Darío, mi nieto/sol que es más bonito que un San Luis, me llevó el último jueves de febrero a la Concordia, como tantos otros días. Yo creía que éramos los abuelos quienes llevábamos a los nietos a los parques, especialmente al parque de los parques de Guadalajara, pero no, al menos a mí, es él quien me lleva porque es quien pone el día, la hora y el minuto exacto para ir y yo solo pongo mi mano, con la que tomo la suya menuda, y una sonrisa de oreja a oreja. Darío, mi niño de naranja y de miel, nada más llegar al parque, que afortunadamente está muy cerca de casa, comenzó a buscar con la mirada al mirlo macho que frecuentemente anda a saltitos por los macizos ajardinados de la zona de la Concordia que antes daba a los últimos números de la calle del capitán Boixareu Rivera y ahora da a los primeros de María Pacheco. Al que fuera capitán del ejército “nacional” y cuñado de don Pedro Sanz Vázquez le ha sucedido en el callejero la esposa de otro capitán, el comunero toledano Juan de Padilla, cuya vinculación con nuestra ciudad y provincia le viene también dada por su estirpe mendocina pues, aunque nació en Granada, era hija de Íñigo López de Mendoza y Quiñones, conocido como “el Gran Tendilla”. Parece que la milicia, por sí misma o por consortes, está abocada a dar nombre al entorno de la Concordia, lo que a algunos podría parecerles un irónico contrasentido. En todo caso, ha caído un militar del callejero y ha ascendido a él una noble, mujer de innegable coraje y valor que mantuvo encendida la llama comunera en Toledo durante más de un año, después de que el sol de las comunidades castellanas se pusiera en Villalar aquella fatídica tarde abrileña de 1521.
Volvamos a Darío y su mirlo, que es a lo que iba y lo que de verdad me interesa e importa. Mi pequeño, por mucho que se esforzó ese jueves postrer de febrero en buscar entre las praderas de césped y los arbustos del parque a su pájaro ya amigo, gordito como un puño, de plumaje negro y pico naranja, no pudo dar con él. “No está el mirlo”, me decía, entre decepcionado y sorprendido. “¿Dónde ha ido?”, me preguntaba con la esperanza de que yo tuviera respuesta a tan simple pregunta. La verdad es que en un principio no la tenía, aunque pronto caí en la cuenta de que no es que el mirlo faltara a su cita visual de cada tarde con mi nieto, sino que ese día ni andaba ni revoloteaba un solo pájaro por allí. Efectivamente, tampoco las palomas zureaban, ni los gorriones piaban, las otras dos especies de aves que más abundan en el parque de la Concordia y en casi todas las zonas verdes de la ciudad. La respuesta que buscaba Darío pronto nos la dio un chavaluco joven que pasó junto a nosotros, justo cuando el pequeño me hacía otra pregunta: “¿Por qué hay tanta gente en la ´Cotordia´?”, como él la llama con su lengua de trapo. “Es que hoy dan chorizo gratis”, dijo el muchacho. Al oírlo, inmediatamente recordé que era Jueves Lardero y que ese día, en el parque por antonomasia de la ciudad, se iba a celebrar con una “chorizada” popular. La mayoría de los pájaros, ante el gentío reunido esa tarde al olor de los choricillos, sin duda habían optado por ir a sitios menos concurridos. Imagino que los vecinos parques de San Roque y Adoratrices estarían de bote en bote con aves piantes, unas protestando por tener nuevos vecinos y deber compartir alimento o rama con ellos, y otras bostezando a su modo porque ya se acercaba la hora de ir a los dormideros arbóreos en los que, en cada puesta de sol, se produce un ruidoso concierto de trinos en el que destaca el ensordecedor estruendo de los estorninos.
Los parques son una traslación del campo al corazón de la ciudad, el jardín común de los que no tenemos jardines particulares, pero son tan pequeños por muy grandes que sean que cuanto más los ocupamos los hombres, más desalojamos de ellos a sus residentes habituales, los pájaros, y sin duda también importunamos en mayor medida a sus auténticos dueños, árboles y resto de plantas. Como dijo la antóloga Terri Guillemets, “La naturaleza y el silencio van mejor juntas”. Un parque sin hombres es concebible, pero sin árboles y animales, especialmente aves, no. Es una reflexión que en absoluto pretende criticar el uso del parque para actividades populares, bien al contrario, si hay un lugar idóneo para convocarlas por ser un decorado y un salón natural, es el parque, siempre y cuando la cita no sea multitudinaria y respete el medio. La de Jueves Lardero, sin duda es perfectamente compatible, si el personal no se desmanda y toma los macizos ajardinados para hincarle el diente al chorizo como si estuvieran comiendo barquillos en la pradera de San Isidro el día de la verbena de la Paloma.
La celebración del Jueves Lardero como el acto que da inicio al ciclo festivo de carnaval se incorporó por primera vez en 2000 al programa festivo de la capital. Este jueves, también llamado “día de las tortillas” o “jovelardero”, como en forma sincopada se le conoce en Sacedón y otros lugares de la Alcarria, ha sido una cita tradicional de las vísperas de carnaval y del tiempo de cuaresma en las zonas rurales, pero nunca se había asumido en la ciudad, hasta hace poco más de una veintena de años, como un acto municipal. Antaño, muchos colegios, cuando las jornadas lectivas diarias eran dobles, las tardes de Jueves Lardero solían hacer excursiones con los escolares a parajes cercanos de la ciudad –Villaflores, Monte San Cristóbal, Huerta de la Limpia…- donde era costumbre merendar, sobre todo tortilla de patatas y productos de la matanza. En la mayor parte de los pueblos de la provincia, no solo los escolares, sino muchos grupos de familiares y amigos también celebraban de la misma manera esta festividad tradicional, haciendo excursiones y meriendas campestres. Recordemos que el adjetivo lardero es sinónimo de “graso” porque, precisamente, ese día venía a ser una especie de despedida de la alimentación cárnica -fundamentalmente productos de la reciente matanza- al entrarse ya unos días después en el ciclo de los ayunos y abstinencias de la cuaresma. Días de mucho, vísperas de poco.
En Jueves Lardero, Darío, mi nieto/sol con nombre de poeta, no vio a su amigo el mirlo negro “Piconaranja”, como le hemos bautizado, pero aprendió que cuanto menos se molesta a los pájaros, más cerca están de los hombres.