Los árboles por excelencia de la Navidad son los pinos y los abetos porque es costumbre en muchas casas llevarlos por estas fechas, artificiales o naturales –en este caso cometiéndose un crimen sin castigo pues pocos de ellos sobreviven al impacto del cambio de entorno y especialmente de la calefacción- para adornarlos y, junto al tradicional belén, conformar un paisaje de hogar navideño en el que brillan y destellan bolas y espumillón multicolores. Últimamente, a nuestra estética tradicional del tiempo de Navidad, como a tantas otras cosas, se le están uniendo renos, elfos, gnomos, duendes y otras figuras boreales más propias del entorno del Atlántico Norte y el Báltico que del Mediterráneo, pero es que por aquí nos hemos vuelto muy facilones y lo nuestro cada vez nos parece más demodé y lo de otros absolutamente chic. Así, Papá Noël, el personaje escandinavo que los americanos adoptaron para sí y muchos de los demás como el padre de la Navidad, hasta ya tiene su desfile oficial en Guadalajara, esta ciudad que tantas veces se acuesta despersonalizada y aún alguna más se levanta anodina, que lo mismo le da ocho que ochenta o Papá que Mamá Noël, quien no tardará en llegar a lomos de la perspectiva de género. Entre tanta competencia y con tanta antipatía monárquica que se está fomentando, incluso con el dinero de todos y contra el pensamiento de una clara mayoría –hasta las encuestas trampantojo de Tezanos así lo reflejan-, los Reyes Magos lo van a tener cada vez más difícil porque los reyes son cosas de fachas –todo lo que queda a la derecha de la izquierda últimamente es así calificado- y los magos, de ilusos. Bueno, bien pensado, puede que lo de los magos sobreviva sin los reyes, ya se buscarían formulas, porque algunos viven muy bien a costa de tanto iluso… Dejo la ironía ahí para no agriarle la lombarda a nadie, aunque me da que también esta col tan de este tiempo está de capa caída en nuestras mesas festivas y no tardando hasta formará parte de los arcaísmos gastronómicos porque tampoco es chic y, además, tarda mucho en cocerse y deja un rastro oloroso que no es propio de las finas pituitarias de hoy en día. Resulta curioso que nos tapemos la nariz cuando olemos a lombarda cocida y nos hayamos acostumbrado a votar sin hacerlo…Es mi última concesión en este post a la acidez porque estamos entre pascuas, o sea, entre pasos: el de la Nochebuena a la Navidad, el de la Nochevieja a Año Nuevo y el de la Epifanía, la Noche de Reyes, la gran velada de la ilusión y que pervivirá mientras siga habiendo niños a los que sus padres les hablen de ellos y los esperen juntos.
Porque está mejor donde está y porque su porte y edad, además de la ley, el sentido común y la biología no permiten que me lo traiga a casa, este año he adoptado un viejo chopo o álamo, un añoso populus alba de la ribera del Henares a su paso por Guadalajara, como mi particular y onírico, pese a ser muy real, árbol de Navidad. Es un magnífico ejemplar que pueden contemplar en la foto que acompaña esta entrada y cuyo tronco es trino, como las personas de la Santísima Trinidad y como los Reyes Magos. El tres es un número mágico, cabal y pragmático pues al menos con tres puntos no alineados ya se puede construir un plano y, entre otras muchas cosas en geometría y álgebra, es un número primo gemelo del cinco. No debemos olvidar la regla de tres, que tantas proporciones y porcentajes nos ayuda a resolver sin necesidad de calculadora y cabe recordar también que tres eran tres las hijas de Elena…Y ninguna era buena. Mi chopo del Henares se me antoja una mano a la que le faltan los dedos meñique y pulgar que busca el cielo y con el escorzo de sus tres troncos parece querer encajarse en él como una bombilla a un casquillo. El recién pasado otoño, que quiso despedirse remolón con la lluvia que nos negó en octubre y noviembre, dejó un manto de hojas secas dentado-angulosas a sus pies que parece un promontorio al que el álamo ha querido subirse para ser aún más alto. Al ser un ejemplar de ribera que forma parte del bosque de galería del Henares y no ser un árbol callejero ahogado en su alcorque ni sombrero de parque, se ha librado de las podas de hacha y solo se le han caído las ramas que le han talado el agua y el viento a lo largo del tiempo. A mi álamo, a mi chopo de Navidad del Henares ya ajado por los años y que tiene sus propios chupones por bolas y espumillón, le rondan a diario una pareja de mirlos que caminan a saltitos por el sotobosque en busca de insectos y semillas, y se le posa un carbonero garrapinos que acaba de llegar a pasar aquí la invernada. Su inconfundible y melódico canto -“tsitiú-tsitiú-tsitiú”- se mezclará con el gorjeo aflautado de los mirlos a poco que la invernada afloje, como lo está haciendo en estos primeros días en que los almendros y los prunos quieren ya florecer, confundidos por el amable tempero. Que no se dejen engañar porque en cualquier momento puede volver una Filomena a nuestro pesar o, simplemente, un invierno castellano de los de verdad y que a veces se alargan hasta bien entrada la primavera. Mientras llega ese tiempo, que también es el de la poesía, recuerdo a Concha Espina con estos versos dedicados a un álamo que yo quiero que sea el mío que he elegido como árbol de Navidad y que comparto con el Henares, el río más de barro que de piedras:
“Álamo caminero
con lazo de primera comunión;
gigante niño bueno
en la procesión
interminable del sendero […]”