Septiembre se despide con el renombrado Veranillo de San Miguel que viene a ser un breve período en el que el tiempo se quiere aferrar al verano de soles fogosos, entre paisajes de blancos y azules, antes de imbuirse de lleno en el otoño de soles tenues, con geografías en verdes, marrones y amarillos. A menos calor, más color, hasta que al final del otoño llegue una nueva ecuación meteorológica en la que el blanco casi infinito de hielos y nieves sea la incógnita que se despeje. Será ya invierno entonces, aunque parezca que lo empieza a ser desde que los días acortan y las noches ensanchan de forma notoria, algo que sucede a partir del equinoccio de otoño.
Escribió Herman Hesse que “La mitad de la belleza depende del paisaje, y la otra mitad de la persona que lo mira”. Así es, ciertamente. El paisaje está ahí para todos igual, pero cada uno lo vemos o lo miramos de manera distinta. Ver y mirar parecen lo mismo, pero no lo es. Ver es encontrarse visualmente con las cosas sin focalizarlas, mientras que mirar es buscarlas adrede y poner el foco y la atención en ellas. Todo lo que se mira, se ve, pero no todo lo que se ve se mira. El otoño que acaba de comenzar y que en sus primeras semanas nos regala una especie de primavera madura, es un buen momento para mirar los paisajes de las guadalajaras -así, muy en plural- y no solo verlos. En Molina, junto a los verdes eternos de los pinares y los sabinares, se nos ofrecen los marrones y amarillos de las hojas de álamos, fresnos y alisos en las riberas, aferradas a sus ramas hasta que el viento y la lluvia les haga caer y alfombrar los sotobosques. En la paleta de colores del paisaje molinés, siempre el escarlata de su característica piedra de rodeno, la tierra color carne frente a la tierra color tierra de la Alcarria, como la bautizó Cela a su paso por Taracena cuando llamó su atención el contundente panorama de la Peña Hueva y el Pico del Águila, dos montañas alcarreñas de manual. En la Campiña del Henares -que también lo es del Jarama y del Sorbe medios, y aún del Torote-, la comarca menor en extensión de las cuatro que conforman las guadalajaras, los sotos fluviales en la otoñada son también sinfonías de verdes y amarillos, contrabandeadas por el azul de los ríos y el verde de prados y campos de labor ya en nuevo ciclo. En las Serranías de Guadalajara, a sus arquitecturas negras de pizarra, y rojas y doradas de cuarcitas, en el primer otoño se le suman todas las gamas y matices posibles de colores porque es tiempo de frutos y flores cuando aún están vestidos los bosques caducifolios y los de hoja perenne todavía no tiritan. ¿Quién dijo que nuestras sierras son negras y oscuras? Sin duda, alguien que pudo verlas, pero no mirarlas, y que, siguiendo la reflexión de Hesse, si las miró fue con gafas de sol puestas, a través de las que no caben ni el color ni los brillos.
El sol anaranjado y tenue del Veranillo de San Miguel nos adentra ya en el otoño, pero girando la vista atrás hacia ese estío que ya es solo recuerdo en nuestras retinas, pese a que ocupe algunos megas virtuales en las galerías fotográficas de nuestros teléfonos móviles. Los equipos telefónicos portátiles de hoy, que además de para muchas cosas también sirven para hablar, son nuestras memorias externas, aunque las de verdad y que no solo nos hacen recordar, sino también sentir, son las que aloja nuestro cerebro. No hay nada más inútil que guardar una imagen que no se va a volver a ver o que, a lo más, se le va a echar un vistazo fugaz a la velocidad que un dedo se desliza por una pantalla de cristal líquido, solidificada con plástico, vidrio y otros materiales. Creemos que una fotografía rápida de móvil atrapa el tiempo y lo que capta, pero lo que las más de las veces hace es distraernos de lo que estamos viendo en ese momento. O sea, nos conformamos con poder ver en diferido cuantas veces queramos algo que no estamos mirando -y disfrutando- con atención y detalle cuando lo fotografiamos. Así no hay forma de captar la belleza subjetiva del paisaje, que es el cincuenta por ciento del total de su belleza si seguimos la reflexión de Hesse.
Guadalajara no es una, son muchas. La Guadalajara castellana no es llana, aunque la mejicana sí lo sea y cuando estamos lejos y decimos de donde somos nos lo canten en ranchera de forma tan recurrente como errática. Guadalajara no es gris ni monocorde, como un paisaje velado; bien al contrario, es un arco-iris de tierras, incluso sin que llueva y salga el sol a la vez. Y eso que aquí suele llover poco, pero nunca falta el sol. Los colores más vivos son, precisamente, los que se abren paso entre el secano. Los olores, también, de ahí que esta sea la tierra que mejor huele del mundo, incluso cuando se está constipado, algo propio de este tiempo en el que el sol baila la yenka con San Miguel. No se pierdan ni un segundo del otoño de las guadalajaras, es el tiempo que mejor le sienta a esta tierra, pero que se escapa tan pronto que hay años que pasamos directamente del verano al invierno, que es tanto como eliminar la escala de grises entre el blanco y el negro. Maximalismo mesetario que dirían algunos.