El verano, sobre todo el período que va entre “las dos vírgenes” -la del Carmen, en julio, y la de la Asunción, en agosto-, suele traer a los pueblos de la provincia una imagen temporal y atípica respecto a su cotidiano ser y vivir, con fecha de caducidad como los yogures, que es la del regreso de sus hijos, nietos y bisnietos que tienen casa en ellos, pero residen en zonas urbanas. De este fenómeno sociológico periódico hemos hablado en este blog prácticamente cada estío porque, sin duda, es el hecho que más altera y condiciona la vida provincial por las consecuencias que conlleva, positivas casi todas ellas. Aunque a veces hay cierta carga de negatividad en el impacto que supone que unos seres eminentemente urbanos trasladen parte de sus hábitos urbanitas a zonas rurales, este hecho también conlleva que se produzca el reencuentro entre los pueblos y quienes se vieron obligados a emigrar de ellos y sus descendientes. Y los reencuentros siempre son eminentemente positivos, tanto entre personas, como entre el paisaje y sus figuras, pues minoran el desarraigo y restablecen equilibrios. Eso, desde un punto de vista emocional; desde un punto de vista racional, los regresos de la gente a sus pueblos, o a los de sus padres o abuelos, implican dinamizar la actividad social y económica, darles algo de oxígeno en verano, especialmente a las actividades del sector servicios, para cuando llegue la larga hipoxia del otoño avanzado y todo el invierno.
Encierro de toros de Brihuega entrando en la plaza del Coso, 1928. Este año ya se ha anunciado su suspensión. Foto Archivo Camarillo. CEFIHGU. Diputación de Guadalajara.
Este verano, que ya está ahí, pese a que el sol lleve mascarilla, va a ser especialmente atípico, como lo ha sido la primavera que nos ha robado el coronavirus. “¿Quién me ha robado el mes de abril?”, se pregunta ese pedazo de poeta que además canta regular, llamado Joaquín Sabina. La realidad, a veces, como en esta, va mucho más allá de la ficción y hasta de las metáforas de quienes mejor cantan a la vida; este dichoso Covid 19 -o esta, porque uno ya no sabe si es chico o chica, aunque igual da porque estamos en tiempos arcoíris- ha ido más allá de lo que se preguntaba Sabina y nos ha traído una meta-metáfora: ¿quién nos ha robado la primavera del 2020 y se propone restarnos también parte del tiempo presente y aún del futuro inmediato? La respuesta no está en el viento, como dice la también hermosa canción de Bob Dylan; bien sabemos cuál es, aunque no sepamos su género y si está a gusto con su identidad.
El verano de 2020 con mascarilla va a robarnos en la provincia poder respirar plenamente el aire sin contaminar de nuestros pueblos, un aire que, como el de Campisábalos, aunque me consta que también el de muchos otros lugares, está científicamente considerado como el más limpio y puro de España y el tercero del mundo. Da gusto encabezar este tipo de rankings y no el de despoblación -vaciamiento les ha dado por llamarlo ahora en esta etapa del nominalismo extremo- pues, como saben, algunas zonas de Guadalajara, especialmente las Serranías del Norte y el Señorío de Molina, presentan datos en ese ámbito similares a los de la lejana, fría, escandinava y ártica Laponia. Resulta curioso que las tierras que recorrió el Cid camino de su exilio a Valencia estén tan cerca de aquellas en las que vive Papá Noël; lo mismo hasta Babieca ha compartido pastos con Trueno, Relámpago, Bromista o cualquier otro de los renos del “viejito pascuero”, como llaman los argentinos a “Papá Navidad”.
El verano con mascarilla de 2020 -si nos la ponemos tapándonos mentón, boca y nariz, como Dios y las autoridades sanitarias mandan- también nos va a robar parte de los olores de la tierra, especialmente los de ésta que es una de las que mejor huelen del mundo; la calidad de su miel y el buen gusto y mejor olfato de las abejas, avalan esta grandilocuente, pero certera, afirmación que en un viaje por la Alcarria me hizo una vieja y querida amiga que ya murió, la gran -en todos los sentidos- periodista de ABC, Isabel Montejano.
Y este verano con el sol con gafas y mascarilla, también nos robará la mayor parte de las fiestas populares que, como un cohete revienta en la altura, estallan, sobre todo en agosto y en la primera quincena de septiembre, por todos los rincones de la provincia y ponen bullicio, jarana y alegría donde habitualmente solo hay silencio y soledad. Guadalajara tiene muchas carencias, sin duda, al tiempo que puede que le sobre algo -por ejemplo, resignación y acomodo-, pero es una tierra festera como pocas; es probable que esa alma festiva estival sea la reacción, el otro yo, el yang, al cuerpo doliente que presenta gran parte del resto del año. Sin duda, la fiesta es más ruidosa donde más se escucha el silencio.
En vez del pañuelo de peñista atado al cuello, este verano vamos a llevar las gomas de las mascarillas asidas a las orejas, como si fueran orejeras de burro; en vez de encierros de toros, vamos a tener tiempo para aburrirnos y hasta observar a las afanosas hormigas acarreando alimento a sus nidos para sobrevivir en invierno, mientras no solo las cigarras están a la molicie; en vez de verbenas hasta la madrugada, vamos a poder ver, con más tiempo y silencio que nunca, cómo las perseidas se nos antojan lágrimas celestes de y por San Lorenzo, allá en torno al 10 de agosto.
Cantaba Paloma San Basilio, con su gran e infinita voz, que “la fiesta terminó”; este año, ha terminado antes si quiera de empezar. Asumamos el espíritu positivo de la fiesta de las fiestas españolas que es la pamplonica de San Fermín -también suspendida este año- y pensemos que ya nos queda un día menos para celebrar nuestras fiestas… del año que viene. Coronavirus mediante.