Siempre hay alguien

Siempre fui 35 años más joven que mi padre y, cuando él tenía ya casi 50, yo andaba a tortazos con la adolescencia, ese tiempo impaciente en el que cada día eres un poco menos niño, pero todavía no eres tan mayor como tú te crees. Si la juventud es el tiempo de la rebeldía, la adolescencia lo es de la ansiedad y la confusión. Ocurren cosas en tu cuerpo y en tu mente que no entiendes del todo y, a veces, no entiendes nada. Siendo yo adolescente y mi padre, cifontino de cuna casual pero molinés de raíz y afección, ya un cincuentón con más canas en el alma que en el pelo, siempre decía cuando llegaba la etapa de Navidad que “ojalá fuera ya el 7 de enero”. Era su particular forma de protestar por un tiempo que él creía sobrevalorado porque en él echaba de menos a mucha gente, a toda la gente que se le había ido, incluido a sí mismo pues mi padre, Juan José, como se llamaba, Pepe, como le llamaban de niño en su familia, Juanjo, como a él le gustaba que le llamáramos, “Caco”, como le llamaron sus nietos y fue el nombre que más le satisfizo, mi padre, decía, hubo un tiempo en que se echó de menos a sí mismo porque la vida le empujó como un aullido interminable, como le dijo José Agustín Goytisolo a su hija, Julia, en sus maravillosas “Palabras” a ella dedicadas.

Detalle del belén familiar con su río de plata fuera de escala

A mi padre no le gustaba la Navidad, no. No es que la odiara, porque mi padre odiaba muy pocas cosas —la falta de educación, de valores y de principios, sobre todo—, pero no le gustaba nada y le apetecía pasar por ella de puntillas y a paso ligero. Cuando llegaba este tiempo, la cara de mi padre era un poema de Gabriel y Galán, su poeta de cabecera, y lo digo literalmente porque siempre tenía un poemario suyo sobre la mesilla de noche. Y ¿cómo eran los poemas de Gabriel y Galán? Pues sencillos y populares, de raíz campesina, pero con mucha carga dramática: “¿Qué tendrá la hija / del sepulturero, / que con asco la miran los mozos, / que las mozas la miran con miedo?”. Mi padre no era hijo de un sepulturero, sino de un teniente de la Guardia Civil que salió de su pueblo molinés con un hatillo al hombro y de una maestra de escuela que era hija de herrero. Juan se llamaba él; María Gracia, ella. El guardia era de Otilla; la maestra, de El Casar. Este y oeste de las guadalajaras calentándose en la misma mesa camilla con brasero de herraj y picón y firmita de vez en cuando con la badila para remover las ascuas. Mi padre no fue hijo de un sepulturero, no, como la hija del poema de Gabriel y Galán, su poeta de proximidad, pero la vida le llevó a algunos rincones tan amargos y aciagos que se dejó demasiadas veces su sonrisa guardada en un cajón con siete llaves y las arrojó todas al mar. Imposibles ya las sonrisas, la propensión al dramatismo de mi padre fue ya como la poesía de Gabriel y Galán y, por eso, cuando llegaban las navidades quería que pasaran cuanto antes; acostarse el 23 de diciembre y despertar ya el 7 de enero. A pesar de que las sonrisas de mi padre estaban más caras en Navidad que el besugo y el cordero, su pasión por la música y su habilidad para tañer instrumentos, sobre todo la guitarra, el laúd y la bandurria, siempre le terminaban animando a tocar con mi añorado y querido hermano, Carlos —un auténtico perito en músicas—, villancicos tradicionales, muchos de ellos de raíz y herencia familiar. Oír a mi padre y a mi hermano tocar y cantar villancicos tras las cenas y las comidas de Navidad me reconciliaba con el tiempo que mi padre quería que pasase de largo, como si de un tren con prisas y camino de ninguna parte se tratara. Yo, al contrario que mi padre, siempre quise que llegara la Navidad y que se consumiera lenta, muy lentamente, como aquellos troncos escogidos de sabina, llamados “nochebuenos”, que se encendían en la lumbre baja de la casa de mi abuelo Juan, en Otilla y donde la milicia le llevó después —Colmenar de la Sierra, Alcocer, Guadalajara—, para que dieran luz y calor toda la noche de paz y de Dios. Seguro que, a mi padre, entonces, le gustaban las navidades porque no hay niño al que no le guste la Navidad, el tiempo que es la metáfora misma de la vida que nace y que es y llamamos Jesús los cristianos. Porque yo soy cristiano; solo regular, pero cristiano.

Recordando a mi padre y su disgusto por la Navidad creo haber recuperado alguna de las siete llaves con las que cerraba el cajón de sus sonrisas en este tiempo y eso que no he tenido que ir al mar a por ellas; las he encontrado en el riachuelo de papel de plata del belén que nos ayudó a montar en casa Darío, mi nieto primogénito, y que es la carita, junto a la de su hermanito Diego, que en las navidades del cielo hará sonreír a mi padre este año. Y a mi madre, y a mis hermanos, y a mis tíos, y a mis primos, y a mis amigos, y a toda la gente que me falta y a la que pido perdón por haberme dejado algunas sonrisas en el cajón tras perderles. El cielo les tiene, mi corazón los guarda.

Khalil Gibrán, el poeta y pintor libanés que tanto influyó en los movimientos beat y hippy, de los que soy conceptual, aunque no tanto formalmente, tributario, decía que “siempre hay alguien”, tres palabras tres antídoto contra la soledad. Por su parte, Gloria Fuertes, con su acusada personalidad y su poesía humanista y didáctica, ideó un poema que también tituló “Siempre hay alguien”, y cuya última estrofa quiero que cierre, con toda intención, mi entrada de hoy, escrita en la víspera de la Nochebuena:

“¿Quién dijo que la melancolía es elegante?
Quitaros esa máscara de tristeza,
siempre hay motivo para cantar,
para alabar al santísimo misterio,
no seamos cobardes,
corramos a decírselo a quien sea,
siempre hay alguien que amamos y nos ama”

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