Aquella noche pastranera del 17 de julio de 1973, como es pauta en el verano profundo castellano, el calor lo invadía y envolvía todo. El paisaje estaba en calentura y las figuras en sofoco. Ido ya a acostar el sol, la luna se desperezaba entre las torres de la colegiata, el balcón ya a deshora de la princesa, los campanarios de los conventos y las siete chimeneas de la calle que tomó este expresivo nombre. Porque todo en Pastrana se llama como se debe llamar: Albaicín, La Castellana, Cuatro Caños, Moriscos, Regachal, Heruelo, Altozano, Vergel, Damas… Esa noche del 17 julio, la del día después del Carmen —una de las fiestas mayores de la villa ducal—, y vísperas del hoy caducado “18 de julio” —solo fiesta para una de las dos españas—, el atrio de la colegiata iba a acoger un recital poético con el sugerente nombre de “Versos a medianoche”. La poesía y la vigilia siempre se han llevado bien y no se me ocurre mejor cosa que hacer en una noche de verano alcarreña que escuchar versos al fresco junto a la pétrea “Cruz del cementerio” de Pastrana.
El periodista Baldomero García Jiménez —redactor del diario “Madrid”— fue el presentador y conductor de aquella velada poética de hace 50 años que, ya lo adelantamos, acabó en tragedia. También él declamó unos versos dedicados a la heráldica de Pastrana tras dirigir Manuel Revuelta unas palabras a los asistentes, entre quienes se encontraban las primeras autoridades provinciales de la época: el gobernador civil, Carlos Montolíu, el presidente de la Diputación, Mariano Colmenar, y el alcalde de Guadalajara, Antonio Lozano. A García Jiménez le sucedió en el turno de recitación el poeta valenciano Rafael Duyos, un autor notable de la generación del 36 que acababa de recibir la ordenación sacerdotal ya en edad madura, tras enviudar. Una vida paralela a la de Santa Rita de Casia que fue soltera, esposa, viuda y monja. Duyos, sensible a la indeleble huella de Santa Teresa en Pastrana, desgranó unos versos cargados de mística teresiana que no podían haber sido recitados en lugar más propicio. A Duyos le relevó en el uso de la palabra José Antonio Suárez de Puga, nuestro querido “Josepe”, un gran poeta que nació con el postismo pero que siembre ha bebido —y bebe y ojalá que lo siga haciendo mucho tiempo pese a su avanzada edad y delicado estado de salud— en las fuentes del neoclasicismo. Josepe verseó sobre San Juan de la Cruz, el alter ego masculino de Santa Teresa, que también dejó honda huella en Pastrana. Mística y ascética con olor a espliego y romero entre zumbidos de abejas que suenan como letanías. Y de la mística castellana, el recital pasó al barroco, sentido y profundo del sur a través de los versos que al atrio de la colegiata llevó el gaditano de Arcos de la Frontera, Carlos Murciano, premio nacional de poesía apenas tres años antes. La noche estaba ya muy metida en la harina de la poesía y el calor no solo lo aportaban las altas temperaturas del ecuador de julio, sino las cálidas palabras de los poetas que habían tomado la noche de Pastrana para sí. Otro gran poeta andaluz, en este caso onubense, Francisco Garfias, premio nacional de literatura en 1971, también estaba citado aquella noche en la villa ducal, pero un contratiempo de salud lo impidió…
… Y en aquellos “Versos a medianoche” llegó el turno del más esperado de los poetas, de “la voz de la Alcarria”, como era conocido, de José Antonio Ochaíta. Tenía 67 años, pero cumpliría los 68, tres semanas después. Era un hombre menudo, sencillo y bueno y un reputado compositor de letras de copla a nivel nacional; también era un comediógrafo estimado y un notable poeta, sobre todo un gran rapsoda. Algo venía pasando a lo largo del día en el cuerpo y en la mente de Ochaíta pues había hablado de cementerios y de muerte en varias ocasiones y ante distintas personas. A alguna le había llegado a decir que le gustaría morir en Pastrana, pero, eso sí, querría ser enterrado en Jadraque, junto a su madre. José Antonio comenzó a recitar con cierta normalidad, aleteando los brazos mientras lo hacía, como era su gestual y reconocido modo. Cuando leía el poema titulado “Manos nuevas para una tierra vieja”, dedicado a la Alcarria y compuesto unas semanas antes, al llegar al verso que literalmente dice “(…) Tengo la Alcarria entre las manos / y no se si pesa o no pesa (…)”, se calló y cayó de repente, desvaneciéndose, quedando su menudo y ya inerte cuerpo tendido junto a la cruz de piedra del atrio de la Colegiata de Pastrana, también conocida como “Cruz del cementerio” y que en ese momento lo era más que nunca. Pese a los afanosos e intensos intentos por recuperarle que hicieron algunos médicos presentes en el acto, entre ellos el entonces cronista local de Pastrana y amigo del poeta, Francisco Cortijo Ayuso —el célebre “Don Paco” del capítulo de Pastrana de “Viaje a la Alcarria”—, Ochaíta había muerto de la forma más imprevista, sorpresiva y poética jamás contada, recitando versos y mientras decía tener a su tierra alcarreña entre las manos, esas manos que él movía mientras recitaba como si fueran las de un director de orquesta. Ni la muerte suicida ahogándose en el mar de Alfonsina Storni, ni la también suicida de Walter Benjamin huyendo de la Gestapo nazi, pese a tener una altísima carga poética, son comparables con la de Ochaíta. Eso sí, cerca de la suya, podemos situar la muerte de Reiner María Rilke, el gran poeta nacido en Praga que trufó como nadie el simbolismo, el romanticismo y el misticismo, y que murió en 1926 de una leucemia que dio la cara tras pincharse con la espina de una rosa, hecho que provocó una septicemia. Una rosa, quizá la flor más bella y poetizada, acabó con la vida de uno de los poetas más sensibles que nos legó el tardo romanticismo. Pétalos de amor, espinas de muerte. Si en una rosa caben todas las primaveras, como dijo el recientemente fallecido Antonio Gala, en una simple espina puede tener apartamento la muerte.
El sábado, 15 de julio, a las nueve de la noche, en la plaza de la Iglesia de Jadraque, su pueblo natal, y una semana después, el día 22, a las diez de la noche, en el atrio de la Colegiata de Pastrana, el pueblo en el que calló y cesó el aleteo de sus manos para siempre, Ochaíta va a ser justa y oportunamente homenajeado por sus respectivos ayuntamientos y la Diputación Provincial en el cincuentenario de su poética muerte. Le tiene Dios, le guarda la Alcarria.