Los secretos de Comillas

               Regresé ayer de mis vacaciones anuales en Comillas que, como saben los lectores habituales de mi blog, es el lugar en el mundo donde me cogería la liquidación de los tiempos si, cuando llegara el apocalipsis, no estuviera en Guadalajara. Hace ya muchos años, un inquieto concejal de turismo que tuvo Sigüenza, Emilio Pinto, que tiempo después murió porque se cansó de vivir, creó un acertadísimo eslogan turístico que decía “Búscame en Sigüenza”. No es difícil encontrarme en la ciudad del Doncel, no, porque desde bien pequeñito, cuando mi hermano Alfonso estudiaba en la SAFA, me cautivó ya para siempre, pero si no me encuentran en Guadalajara, búsquenme en Comillas porque es bastante probable que allí esté. Guadalajara me eligió, pero yo elegí Comillas, y en ambos lugares soy una figura tan integrada en su paisaje que no es fácil distinguir donde terminan ellas y donde empiezo yo.

               A pesar de viajar a finales de julio a la villa cántabra de los arzobispos —así llamada pues han sido varios los en ella nacidos pese a su escasa población, poco más de 2.000 habitantes censados que se multiplican por diez cuando llega el estío—, en plena canícula, la lluvia nos recibió sin complejos porque allí nunca es extemporánea. Los comillanos se quejan de que cada vez llueve menos, y es cierto, pues el intenso verde cántabro amarillea últimamente en exceso, sobremanera en la impresionante campa de Sobrellano, pero, no obstante, el agua caída del cielo como solo cae en el norte, despacito, casi como si fuera espray, sigue sin ser noticia porque allí es lo habitual. De vuelta a Castilla, la nueva porque cuando aquí llegaron los castellanos ya los había viejos en el norte del que procedían, el sol cegador y el calor abrasador, como solo se describe en el poema del destierro del Cid, de Manuel Machado —“polvo, sudor y hierro…”—, nos han recordado que esta es una tierra maximalista, meteorológicamente hablando, de inviernos largos y fríos y estíos calurosos y secos. Dejamos Comillas con 23 grados de máxima y nos recibió Guadalajara con 38, aunque esta actual ola de calor del ferragosto es tan intensa que hasta allí se anuncian temperaturas que rondarán los 30 grados, algo ignoto donde la montaña se hace playa en sus faldas. Es evidente que hay un cambio climático, lo que ya no se es si se trata de un microciclo o de un macrociclo, pero el amarillo le está ganando terreno al verde en el norte y en el centro avanza el páramo y en el sur el desierto. Algo habrá que hacer, pero sin ismos de más.

               Pasear con lluvia ligera por la playa de Oyambre —un parque natural excepcional de rías, montañas y bosques, donde los robles y las hayas quieren, pero no pueden, ser tan altos como las secuoyas de Monte Cabezón— es un refrescante placer al tiempo que una especial sensación pues los pies los abraza el agua salada del mar y el rostro y las manos los salpica el agua dulce caída del cielo. En ese contraste de aguas saladas y dulces, surgen las rías cántabras, hijas nacidas de amoríos entre el río y el mar como parece decir y dice este poemita mío de “Suite Comillas”, mi primer poemario “a capricho”, como no podía titularse de otra manera, Gaudí mediante:

Dorado arenal
de aguas dulces y saladas,
marismas del norte.
Paraíso de anátidas:
Los ánades reales juegan al bolo palma,
las cercetas al “veo-veo”
y las fochas a las aguadillas.
Mientras,
los cormoranes pescan sin anzuelo ni sedal
y la mar hace el amor con el río.

Palacio de Sobrellano (Comillas). Foto Jesús Orea.

               He vuelto a Comillas porque allí he encontrado un equilibrio de clima, paisaje, monumentalidad y naturaleza que rayan la excelencia y de los que disfruto junto a mi familia que es más callada y contenida que yo, pero que también ama aquel lugar de la región que desde hace cuatro décadas llaman Cantabria, pero que es, ha sido y siempre será la Montaña de Castilla pues, no en vano, allí radicaban los bárdulos, medio vascones y vecinos de los astures, pueblo que está en las raíces y en el ADN de los castellanos. Además, Comillas es una ventana del modernismo catalán que, a finales del XIX y principios del XX, cambió la luz del Mediterráneo por los vientos fragantes del Cantábrico. Por ser, fue hasta capital de España por unas horas cuando Alfonso XII celebró allí un Consejo de Ministros, en el palacete conocido como Casa Ocejo, aún en pie y primera propiedad del Marques de Comillas cuando regresó triunfante a su pueblo después de hacer las américas. Y hasta allí se hizo la primera luz eléctrica pública de España cuando el propio Marqués quiso impresionar al rey en su inicial visita a la villa cántabra que, por cierto, estuvo dentro del señorío jurisdiccional del mendocino marquesado de Santillana, no siempre bien avenido con los comillanos. La actual iglesia de la villa es una prueba de esa desafección pues la construyeron las gentes del lugar tras negarse a ir a misa a la capilla del Mendoza en el viejo convento por los abusos y desprecios de su administrador, y en cuyas góticas ruinas radica hoy el impresionante cementerio de Comillas, donde el magnífico ángel exterminador de Llimona protege a los allí enterrados encaramado a sus muros.

               Se ha dado la circunstancia de que este año se ha programado en Comillas —y en parte ha coincidido con nuestra presencia allí— un festival de música conmemorativo del XX aniversario de los “Caprichos musicales”, un notable evento para los melómanos, generalmente conformado por música clásica, del que es director honorario Ara Malikian, otro fijo como nosotros y muchos más en los veranos comillanos. Y en esa programación especial, abierta a otros sonidos y tendencias musicales, ha destacado la presencia de “Los Secretos”, un grupo muy querido en Guadalajara por la indeleble huella que dejó en él Pedro Antonio Díaz, el extraordinario batería pelirrojo que se nos murió cuando era demasiado joven, incluso para el rock and roll. Comillas + Los Secretos es una combinación para mí pluscuamperfecta y no lo escribo sobre un vidrio mojado.

Ir a la barra de herramientas