Este tiempo del agosto ya terciado que parece buscar septiembre con la prisa del tren que, pasado ya Azuqueca y procedente de Madrid, traía a Cela a Guadalajara el 6 de junio de 1945 para iniciar su viaje a la Alcarria, es más propio de modorras y sofocos estivales que de actividad cultural, al menos de quilates, porque en España, en este mes, cierra literalmente todo por vacaciones, a excepción de la hostelería, claro. Así, entre calorina y calorina y, al menos un servidor, ya de regreso al trabajo, me he encontrado con la grata noticia y sorpresa de la celebración de una actividad, de mucho calado cultural y a la que recomiendo especial atención a quienes, en vez de con abanicos, cervezas barrigonas o azucarados, estimulantes y adictivos refrescos de cola, prefieran aliviarse con memoria cultural de la buena. Además, la actividad no se celebra en la capital ni en ninguno de los poblachones que han crecido en su derredor y al albur de la logística y las casas más baratas que en Madrid, ni tampoco en alguna de las ciudades y villas históricas de la provincia que se llenan y activan especialmente en este tiempo estival como contraste a su vaciado y pasividad del resto del año; la actividad, digámoslo ya pues va siendo hora, tiene lugar en Casa de Uceda, un pueblo campiñero que no llega al centenar de habitantes censados pero en el que se han dado las circunstancias y la sensibilidad necesarias para organizar una exposición, que tiene muy buenas trazas, en recuerdo del gran literato y artista plástico Antonio Fernández Molina, y que solo se podrá visitar en tres fechas: 24 —día de su inauguración— y 31 de agosto y 14 de septiembre, a las 20 horas, en las antiguas Escuelas del pueblo.
Fernández Molina, para quienes lo ignoren o finjan ignorarlo, como diría el ya citado Cela, fue un gran poeta, novelista, dramaturgo, ensayista y pintor, nacido en Alcázar de San Juan (1927) y fallecido en Zaragoza (2005), pero que está enterrado en Casa de Uceda porque así lo dispuso él mismo puesto que de allí era su esposa, Josefa Echevarría, y con ella quería compartir la levedad, o no, de la tierra. No solo le unía este vínculo personal a Fernández Molina con la provincia, especialmente le vinculaba a ella el hecho de que aquí vivió algunos años de su adolescencia y juventud y aquí estudió bachillerato y magisterio, ejerciéndolo después en pueblos comarcanos de Casa de Uceda, como El Cubillo y Alpedrete de la Sierra. Fernández Molina dejó su huella, en este caso ya literaria, más indeleble en la capital y en la provincia por ser el impulsor de la poesía postista alcarreña en los inicios de la década de los años 50. El nombre de postismo tiene su origen en la contracción reduccionista de “postsurrealismo”, siendo una corriente también conocida como “de los ismos” pues convivió con un extenso número de movimientos artísticos y literarios que acababan todos con este sufijo: futurismo, expresionismo, simbolismo, neoconcretismo, postumismo, introvertismo, tremendismo, prosaísmo, letrismo… Fue tal la proliferación de estos movimientos que hasta hay ensayos dedicados a recopilarlos y estudiarlos, destacando entre ellos “Procesión de los ismos”, de Pérez-Dolz, o “Diccionario de los ismos”, de Cirlot. Pues bien, a aquella Guadalajara pequeña, provinciana y echa polvo, anímica, social y económicamente, de la posguerra, Fernández Molina fue capaz de agitarla culturalmente creando una tertulia literaria que, bajo el nombre de “Vino y pan” —con sede en el desaparecido Bar Soria—, vinculó a la ciudad con el postismo que, a nivel nacional, encabezaron Carlos Edmundo de Ory, Eduardo Chicharro y Silvano Sernesi. Uno de los entonces jóvenes alcarreños que, incluso, llegaron a estar presentes en la lectura de uno de los varios manifiestos postistas que se leyeron en Madrid, fue José Antonio Suárez de Puga, a quien Fernández Molina vio, desde el principio, como el poeta de referencia local en el que luego se convertiría. En aquellos inopinadamente fértiles años culturales arriacenses, Fernández Molina creó la revista y la colección literaria “Doña Endrina”, que tuvo una vida breve (1951-1955), pero intensa, y bajo cuya cabecera Suárez de Puga editó su primer y, a mi juicio, más notable poemario, titulado “Dimensión del amor”. Motivado y movido por esta revista en la que llegaron a publicar sus versos poetas de la talla de Gabriel Celaya o Francisco Nieva, el propio Josepe y Antonio Leyva crearon la suya propia, con la cabecera de “La voz del novel” (1951-1953), y, más tarde, impulsaron “Trilce”, pliegos de poesía y arte que también tuvieron corta vida y bebieron en el postismo y en la generación poética del 51.
Podríamos seguir escribiendo, casi hasta el infinito y más allá, sobre aquella singular y fértil etapa literaria de una ciudad que parecía convencional y estéril pero que Fernández Molina demostró que solo lo parecía, pero no lo era. Únicamente crecen las buenas semillas, pero solo si, además de plantarse, se riegan y cuidan su crecimiento. Él lo hizo el tiempo que aquí vivió, como también agitó culturalmente Palma de Mallorca y Zaragoza, ciudades en las que trabajó y residió después. Precisamente en Palma llegó a ser el secretario de redacción de “Los papeles de Son Armadans”, la prestigiosa revista que impulsó Cela y que se editó entre 1956 y 1979. También fue en aquel tiempo balear el secretario personal del escritor gallego. En su etapa zaragozana, fue el redactor jefe de otra notable revista con la cabecera de “Despacho literario”. Y hasta aquí debo escribir para no extenderme más. Termino invitando a quienes puedan y, sobre todo, quieran, a visitar esta exposición en Casa de Uceda que se ofrece en tres citas y que se ha dado en titular “Yo, el poeta”, en la que se reúnen dibujos, pinturas y poemas de este gran escritor manchego y castellano que fue Antonio Fernández Molina.