La importancia de los nombres -llamarse Ernesto, por ejemplo, en la obra teatral de Oscar Wilde– no es precisamente baladí. Un nombre ha de definir de la forma más certera posible a la persona, animal, vegetal o cosa que pretende nominar, pero si no lo hace, no pasa nada, siempre y cuando el apelativo sea sonoro, como decía Cervantes; si, además de sonoro, es bello, miel sobre hojuelas. Los límites para poner nombres a las personas los fija el artículo 51 de la vigente Ley del Registro Civil, que solo prohíbe “nombres que sean contrarios a la dignidad de la persona” o “los que hagan confusa la identificación”. De todas formas, los jueces que tienen ahora a su cargo los registros civiles, además de aplicar e interpretar desde su aprobación en 2011 una ley mucho menos limitativa que las anteriores, son bastante más permisivos que sus predecesores. Recuerdo al gran profesor de literatura del nuevo Brianda -el Liceo Caracense siempre será para mí el viejo Brianda-, poeta y amigo, Fernando Borlán, defendiendo en un artículo ingenioso, con algunos momentos realmente magistrales, que unos padres pudieran poner a su hija el nombre de Sandra porque la juez responsable del registro civil se lo había denegado al entender que era un diminutivo de Casandra. En España, según el INE, hay en la actualidad casi 100.000 mujeres que se llaman Sandra; si hubiera sido por aquella juez que pasó por Guadalajara silbando y cortando como el viento por un desfiladero, o se llamaban todas Casandra, o de Sandras, ni hablar. Como se preguntaba Borlán al concluir su artículo ¿quién iba a mandar entonces rosas a Sandra cuando se marchara de la ciudad? según cantaba Sabú Martínez en los años setenta.
El mundo de los nombres es realmente amplio y complejo y va desde la anonimia -es decir, desde lo innombrado- hasta la polionomasia -una palabreja que ni siquiera está en el diccionario de la RAE, que inventó el filólogo Leo Spitzer y viene a significar una multiplicación de nombres para un mismo ser u objeto-, pasando por la nombradía -fama o reputación-. El Quijote es un proverbial campo para el estudio de los nombres, hasta el punto de que Pedro Ruiz Pérez, precisamente, ha realizado uno titulado “Anonimia, polionomasia y nombradía en Don Quijote y Cervantes” que les recomiendo leer por su interés y accesibilidad pues está en línea; eso sí, tengan un diccionario a mano, aunque sea el virtual de la RAE.
El mundo del comercio ha sido siempre un terreno fértil para el nominalismo más imaginativo y expresivo pues la primera carta de presentación de un negocio es su nombre. Sin salir de Guadalajara, recuerdo una peluquería que se llamaba “La Higiénica” -la cita Ramón Hernández en su novela “El ayer perdido”, clave para conocer la ciudad de posguerra-, una tienda de ropa que se hacía llamar “La tijera de oro” -situada en la calle Mayor, esquina a Antonio del Rincón-, un colmado o venta de ultramarinos que con su nombre, “La Precisa”, presumía de que sus balanzas eran muy de fiar, o una imprenta que se llamaba “Gütenberg”, situada en la calle Miguel Fluiters y en la que media Guadalajara nos hicimos los recordatorios de primera comunión o las invitaciones de boda. También recuerdo con especial regusto “El buen gusto”, una tienda de ultramarinos y caramelos que había en la entrada de la calle Mayor, esquina a Santo Domingo, o “El arca de Noé”, otro colmado, en esta ocasión situado a mitad de la Carrera. Del “Maragato”, la pescadería que había en la calle Mayor que hacía ya esquina con el tramo de soportales de la plaza del ayuntamiento que enfilaba hacia la Cuesta del Reloj, recuerdo los barriles de arenques que parecían guiñar sus pequeños y adiposos ojos al viandante.
Un sector comercial que ahora apenas está representado en la Guadalajara de casi 90.000 habitantes pero que, en su día, en la de poco más de 15.000 llegó a concentrar hasta siete negocios solo en la calle Mayor, es el de las confiterías. Algunas de ellas con nombres tan sugerentes como “La Flor y Nata” -su cierre, en noviembre de 2018, me supo a hiel, como sus dulces siempre me supieron a miel-, “Casa Guajardo” -creo recordar que fundada en 1887 y de los mismos propietarios, los hermanos Hernando-, “La Favorita” -nombre ahora recuperado como bar cafetería en lo que anteriormente fue otra confitería, “Campoamor”- o “La Mallorquina”, de la que siempre recuerdo a su orondo dueño en la puerta, con su pelo y su delantal blancos. “Dulce soledad” fue la razón comercial de una confitería, también propiedad de los hermanos Hernando, que da título a este artículo y que apenas pervivió unos años; su nombre, al menos para mí, roza la perfección por su lirismo, al tiempo que pragmatismo, dos circunstancias muy difíciles de conjugar: dulce soledad es en sí mismo un verso pentasílabo con el que arrancar o cerrar un romancillo, al tiempo que define el objeto del negocio -dulcería- y la calle donde estaba situado -Virgen de la Soledad-. Si Luis y Rubén Hernando me hubieran pedido que les sugiriera un nombre para esa confitería, de haberme dado la imaginación para ello, sin duda hubiera optado por “Dulce soledad”.
Termino ya esta entrada con un dulce que no es comestible y que, por tanto, es apto al tiempo para golosos sin problemas de glúcidos como para diabéticos. Se trata del Peral de la Dulzura -en la imagen superior-, la bella ermita mariana situada en la confluencia de la carretera que sube por el valle del San Andrés, la GU-932, con la que desde Budia lleva a Brihuega, la GU-902. Desde que, siendo un joven aún con acné, fui allí por primera vez con José Ramón López de los Mozos a estudiar sus exvotos, el Peral de la Dulzura es un nombre y un lugar que me cautivaron. Tradición, devoción, historia, piedra y naturaleza unidas para regalar unas largas y detenidas mirada y estancia mientras el aire limpio y puro de la Alcarria hinche nuestros pulmones, incluso filtrado por mascarillas. Allí se matan como en pocos sitios el gusanillo de la curiosidad y el virus del tedio, o sea, el tedioso virus.