Pongamos que sigo hablando de Madrid… Resulta que diez días después de que el gobierno de España, contra la voluntad del de Madrid, forzara la declaración del “estado de alarma” para semi-confinar a los madrileños y así parar a la desenfrenada Covid-19 en la capital, ésta presenta un continuado descenso en el número de contagios, pero similar al ya iniciado con las medidas previamente tomadas por el ejecutivo de Díaz Ayuso. Eso sí, se cuentan por millones las pérdidas económicas causadas por algunas medidas derivadas de la alarma. Por el contrario, la transmisión del virus en Castilla-La Mancha y Castilla y León ha aumentado de forma significativa en este mismo espacio temporal, pese a que los madrileños no han podido desplazarse a estas dos comunidades cuyos respectivos presidentes, como vimos en la entrada anterior, se habían felicitado vivamente del cerrojazo a Madrid por entender que eran los capitalinos, en diáspora por sus provincias, quienes portaban y transmitían el virus de forma patente. Hace ya tiempo que se evidenció que la Covid-19 no entiende de casi nada, menos aún de fronteras, y que ponerle puertas al campo es un esfuerzo tan inútil como intentar echar culpas al vecino de las que son propias. O no. Ahí lo dejo, de momento, porque con este dichoso virus ocurre lo que con muchos políticos y todos los yogures, que las palabras y los hechos tienen fecha de caducidad.
Decía que procurar ponerle puertas al campo es un esfuerzo vano, casi tanto como intentar frenar el cauce de un río con las manos o tratar de mover las aspas de un molino de viento soplando. Ni siquiera don Quijote, con la ayuda de Emiliano García Page, sería capaz de hacer esto último, aunque los delirantes intentos del primero serían obra de la mejor literatura y los del segundo de la ciencia-ficción, en la que parece haberse instalado la política actual, una vez que los políticos han decidido hablar mucho y hacer poco…, y muchas veces mal.
Pero huyamos de fútiles calenturas y, cual hoja caída en el otoño que ya va cuajando, dejémonos llevar quedamente por el aire, ese aire que, en la canción tradicional recogida por el gran folklorista extremeño, Manuel García Matos, en su “Magna Antología del Folklore Musical de España”, lleva así:
Aire que me lleva
el aire
Aire que el aire me lleva
Aire que me lleva el aire
Aire que el aire me lleva
Aire que me lleva al aire
El aire de mi morena
Aire que me lleva el aire
El aire de mi morena
Entre Sevilla y
Triana, aire
Cádiz y Guadalajara, aire.
(Si algún lector desea escuchar la letra completa y la música de esta ronda festiva, en este enlace puede acceder a la versión cantada y recogida en el pueblo cacereño de Madrigal de la Vera, cuna de nuestro querido amigo y gran periodista y poeta, Pedro Lahorascala: https://porverita.wordpress.com/el-aire-madrigal-de-la-vega/)
En otras versiones, territorialmente más lógicas -la lógica en el folklore siempre es relativa y muchas veces caprichosa-, ese aire que “me lleva” y que dice esta canción de ronda que tiene “mi morena”, no está entre la lejana Cádiz y Guadalajara, sino entre la cercana -aunque ahora inaccesible, excepto con salvoconducto, como en tiempos de guerra- Madrid y la capital alcarreña, que no manchega, se pongan algunos como se pongan. A la geografía no le puede enmendar la plana la política. ¿O es que después de lo de la memoria histórica, ahora se van a empeñar también en desarrollar una nueva memoria geográfica para extender la Mancha hasta la provincia de Guadalajara?
Efectivamente, como dice la canción, entre Cádiz o Madrid y Guadalajara, lo que hay es aire, también tierra y agua, pero fundamentalmente aire. Ni los límites municipales, ni los provinciales, ni tampoco los cada día más evidentes regionales -que más que límites, ahora ya son fronteras para muchas cosas- pueden detener, discriminar o segregar el aire, como ni siquiera lo pueden hacer las fronteras entre los países. Sófocles, el padre literario de Antígona y Edipo Rey, incluso redujo el hombre a aire y sombra. Por cierto, si Antígona se hizo presente, de alguna manera, en los momentos más duros de la primera ola de la pandemia cuando los velatorios y los entierros vieron limitadísima la presencia de acompañantes para evitar que fueran focos de transmisión del virus, confío en que los españoles no nos convirtamos en edipos y “matemos” al rey para casarnos con una república bolivariana o bananera, que tanto da. Algunos están poniéndose morados de tanto soplar para que eso ocurra.
Termino ya con un mensaje de esperanza, tan necesario como el respirar en los difíciles tiempos que vivimos. Si las casas y las cosas se nos caen encima, si ya no podemos soportar los telediarios y si tanta mascarilla nos impide ver bien la jeta de algunos, tomemos, no las de Villadiego, sino las de Campisábalos y vayamos a respirar el aire más limpio de España, según la OMS, y el tercero del mundo, tras el de Muonio (Finlandia) y el de Norman Wells (Canadá). Y, de paso, disfrutemos del mejor cogollo del Románico Rural de Guadalajara: la iglesia de San Bartolomé y su mensario en el propio Campisábalos, la de Santa Coloma y su leyenda templaria en Albendiego, y la de San Pedro, en Villacadima, un pueblo tan bien puesto en el medio de los páramos altos de la Sierra de Pela que es un grito callado, un himno sin letra, pero con la música del viento, al silencio y la soledad.