), por el préstamo, le debo una-, aunque indirectamente vividas.

Pero volvamos al principio, que es a donde suelen volver casi todas las cosas, como bien dice Toynbee con su teoría cíclica del desarrollo de las civilizaciones; y, al principio, hablábamos de Taracena, el pueblo en el que, a sensu contrario de la paterna, se concentra casi toda la historia de mi familia materna y de la que tengo datos docuemntados que la vinculan a esta pedanía de la capital –que lo es desde 1969, siendo antes municipio independiente- que, al menos, se remontan al siglo XVIII. En Taracena pasé todos los veranos de mi infancia –salvo los obligados períodos quincenales de campamentos de la OJE, vividos en Luzaga– , y no lo hice obligado, sino obligando a mis padres a llevarme allí y a mi muy querida abuela materna, Felicidad, y a mi queridísima tía, Esperanza, obligándolas, a su vez, a cuidarme. Y, además, lo hacían muy bien.

Foto Tractor Massey Harris GU-222     Guadalajara, en los años sesenta, mi tiempo de infancia, era aún un proyecto de ciudad y tenía muchos tics de pueblo: desde rebaños de ovejas deambulando por la plaza de Santo Domingo en medio de un Seat 600 y un Renault Cuatro Cuatro, a un guardia municipal intentando ordenar el escaso tráfico mientras saludaba a los conocidos descubriéndose su salacot; pero no era un pueblo-pueblo como el que yo tenía en Taracena, un lugar en el que todo el mundo se conocía y era medio familia, y en el que los chiquillos teníamos mil y una opciones para jugar e irnos haciendo mayores, porque los niños de pueblo se hacen mayores antes que los de ciudad. En Taracena, al contrario que en la capital, podíamos subirnos al trillo en la era para hacer peso y echar una mano en la ardua tarea de separar el grano de la paja, ayudar al abuelo en el huerto, coger peras o llevar haces de leña al horno a cambio de que el panadero nos diera unas estupendas magdalenas recién horneadas; pero también podíamos jugar al bote en la plaza de la Iglesia por la mañana. En la de la Fuente, ya a la tarde, primero jugábamos a la dola y después a los chandarmes y ladrones, aunque cuando llegaba la hora, ya de anochecida, de este juego, el campo de acción se abría a todo el pueblo. Y hasta aquí quería yo llegar: mi escondite favorito, cuando me tocaba hacer de ladrón, era el tractor de mis tíos, un Massey Harris de patente canadiense pero fabricado en Inglaterra, en los años 50, que fue el primero que llegó al pueblo y que tenía una matrícula muy significativa y realemnte curiosa: GU-222. Ese tractor colorado –en mi casa, y en las de muchos en aquellos tiempos, el color rojo no se nombraba nunca y se decía en su lugar colorado o encarnado-, llegó a Taracena en 1953, transportado en un camión de los dos que entonces tenía la COPAG desde el puerto de Barcelona, adonde llegó en barco procedente de Inglaterra. Me cuentan quienes lo vivieron que cuando apareció el tractor en el pueblo, toda la chiquillería corrió alborozada detrás de él, acompañándolo por el camino de Iriépal, por el que le condujeron para irse haciendo con él, aunque a mí me da que también querían presumir ante los labradores del pueblo vecino porque ellos aún no tenían ningún tractor. Una forma más de manifestación del sociocentrismo, que diría Caro Baroja.

Subido al Massey Harris, en aquellas noches de los veranos de los sesenta, huía de los chandarmes al tiempo que soñaba que viajaba en una de las mil y una estrellas que por la festividad de San Lorenzo, el 10 de agosto, se producen en el cielo en forma de lluvia o de lágrimas y a las que se les da el nombre del santo que murió asado en una parrilla. Soñaba con viajar y con muchas cosas más, porque soñar es gratis, que es lo mejor de la vida, como cantaba Facundo Cabral.

Hoy, casi medio siglo después, me he reencontrado en Taracena con ese viejo tractor que, milagrosamente, no ha caído en manos de un chatarrero y, aunque herido de muerte por el óxido, casi oculto por la maleza y arrinconado hace ya años como un trasto viejo por su falta de utilidad, aún es perfectamente reconocible, como se muestra en la foto que acompaña este post. Y con él he vuelto a soñar, que para Saramago es leer, pero para mí es escribir.

 

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