Hay fotos que no necesitan pie y pies de foto que dicen más en un puñado de palabras que las supuestas más de mil que vale cada imagen. La que acompaña este texto, como podrán apreciar, es pura elocuencia, habla por sí misma y no necesitaría pie porque se mantiene bien erguida y camina sola sin necesidad de ayuda.
La bella, la bellísima fotografía que acompaña este texto y que no precisa pie, podría ser una alegoría perfecta de la Navidad en las guadalajaras del norte más empinado y profundo. Un acebo cuajado de fruto en forma de drupas redondeadas de un intenso color rojo, contrastando con el verde intenso de sus perennes hojas, simples, enteras, coriáceas y pinchudas, se nos antoja un visillo natural tras el que aparece la torre de una iglesia en la que predomina la pizarra, uno de los templos más representativos de la que es y llamamos arquitectura negra.
Sí, efectivamente, se trata de la iglesia de Valverde de los Arroyos vista desde la plaza de María Cristina, con su fuente en medio y en cuyo pilón se refrescaban las cervezas de Paco, el entrañable y singular tabernero cojo natural de Zarzuela de Galve -“Zarzuelilla”, el anejo valverdeño- que durante mucho tiempo regentó el único establecimiento de hostelería del lugar, hasta que el turismo reparó en él.
El acebo es uno de los árboles más representativos del tiempo de Navidad porque, aunque sus frutos verdean en verano y se enrojecen en otoño, permanecen en el árbol incluso durante el invierno, poniendo una nota de color al ambiente húmedo, neblinoso y frecuentemente nevado que suele acompañar a este tiempo, especialmente entre diciembre y enero, los meses entre los que se acunan las navidades. Este acebo es un monumento natural vivo que se ha querido sumar a la fiesta de los sentidos que es siempre Valverde, aunque su momento cumbre llegue justo en el otro solsticio, el de verano, cuando la Octava del Corpus inunde las calles y las eras del pueblo de fervor a Jesús sacramentado, tradición, rito y belleza. Autos, loas y danzas de color para el pueblo que ya lleva color en su mismo nombre, el verde de la tierra generosa en aguas, que contrasta con el negro de la pizarra de su arquitectura negra. Que el color es la rebeldía de la luz frente al negro y toda la escala de grises es un axioma que se cumple a rajatabla en Valverde.
La iglesia valverdeña de San Ildefonso, datada inicialmente en el siglo XVI, rehecha dos veces en el XVIII y conformada mediado el XIX como ahora la conocemos, cuya torre se vislumbra entre las hojas y las bayas del acebo de la fotografía, alberga en su interior una singularidad arquitectónica poco conocida, incorporada en una restauración del templo que se acometió en 2012: la bóveda tabicada mudéjar que remata el crucero, para cuya construcción se recuperó una técnica antigua, basada en la ejecución de tres roscas o hiladas de ladrillos, con la particularidad de ejecutarse sin apoyar en ningún momento sobre cimbras; es decir, esas hiladas de ladrillo se fueron sumando sin ningún elemento que las sustentara. A este tipo de bóvedas autoportantes, de origen centenario, se les llama también de “construcción cohesiva”, catalanas o “guastavinas”, en honor al arquitecto valenciano de la segunda mitad del XIX, Rafael Guastavino, que fue quien las recuperó y perfeccionó como sistema constructivo, dejando amplia huella de su obra especialmente en Estados Unidos. Quede este dato como curiosidad de las muchas que nos podemos encontrar en nuestra provincia si nos empeñamos en no solo mirar las cosas, sino también en verlas con detalle, algo a lo que solemos dedicar poco tiempo acaso porque creemos, como Antonio Machado en sus “Proverbios y cantares”, que “nuestras horas son minutos cuando esperamos saber y siglos cuando sabemos lo que se puede aprender”.
Despido ya esta última entrega del año con otra referencia a la iglesia de Valverde que dialoga en la foto con un acebo, pues, como sí es más conocido, el pequeño atrio que da entrada al templo y su entorno es llamado “el portalejo”, un portalejo que es una especie de foro cívico en el que los valverdeños se reúnen para asistir a las representaciones de sus tradicionales autos sacramentales, iniciar y terminar sus procesiones religiosas, especialmente la de la Octava del Corpus, además de para celebrar otros actos públicos de distinto carácter. Un portalejo que, en este tiempo, se me antoja el de Belén.
Con mis mejores deseos de paz, felicidad y salud para todos en el nuevo año, vayan estos preciosos versos del maestro (de tantas cosas) “Josepe” Suárez de Puga contenidos en su poema “Navidad en el pico Ocejón” y que forman parte de su último poemario, hasta ahora editado, “Cancionero de lugares y compañías”, aunque me consta que ya está trabajando en uno nuevo de pronta publicación que aguardo con los dedos huéspedes:
El fuego de amor prende el paraje
de blancanieves que a Belén aloja,
donde el tomillo espera el estiaje
que prenda el verde de su nueva hoja.
Un villancico se oye en el hostigo
que asila el heno de la primavera,
donde el Hijo de Dios duerme al abrigo
de una sencilla tienda montañera.