Dulce soledad

               La importancia de los nombres -llamarse Ernesto, por ejemplo, en la obra teatral de Oscar Wilde– no es precisamente baladí. Un nombre ha de definir de la forma más certera posible a la persona, animal, vegetal o cosa que pretende nominar, pero si no lo hace, no pasa nada, siempre y cuando el apelativo sea sonoro, como decía Cervantes; si, además de sonoro, es bello, miel sobre hojuelas. Los límites para poner nombres a las personas los fija el artículo 51 de la vigente Ley del Registro Civil, que solo prohíbe “nombres que sean contrarios a la dignidad de la persona” o “los que hagan confusa la identificación”. De todas formas, los jueces que tienen ahora a su cargo los registros civiles, además de aplicar e interpretar desde su aprobación en 2011 una ley mucho menos limitativa que las anteriores, son bastante más permisivos que sus predecesores. Recuerdo al gran profesor de literatura del nuevo Brianda -el Liceo Caracense siempre será para mí el viejo Brianda-, poeta y amigo, Fernando Borlán, defendiendo en un artículo ingenioso, con algunos momentos realmente magistrales, que unos padres pudieran poner a su hija el nombre de Sandra porque la juez responsable del registro civil se lo había denegado al entender que era un diminutivo de Casandra. En España, según el INE, hay en la actualidad casi 100.000 mujeres que se llaman Sandra; si hubiera sido por aquella juez que pasó por Guadalajara silbando y cortando como el viento por un desfiladero, o se llamaban todas Casandra, o de Sandras, ni hablar. Como se preguntaba Borlán al concluir su artículo ¿quién iba a mandar entonces rosas a Sandra cuando se marchara de la ciudad? según cantaba Sabú Martínez en los años setenta.

El mundo de los nombres es realmente amplio y complejo y va desde la anonimia -es decir, desde lo innombrado- hasta la polionomasia -una palabreja que ni siquiera está en el diccionario de la RAE, que inventó el filólogo Leo Spitzer y viene a significar una multiplicación de nombres para un mismo ser u objeto-, pasando por la nombradía -fama o reputación-. El Quijote es un proverbial campo para el estudio de los nombres, hasta el punto de que Pedro Ruiz Pérez, precisamente, ha realizado uno titulado “Anonimia, polionomasia y nombradía en Don Quijote y Cervantes” que les recomiendo leer por su interés y accesibilidad pues está en línea; eso sí, tengan un diccionario a mano, aunque sea el virtual de la RAE.

               El mundo del comercio ha sido siempre un terreno fértil para el nominalismo más imaginativo y expresivo pues la primera carta de presentación de un negocio es su nombre. Sin salir de Guadalajara, recuerdo una peluquería que se llamaba “La Higiénica” -la cita Ramón Hernández en su novela “El ayer perdido”, clave para conocer la ciudad de posguerra-, una tienda de ropa que se hacía llamar “La tijera de oro” -situada en la calle Mayor, esquina a Antonio del Rincón-, un colmado o venta de ultramarinos que con su nombre, “La Precisa”, presumía de que sus balanzas eran muy de fiar, o una imprenta que se llamaba “Gütenberg”, situada en la calle Miguel Fluiters y en la que media Guadalajara nos hicimos los recordatorios de primera comunión o las invitaciones de boda. También recuerdo con especial regusto “El buen gusto”, una tienda de ultramarinos y caramelos que había en la entrada de la calle Mayor, esquina a Santo Domingo, o “El arca de Noé”, otro colmado, en esta ocasión situado a mitad de la Carrera. Del “Maragato”, la pescadería que había en la calle Mayor que hacía ya esquina con el tramo de soportales de la plaza del ayuntamiento que enfilaba hacia la Cuesta del Reloj, recuerdo los barriles de arenques que parecían guiñar sus pequeños y adiposos ojos al viandante.

Peral de la Dulzura

               Un sector comercial que ahora apenas está representado en la Guadalajara de casi 90.000 habitantes pero que, en su día, en la de poco más de 15.000 llegó a concentrar hasta siete negocios solo en la calle Mayor, es el de las confiterías. Algunas de ellas con nombres tan sugerentes como “La Flor y Nata” -su cierre, en noviembre de 2018, me supo a hiel, como sus dulces siempre me supieron a miel-, “Casa Guajardo” -creo recordar que fundada en 1887 y de los mismos propietarios, los hermanos Hernando-, “La Favorita” -nombre ahora recuperado como bar cafetería en lo que anteriormente fue otra confitería, “Campoamor”- o “La Mallorquina”, de la que siempre recuerdo a su orondo dueño en la puerta, con su pelo y su delantal blancos. “Dulce soledad” fue la razón comercial de una confitería, también propiedad de los hermanos Hernando, que da título a este artículo y que apenas pervivió unos años; su nombre, al menos para mí, roza la perfección por su lirismo, al tiempo que pragmatismo, dos circunstancias muy difíciles de conjugar: dulce soledad es en sí mismo un verso pentasílabo con el que arrancar o cerrar un romancillo, al tiempo que define el objeto del negocio -dulcería- y la calle donde estaba situado -Virgen de la Soledad-. Si Luis y Rubén Hernando me hubieran pedido que les sugiriera un nombre para esa confitería, de haberme dado la imaginación para ello, sin duda hubiera optado por “Dulce soledad”.

               Termino ya esta entrada con un dulce que no es comestible y que, por tanto, es apto al tiempo para golosos sin problemas de glúcidos como para diabéticos. Se trata del Peral de la Dulzura -en la imagen superior-, la bella ermita mariana situada en la confluencia de la carretera que sube por el valle del San Andrés, la GU-932, con la que desde Budia lleva a Brihuega, la GU-902. Desde que, siendo un joven aún con acné, fui allí por primera vez con José Ramón López de los Mozos a estudiar sus exvotos, el Peral de la Dulzura es un nombre y un lugar que me cautivaron. Tradición, devoción, historia, piedra y naturaleza unidas para regalar unas largas y detenidas mirada y estancia mientras el aire limpio y puro de la Alcarria hinche nuestros pulmones, incluso filtrado por mascarillas. Allí se matan como en pocos sitios el gusanillo de la curiosidad y el virus del tedio, o sea, el tedioso virus.

Villalar, provincia de Guadalajara

                              El 23 de abril de 2021, quinto centenario del fin traumático comunero en Villalar, se conmemora una de las efemérides más importantes de la historia de Castilla, la tierra con más historia e historias que conmemorar de las Españas -en el concepto orteguiano de unidad al tiempo que de diversidad, aunque sea invertebrada-, pero que no tiene una comunidad autónoma, ni nacionalidad, ni región propia, sino que está dividida en cinco desde que se desarrollara el proceso autonómico tras la Constitución de 1978. Así, hay una gran parte de Castilla en Castilla y León, otra en Castilla-La Mancha, pocos pueden dudar de la castellanidad de La Rioja pues allí nació el idioma castellano, Madrid es indubitadamente castellana y Cantabria fue la cuna y el origen de Castilla y siempre su montaña y su mar, aunque ahora muchos “cantabrones” renieguen de ello, incluso en la Universidad de Cantabria, ¿verdad, Juan Pablo Mañueco? No le pregunto esto retóricamente a mi compañero de blogs en GD, gran profesor de literatura, historiador y prolífico y sesudo escritor; lo hago porque él mismo me dio un dato que me dejó estupefacto: su buen libro, “Breve historia de Castilla”, ha sido rechazado por la biblioteca de la Universidad de Cantabria porque defiende la tesis de que en esa tierra nació Castilla y por ende es castellana. Yo creía que universidad tenía su etimología en universalidad, no en tribu o caverna…  

                              El movimiento comunero, quinientos años después de su eclosión y aplastamiento -no de otra manera se puede llamar a lo que el poderoso ejército realista de Carlos V hizo con él, apoyado por los “grandes” de Castilla-, sigue siendo objeto de un amplio debate historiográfico. Se conocen sus causas -fundamentalmente el “extranjerismo” del rey, sus ansias imperialistas, menospreciando la corona castellana y ausentándose con frecuencia de Castilla, y su voracidad recaudatoria-, también sus consecuencias -el ajusticiamiento de los cabecillas comuneros en Villalar el 24 de abril de 1521, poniendo fin sin contemplaciones a la revuelta-, pero hay distintas interpretaciones sobre lo que representó, así como su interpretación y relevancia históricas. Hay quienes defienden, como los materialistas históricos, que el comunero fue un movimiento eminentemente social y de clases populares en lucha contra las poderosas. Otros sostienen que la de las comunidades fue la primera revolución burguesa y que cabe interpretarla como un conflicto de intereses, muy cerca de las tesis socialdemócratas cuando éstas dieron por superadas las marxistas. No pocos consideran que, en realidad, la revuelta comunera es un claro antecedente revolucionario de corte liberal, pues por primera vez se puede hablar del término ciudadano en contraposición del de súbdito, algo que no quedará definitivamente resuelto hasta el fin del antiguo régimen que trajeron la ilustración y la revolución francesa a finales del XVIII. Finalmente, hay una tendencia historiográfica que concibe al movimiento comunero como algo de carácter retrógrado y que en el fondo es puro nacionalismo, que se niega a aceptar la modernidad que, con sus consejeros extranjeros y a pesar de otros pesares, trae a España el rey nacido en Gante. La historiografía y los historiadores seguirán estudiando y posicionándose al respecto, pero lo innegable de este movimiento es que tuvo un carácter urbano, al nacer en las ciudades, y que, frente a los tutelantes regimientos y corregimientos, pretendió gobernarse en comunidades, de ahí su nombre, con evidente método asambleario. También es indudable que, aunque participaron en él bajos y no tan bajos nobles -un ejemplo paradigmático de ello es la mujer del mismísimo Padilla, María María López de Mendoza y Pacheco, hija de don Íñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla y primer marqués de Mondéjar-, tuvo una naturaleza eminentemente popular, algo que se demuestra al conocer las profesiones de tres de los cabecillas comuneros de Guadalajara: Diego de Medina -albañil solador-, “Gigante” -albardero- y Pedro de Coca -carpintero-. También hubo comuneros letrados y emparentados con los Mendoza en la capital alcarreña, como Francisco de Medina, padre del historiador Francisco de Medina y Mendoza.

               En el limitado espacio de este blog no podemos extendernos más en mirar hacia atrás. Miremos, pues, hacia delante: ¿Cómo se va a conmemorar en Guadalajara y en Castilla-La Mancha el V centenario de Villalar? Pues oficialmente solo tenemos noticias de que, si se cumple la moción que se aprobó en el Ayuntamiento de la capital en enero de 2020, presentada por Unidas Podemos, en la plaza del Concejo se instalará algún tipo de recuerdo a los comuneros locales y se hará alguna referencia a los hechos que tuvieron lugar aquí durante su rebelión. El lugar es idóneo, pues en el atrio de la iglesia de San Gil solían reunirse los comuneros, al igual que lo hacía históricamente el común en concejo, de ahí el nombre de la plaza. Por otra parte, allí mismo ha convocado el Partido Castellano – Tierra Comunera (PCAS), el 23 de abril, a las siete de la tarde, un homenaje en recuerdo a los comuneros de Guadalajara; al día siguiente, a las cinco, el PCAS también ha convocado en la Plaza de España, en Atienza, un acto similar. Recordemos que Juan Bravo, el cabecilla de la revuelta en Segovia y uno de los tres principales líderes comuneros, junto a Padilla y Maldonado, ajusticiados en Villalar, nació en la histórica villa atencina. Si toda la actividad municipal en este quinto centenario se va a limitar a cumplir la moción de UP, me parece muy poco proporcionada respecto a la relevancia de la efeméride y la trascendencia que ésta tuvo en nuestra ciudad.

En lo que respecta a Castilla-La Mancha -recordemos que Padilla era toledano y que su mujer, apodada “María la Brava” por su coraje, mantuvo allí la revuelta y la llama comunera tras Villalar durante diez meses-, el lunes, 19 de abril, se daban inicio a los trabajos para programar los actos del V Centenario de la rebelión de las Comunidades de Castilla en un acto que contó con la presencia del presidente de Castilla-La Mancha, Emiliano García-Page, y al que se invitó al Presidente de la Asamblea Legislativa de Castilla y león, Luis Fuentes. Será la Real Fundación de Toledo la que asesore a la Junta para contribuir a la programación de esta efeméride. Confío en que no solo se le de el acento toledano a esta programación, teóricamente regional, pues Guadalajara tuvo una participación y un peso específicos tan notorios en el movimiento comunero que habrían de ser debidamente tratados y reconocidos. Lo que sí me ha agradado es que se haya invitado al acto al presidente del parlamento de Castilla y León. Aunque Castilla esté ahora subsumida en cinco realidades autonómicas distintas, va en buena línea que se trabajen entre ellas, de forma conjunta, asuntos castellanos. Aunque el artículo 145.1 de la C.E. determine que “en ningún caso se admitirá la federación de Comunidades Autónomas”, es absolutamente necesaria y aconsejable la colaboración e interrelación frecuente entre las comunidades castellanas. Villalar está hoy en Valladolid, Castilla y León, por tanto, pero siempre será un hito castellano y, por ello, nunca dejará de ser también provincia de Guadalajara.

  Termino ya diciendo que en esta región siempre se ha cargado mucho el acento hacia lo manchego, en detrimento de lo castellano, un error de bulto porque una parte menuda no puede eclipsar una realidad enorme, ni la geografía puede soslayar la historia; además, a Guadalajara se le ha dejado en una posición muy incómoda pues ésta es la única de las cinco provincias de Castilla-La Mancha que no tiene un milímetro cuadrado de comarca manchega y, por esta causa, ni puede tener sentimiento de pertenencia a ella ni  afección a una región que, además de artificial, ejerce en demasía el mancheguismo militante.

¡Viva Guadalajara castellana!

Semana Santa claustral

               El año pasado, por primera vez desde 1939, no hubo actos de religiosidad popular en la Semana Santa de Guadalajara, en este caso por causa de la pandemia; en aquel, porque la Guerra Civil acababa de terminar -concluyó el 1 de abril y el 2 fue Domingo de Ramos- y no andaba la cosa precisamente para procesiones. Tampoco había santos con los que procesionar porque la mayor parte de los que procesionaban en Semana Santa en Guadalajara se quemaron en y con la ermita de la Soledad, donde tradicionalmente se guardaban, pocos días después de comenzar aquella fratricida contienda. En 2021, aunque no ha habido procesiones como en 2020, al menos sí que se han celebrado cultos en el interior de las iglesias, si bien con limitación de aforo y medidas especiales. Las cinco cofradías y las dos hermandades de Semana Santa de la ciudad, pese a no poder procesionar, que es el eje central de su actividad anual, han instalado y ornado las imágenes de sus pasos en sus respectivas sedes canónicas para poder ser contempladas y veneradas con el mayor realce posible. Hemos vivido, pues, una Semana Santa que podríamos llamar claustral.

Cristo de la Pasión entre las sombras.

Así, el Nazareno y la Soledad han llenado de compunción y lágrimas el templo barroco jesuítico de San Nicolás; Él, camino del calvario -la suma inocencia al patíbulo, ¡qué contrasentido! -, Ella, a su lado, siempre a su lado, con el luto en el manto y en el corazón, al tiempo que en los ojos las lágrimas superlativas e inconsolables de todas las madres que han llorado la muerte de un hijo.

En San Ginés, el Cristo del Amor y de la Paz – ¿puede haber un Cristo con un nombre más bello? -, cansado de la ignominia de la cruz enhiesta, pero aún clavado a ella, se acostó a los pies del altar de la vieja iglesia dominica, sobre paño de terciopelo enlutado, rodeado de claveles rojos, símbolo de su sangre derramada por todos, y de velones que anticipaban la luz de su Resurrección y de la vida que no acaba. El bellísimo Cristo de Capuz no estaba muerto, pese a parecerlo clavado a la cruz, tener las rodillas quebradas, las manos y los pies remachados al madero y manar sangre y agua de su costado traspasado por el centurión Longinos. Pero no estaba muerto, dormía, esperaba, quizás soñaba.

En la concatedral, con su indisimulada fábrica mudéjar y su retablo manierista, suma de tiempos y de estilos entre el XIV y el XVII, María Magdalena, María la de Cleofás, el apóstol y evangelista Juan y la Virgen de los Dolores lloraban sin consuelo a los pies de la cruz de Cristo, la sacrosanta cruz de madero rugoso, hiriente y retorcido en la que murió la vida para renacer como el brote de la semilla enterrada. La Dolorosa de Santa María, con su atavío hebreo, es una mujer de su tiempo que tiene traspasado su corazón por los mismos clavos y la misma lanza que traspasaron los pies, las manos y el costado de Cristo. No hay mayor dolor que el de una madre cuando ve sufrir a su hijo. No debe haberlo. Descendido ya de la cruz, muerto en esperanza, dormido, Cristo yace en el santo sepulcro también en Santa María; velan su sueño los apóstoles, rotos de dolor por la muerte del maestro y el amigo que les habló de una resurrección en la que no creerán hasta meter el dedo en sus llagas. Tomás somos todos, aunque fue a él a quien le tocó meter su dedo por todos nosotros. No hay esperanza sin fe y aquel dedo del “dídimo”, del “mellizo”, sobrenombres de Tomás, fue el que nos indicó a todos el camino a seguir en la encrucijada de la vida.

En Santiago, donde el gótico, el mudéjar y el plateresco se dan la mano en el viejo convento de las clarisas, Jesús atado a la columna y la Virgen de la Esperanza nos invitaban catequéticamente a conocer el doloroso e infamante camino que recorrió Cristo hasta llegar a la cruz. A la columna le ataron, a la cruz, lo clavaron. No pueden andar sueltas ni la libertad ni la justicia, máxime si estas golpean nuestras conciencias y nos abocan a caminos que no queremos transitar. Cristo atado a la columna nos ofrece a su madre como esperanza de la verdadera y eterna libertad. Y la sombra del Cristo de la Pasión -imagen de la foto que acompaña esta entrada-, hermosísima talla del maestro Higueras, se nos mostraba como ejemplo de lo que es transitar por la vida, siempre cargando cruces, pero para llegar al final de un camino en el que tendremos la oportunidad de mirar a los ojos a Dios y aguantarle la mirada hasta vernos reflejados en ella. El Cristo de la saeta de Machado, siempre con sangre en las manos, siempre por desenclavar, es la opción difícil de la vida, pero es la mejor, aunque muchos no lo sepan y otros no lo quieran saber.  Como dice el “Reloj de la Pasión”, cantar popular alcarreño de Semana Santa, “¡El reloj se concluye, /sólo nos falta / que a sus golpes y avisos, / despierte el alma».

Recuerdo a Garciasol en el Día de la Poesía

               El día “D”, en táctica militar, es el fijado para llevar a cabo una acción bélica relevante, como la hora “H” es el momento exacto en el que se le da inicio. “El día de…”, con la preposición como enlace esperando un sintagma nominal con su determinante y su núcleo, hay muchos, cada vez más, incluso de las cosas más inverosímiles; veamos algunos ejemplos, uno por mes: “Día de la letra Z” -se celebra el mismísimo primer día del año, el 1 de enero-, “Día del orgullo zombie” -4 de febrero-, “Día de los halagos” -1 de marzo-, “Día del ajo” -19 de abril-, “Día del orgullo friki” -25 de mayo-, “Día del yo-yo” -6 de junio-, “Día de sacar a pasear a tu planta” -27 de julio-, “Día de la ropa interior” -7 de agosto-, “Día de saltar los charcos” -9 de septiembre-, “Día del gruñón” -14 de octubre-, “Día del pepinillo” -14 de noviembre” y “Día del inodoro” -19 de diciembre”-. Es solo una pequeña muestra de las muchas tontunas que tienen un día especial al año, incluso algunas de ellas, como la del excusado en diciembre, es una jornada con carácter mundial. Es evidente que bastantes memos matan el tiempo buscándole días en el calendario a las memeces; todo se queda en casa.

Garciasol y Buero en el Maratón de los Cuentos de 1992.

               Sirva este introito para dar paso a escribir sobre un Día Mundial con mayúsculas, oportuno y necesario, el de la Poesía, celebrado el pasado domingo, 21 de marzo, que puede ser muchas cosas, pero desde luego, no una memez.  Las cosas serias que, como la poesía, tienen un día al año es porque deberían ocupar la centralidad de la vida durante los 365 días, pero suelen estar en sus bordes. Decía Saint-Exupéry, el autor de ese texto delicioso en forma de cuento que es “El Principito”, que “el mundo es una cosa muy grande, pero llena de pequeñas cosas hasta los bordes”. En los bordes de la vida, no solo hay pequeñas cosas, sino también grandes, como por ejemplo la poesía. Lamentablemente, no corren buenos tiempos para la lírica, como cantaba Germán Coppini con sus “Golpes Bajos”, y la poesía, hoy, ni siquiera es concebida “como un arma cultural por los neutrales”, a la que maldecía Gabriel Celaya, y tampoco “eres tú”, como la simplificaba Bécquer mientras miraba la pupila azul de una mujer; hoy, la poesía es un género literario que, pese a tener un sinfín de creadores que lo practican, su número de lectores no tiene correspondencia con el de autores y “el poema sin lector es inconcebible”, como bien afirmó Ángel González, uno de los grandes poetas españoles de la extraordinaria Generación del 50, ensombrecida por la del 27 y eclipsada por el contexto socio-político del franquismo en el que nació. Las redes sociales, especialmente Instagram y Twitter, están ahora abriendo unas nuevas y mejores expectativas de conocimiento y difusión de su obra a los nuevos poetas, de hecho, el libro de poesía más vendido en 2020 es “Incondicional”, del gallego “Defreds” (seudónimo de José Ángel Gómez Iglesias), que empezó escribiendo textos en Twitter; lleva más de 22.000 ejemplares vendidos, 10.000 de ellos este año, y tiene otros tres títulos distintos en el top-10 de ventas en poesía. Para contextualizar estos buenos datos en el conjunto de la producción y venta editorial en España, baste decir que las novelas más vendidas superan largamente los 100.000 ejemplares en un solo año. Por otra parte, el propio Defreds dice que “yo no escribo poesía, ni siquiera me interesa” y su superventas no solo reúne poesía, sino también pensamientos y prosa poética. Lo que sí es irrefutable es que 2020 ha sido un muy buen año para la poesía a nivel de galardones pues son poetas los ganadores del Nobel de Literatura -la estadounidense Louise Glück-, el Princesa de Asturias -la canadiense Anne Carson– y el Cervantes -el valenciano Francisco Brines-.

               Al hilo de lo afirmado por Defreds, en que parece desmarcarse del género poético pese a practicarlo y con mucho nivel, probablemente buscando un tuit que se haga viral, vamos a reconducir esta entrada preguntándonos lo que siempre se ha preguntado la poesía y a lo que se le ha dado casi tantas respuestas como poetas hay: ¿Qué es poesía? Uno de los discursos poéticos contemporáneos más relevantes, la metapoesía, precisamente ha cerrado el círculo sobre esta cuestión y busca el más allá poético a través de poemas que hablan de poesía. Ya hemos citado antes a algunos poetas como Celaya, Bécquer o González que se han preguntado por la poesía o la han tratado o definido de forma singular, veamos ahora cómo se acercaba a este asunto “nuestro” Ramón de Garciasol (1913-1994), el extraordinario poeta nacido en Humanes, compañero de aula de Buero Vallejo en el Instituto de Guadalajara y con quien trabó una entrañable y prolongada amistad. Miguel Alonso Calvo, que así se llamaba quien firmaba con el seudónimo de Garciasol, le dedicó un opúsculo, en clave de ensayo, a esta cuestión, titulándolo “Una pregunta mal hecha ¿Qué es la poesía?”. En esta obrita, editada dentro de la colección Escálamo en 1954, Garciasol afirma que “no hay poesía a priori; hay poetas”, “no hay poesía sin poema” y “no hay más que una definición de poesía: lo que hay en los versos”. Incidiendo en su línea de pensamiento, sostiene que los versos son a la poesía lo que la sal al agua del mar, rematando este aserto diciendo que “el verso es el canal, no el agua”. En esa misma línea de reflexión sobre el hecho poético, el hijo de un zapatero remendón de Humanes que estudió en Guadalajara pensionado por la Diputación porque destacaba sobremanera en el aula, asegura que “la poesía nos mejora, nos tensa, nos religa, pero no tiene asidero para recluirla en definición, en forma transmisible”. O sea, que para él la poesía es en realidad indefinible, aunque adjetivable, y a su imposible definición solo nos acercan los versos y, por ende, los poetas. Si seguimos esta lógica de Garciasol, Bécquer no decía la verdad cuando afirmaba en su conocida rima que “poesía… eres tú”, sino que, en realidad, poesía eran su verso y él mismo. Bien cierto es.

               Concluyo ya este artículo invitando a los lectores a conmemorar de la mejor manera posible el Día Mundial de la Poesía, aunque cuando lo lean acabe de pasar o, incluso, ya esté en su octava: ¡Lean -y si les apetece y la inspiración les pilla con un bolígrafo y un papel, o un ordenador, cerca- y escriban poesía!  Yo, así lo he conmemorado, atreviéndome a escribir unos versos octosílabos que, precisamente, tratan de la amistad de Garciasol y Buero quien, por cierto, también escribió poesía. Con su permiso, indulgencia y comprensión, esta es mi aportación poética al Día de la Poesía 2021:

“Amoroso azar Carrión.
Guadalajara del corazón” (Garciasol)

Medina de Faray primero
Wad-al-Hayara después
Río de Piedras campiñés
Guadalaxara en el fuero
pontón árabe en alzapiés
y en el Alcázar guerrero.


Aunque me llame Ramón
y estudiara con un Buero
de Humanes soy campiñero
y él es un gran “alcarrión”;
él en teatro, señero,
yo en poesía “ratón”.

La primavera del alcázar

               El alcázar de Guadalajara es una ruina desmemoriada desde la Guerra Civil, cuando quedó semidestruido por las bombas de unos y de otros, tras haber tenido un último uso en el primer tercio del siglo XX como acuartelamiento del regimiento de globos, compartido en una parte de su recinto con colegio de huérfanos de militares, y hasta con una sección de colombofilia militar. Su origen data del siglo IX, como el puente califal, siendo ambas construcciones las más antiguas de cuantas se conservan en la ciudad fundada por los musulmanes en el siglo VIII y cuyo primer nombre conocido fue el de Madinat al Faray, la ciudad de Faray, el cadí más importante de la etapa naciente de la urbe y quien la elevó verdaderamente a tal rango.

Su primer uso fue como alcázar andalusí, es decir, como fortaleza defensiva, una de las más importantes que llegó a haber en la amplia marca media musulmana, cuya capitalidad llegaron a compartir la propia Guadalajara y Medinaceli. De alcázar andalusí pasó a ser palacio mudéjar, ya en época de dominación cristiana, lo que ocurrió a partir del reinado de Alfonso VI, a finales del siglo XI. En él residieron temporalmente reyes y miembros de la familia real y en él se celebraron dos sesiones de Cortes castellanas, en 1390 -reinando Juan I- y en 1408 -siendo rey Juan II-. El recinto suroccidental del antiguo palacio real pasó a ser, ya en la edad moderna avanzada, fábrica de sarguetas, telas que tienen la sarga como materia prima. Finalmente, el primitivo cuartel de San Carlos, que ocupaba una parte anexa al antiguo alcázar, fue ampliado ocupando la parte previamente ya ocupada por la fábrica de sarguetas.

Primero las bombas de la artillería del ejército leal a la República, en la primera hora del llamado “alzamiento nacional”, atacando a los amotinados rebeldes encabezados por Ortíz de Zárate, y, después, las bombas incendiarias de la aviación franquista en diciembre del 36, que también causaron estragos en el palacio del Infantado, dejaron en ruinas el viejo alcázar guadalajareño. Y arruinado sigue estando, pese a que, tras seis décadas de completo olvido, desde 1998 y en los últimos cinco lustros, al menos se volvió la vista hacia él, aunque fuera de soslayo, realizándose algunas primeras excavaciones arqueológicas, actuándose después sobre las antiguas caballerizas y abriéndose más tarde a visitas, durante un tiempo, con unas estructuras de pasarelas que permitían ver detalles arqueológicos, de las fábricas de sus muros y de su planta. Tras volverse a cerrar un período de unos años, mientras se repensaba qué se hacía con él, ahora le aguarda una primera actuación de cierto empaque, por valor de 1,2 millones de euros, que, tras estar su proyecto en estudio y búsqueda de financiación desde hace ya más de tres años, por fin se ha adjudicado su ejecución, llegando la polémica con ello. Al tener noticias de ella, recordé esta frase de Jacinto Benavente:Los recuerdos tienen más poesía que las esperanzas, como las ruinas son mucho más poéticas que los planos de un edificio en proyecto”.

La controversia sobre la, parece que por fin, ya próxima actuación en el alcázar arriacense la ha abierto una plataforma ciudadana, que se ha autodenominado “Colectivo Alcázar”, y que sostiene que esa actuación, tal y como se ha proyectado, es inadecuada por el “grave impacto” que generarán las obras en el entorno de la antigua fortaleza. Fundamentalmente se quejan de que se ha proyectado una serie de rampas y muros de hormigón que conformarán una pasarela en la ladera que hay bajo la fachada que da al parque lineal del barranco del Alamín, que servirán para recalzar esa parte del edificio que, según el equipo de gobierno municipal, “está en grave riesgo de colapso”; es decir, de venirse abajo. El colectivo ciudadano considera que esa pasarela es, además de muy impactante visualmente, una actuación externa respecto al inmueble, más urbanística que arquitectónica, pues lo que va a hacer es enlazar la calle Madrid con el parque lineal. El Colectivo Alcázar considera que lo que procedería es invertir de verdad en el interior del alcázar y no en su alrededor, en consolidar sus cimientos y sus muros y en proseguir con las actuaciones arqueológicas que es lo que, según este grupo, proponía el plan director aprobado en su día. También se quejan de falta de información pública sobre el proyecto, lo que, de haberse dado, hubiera permitido que esta polémica no saltara ahora, cuando ya están a punto de empezar las obras, sino en una fase muy anterior y cuando aún se estaba trabajando sobre el proyecto. El equipo de gobierno municipal, por su parte, dice que el proyecto era conocido desde hace ya mucho tiempo, incluso por miembros de este colectivo, que la actuación propuesta es absolutamente necesaria y que, además, si no se ejecutan las obras ya adjudicadas, se corre el riesgo de perder el 75 por ciento de su financiación que, a través del denominado “1,5 por ciento cultural”, aporta el Ministerio de Fomento.

Pruno en flor en la ladera del parque del Barranco del Alamín sobre la que se asienta el alcázar y donde está prevista la construcción de rampas y muros de hormigón. Foto: Jesús Orea.

Conozco, y muy bien, al tiempo que aprecio desde tiempos de la niñez, a Antonio Miguel Trallero, un extraordinario arquitecto guadalajareño, con amplio curriculum en el ámbito de la arquitectura patrimonial, profesor titular de la UAH en el Grado en Ciencia y Tecnología de la Edificación y en el de Fundamentos de Arquitectura y Urbanismo, y técnico municipal en excedencia, que es uno de los portavoces del colectivo crítico con esta actuación en el alcázar; su opinión me merece absoluto respeto. Entiendo también el principal argumento sostenido en la tardanza y extemporaneidad con que llega esta crítica según el equipo de gobierno municipal, expresado a través del teniente de alcalde y portavoz de Ciudadanos, Rafael Pérez Borda, quien también tiene estudios de arquitectura, si bien creo que inconclusos. En todo caso, siempre es bueno que se abra un debate promovido por la sociedad civil, incluso aunque parezca llegar tarde, si este está argumentado, como parece el caso, y bueno es que el ayuntamiento escuche, aunque tenga lógicas prisas. Es lo suficientemente importante la cuestión plateada por el Colectivo Alcázar como, para por lo menos, sugerir al ayuntamiento que se siente a hablar serena y lealmente con sus representantes, invitándose a esa misma mesa a los técnicos municipales que han informado el proyecto y, por supuesto, al equipo redactor del mismo. La ley permite reformar, modificar y complementar proyectos. Aunque los plazos de ejecución aprieten, unos días, incluso unas semanas de reposado y profundo debate sí que se merece un monumento que tiene muchos siglos de historia, pero que ha estado olvidado durante tantos años. 

“Solo Sé Subir”

               No esperaba nada de San Valentín porque, con el debido respeto, a mi se me antoja un santo que, más que elevado a los altares celestiales por la “corte” vaticana, parece haber sido puesto en los escaparates terrenales por El Corte Inglés, esa mercantil tan lucrativa que da y quita galones de ciudad allá donde abre tienda. O la cierra, o la deja entreabierta, como es nuestro caso. A Guadalajara nos hizo subir un par de peldaños en esa jerarquía de urbes allá en 2007, cuando se inauguró su centro en el complejo Ferial Plaza, pero ahora nos va a bajar uno al transformarlo en un simple “outlet”, que viene a ser como un gran bazar de saldos, más parecido a los almacenes madrileños “SEPU” -acrónimo de Sociedad Española de Precios Únicos-, que a un Corte Inglés de primera división.


Escudo de armas de Leonor de Aquitania

Lo dicho, esperaba poco o nada de San Valentín y el hombre -es un decir- se presentó con un libro, algo que agradezco sobremanera porque, como ya he manifestado por activa y por pasiva -incluso también por perifrástica, lo que cultivo en exceso-, la lectura es para mí como el bálsamo de fierabrás para los tantas veces molidos huesos de Don Quijote. Y el libro en cuestión no era uno cualquiera, se trata de “Aquitania”, la obra de la que es autora la vitoriana Eva García Sáenz de Urturi, premio Planeta de novela 2020. Cuando huelo a papel impreso, mi epitelio olfatorio hace la ola y los dedos se me hacen huéspedes; supongo que el hipocampo de mi cerebro, al oler a tinta, me retrotrae a aquellos felices años aurorales en el mundo del periodismo cuando comencé a aprender el oficio de la mano de dos grandes maestros y amigos, Salvador Toquero y Santiago Barra. Trabajando codo con codo con ellos en la imprenta De Mingo, donde se editaba entonces nuestro recordado y querido “Flores y Abejas”, efectivamente nos envolvía un singular e inolvidable olor a tinta fresca. La de “Aquitania” estaba ya bien seca cuando abrí el libro, pero el tacto del papel impreso jamás lo sustituirá la virtualidad, por muchas virtudes que ésta tenga. Alertados y activados mis sentidos por olores y tactos de tan grato recuerdo, al tiempo que avivado mi espíritu por poder imbuirme en la gran aventura que siempre es leer un libro, pronto me subyugó la escritora vitoriana a la que ya había leído su exitosa trilogía que comenzó con “El silencio de la ciudad blanca, siguió con “Los ritos del agua” y concluyó con “Los señores del tiempo”. Sáenz de Urturi escribe muy bien, perfila magníficamente los personajes, crea buenas tramas principales y secundarias, las anuda con habilidad y buenos recursos y sus desenlaces suelen ser atinados, casi siempre cerrados con punto y seguido, más que final, sin duda de forma intencionada porque eso le deja abierta la posibilidad de escribir secuelas y seriar, un gran recurso para fidelizar lectores. “Aquitania” es una novela que, según su propia autora, está entre “El nombre de la rosa”, de Umberto Eco, y “Juego de Tronos”, de George R. R. Martin; bueno, eso dice ella, porque de la novela gótica de Eco yo solo veo coincidencia entre los libros envenenados de la abadía y la ponzoña con la que matan en Santiago de Compostela al padre de Eleanor (Leonor) de Aquitania, la protagonista de la novela, mientras que de “Juego de Tronos” son parangonables incestos, ambición y lucha por el poder. En todo caso, “Aquitania” es una buena novela histórica, aunque puede que los historiadores no estén muy contentos con ella porque la autora se ha permitido muchas licencias, incluso cronológicas, dando argumentos a quienes denuestan este género por utilizar personajes y hechos históricos para jugar con ellos al antojo del autor, como si de un guiñol se tratara. Pese a ello, la obra consigue captar el interés del lector desde el primer momento y éste es consciente de que no está ante un tratado de historia, sino disfrutando de una novela con mimbres de “thriller”, ambientada en el siglo XII y protagonizada por una interesantísima mujer que llegó a ser reina de Francia y de Inglaterra y fue madre de diez hijos, algunos de ellos con tanto peso en la historia -y en la leyenda- como Ricardo I Corazón de León, Juan I sin Tierra o Leonor de Castilla, la esposa de Alfonso VIII. Aquitania era en aquel tiempo un potentísimo ducado francés, con más extensión y recursos de todo tipo que la Isla de Francia, la región parisina de la corte gala. El poder de la casa aquitana, según la novelista, creció y se sustentó en un lema privado que es el que da título a esta entrada: “Solo Sé Subir”. Así le cuenta en la novela Guillermo X, duque de Aquitania, a su hija Eleanor lo que significa para ellos ese lema: “Es toda la sabiduría de nuestro linaje condensada, la respuesta a toda decisión que hayas de tomar en la vida. Elige siempre la que te permita subir. Solo subir. ¿Cómo crees que los duques de Aquitania somos lo que somos y hemos llegado hasta aquí? Porque solo sabemos subir”. Cuando leí estas líneas, mi pensamiento se transportó en un instante del medievo al tiempo actual. “Solo Sé Subir”, más que un lema de panoplia y escudo de armas de un ducado, parece el leitmotiv de una significativa parte de la clase política de nuestro tiempo, aunque más que de subir, cabría hablar de trepar. La ambición desmedida y el no importar el camino sino la meta -vuelve Maquiavelo con su fin que justifica los medios para conseguirlo-, son dos señas de identidad y comportamiento de un amplio número de los políticos de hoy que, lejos de servir, se sirven, y que, en vez de aportar soluciones, crean problemas. La erótica del poder hace ya tiempo que es pura pornografía.

40 años

               Hay fechas muy especialmente señaladas en la vida de las personas: la de su propio nacimiento, las de su bautizo y primera comunión si se es cristiano, las de su licenciatura o graduación en la universidad, si se ha dado el caso, la de su matrimonio si se ha pasado por el altar, el juzgado o el ayuntamiento para dar carta de naturaleza jurídica eclesiástica o civil a las relaciones de pareja, las de los nacimientos de los hijos, si es que han venido al mundo porque cada vez se les olvida nacer a más niños, las de las muertes de los seres queridos, etc. etc. He dejado intencionadamente excluida de esta lista abierta una fecha particularmente señalada en la vida personal, la del primer día de inicio en el mundo laboral, y lo he hecho adrede porque, precisamente, el pasado día 2 de febrero hizo 40 años que comencé yo mi andadura profesional en la Diputación Provincial de Guadalajara. Al hilo de esta efeméride, más que de mi vida personal, que poco importa a la mayoría, voy a reflexionar sobre la evolución en estas cuatro décadas de la institución provincial, deteniéndome especialmente en cómo fue aquella primera corporación para la que comencé a trabajar, al tiempo que obligadamente me referiré a la maximalista evolución demográfica de la propia provincia.

               La Diputación a la que yo entré a trabajar en el invierno de 1981, con diecinueve años recién cumplidos, vivía entonces su primer mandato democrático, tras casi 40 años de franquismo en que los diputados provinciales eran elegidos por una pseudodemocracia orgánica, y los presidentes nombrados por los gobernadores civiles, quienes inspeccionaban y controlaban férreamente a las corporaciones provinciales, perdiendo éstas prácticamente su autonomía institucional. La primera corporación provincial democrática tras el franquismo (mandato 1979-1983) la conformaban 25 diputados provinciales, todos ellos de la UCD, pese a que ésta no pudo concurrir a las elecciones a la alcaldía de la capital por presentar su lista electoral tres minutos más tarde de la hora fijada como final del plazo. Aquél sorprendente hecho, en el que tuvo que ver mucho -más bien, todo- que el gobernador de turno –Fernando Domínguez– quisiera controlar la lista que la UCD pretendía presentar en un tic aún franquista, se tradujo en que el partido de Adolfo Suárez, que arrasaba en la capital y en la provincia en las primeras convocatorias electorales generales y municipales, no pudiera hacerse con la alcaldía capitalina y ésta fuera a parar a manos del PSOE porque los centristas pidieron la abstención a sus votantes. Con esta estrategia tendieron una alfombra a Javier Irízar para que, con el apoyo del PCE, pudiera hacerse con el sillón de primer munícipe en la casa consistorial, que ya no desocupó en 12 años. Así las cosas, ni Luis Suárez de Puga pudo ser el alcalde de Guadalajara, como con toda probabilidad hubiera ocurrido de no mediar el fiasco de los tres minutos pues él era el candidato de la UCD, ni Agustín de Grandes el presidente de la Diputación, que a su vez era el postulado por los centristas para ocupar este cargo. Finalmente, la presidencia de la corporación provincial recayó en Antonio López Fernández, un ingeniero asturiano de VICASA, concejal de Azuqueca de Henares por UCD, al que el “cainismo” político de la multitud, más que mayoría, de los 25 diputados provinciales suaristas, obligó a dimitir en 1982 para dar paso a la presidencia de Emilio Clemente. Éste, un entonces joven aparejador molinés, fue llevado al poder por la mayoría de sus compañeros de corporación, que se rebelaron contra los designios del partido, forzando primero la caída de López y negándose después a apoyar al candidato oficial a relevarle, que era Enrique Canales, alcalde de Almoguera, quien hubo de conformarse con la vicepresidencia.

Fachada principal del palacio de la Diputación según el proyecto original de sus arquitectos, Marañón y Aspiunza, realizado en 1879.

               Así de convulsas estaban las cosas cuando yo entré a trabajar en la Diputación porque la democracia recién estrenada aún andaba a gatas a no pocos niveles y, sobre todo, porque no hay peor cuña que la de la misma madera, y los 25 diputados del mismo partido que conformaban la corporación provincial, lejos de formar un sólido equipo de gobierno, a veces daban la sensación de ser chiquillería mal avenida, jugando a un juego que les superaba. No obstante, aquella corporación fue decisiva para impulsar los planes provinciales de obras y servicios en la provincia, para aumentar la plantilla provincial y ajustarla a las nuevas necesidades y competencias que los vientos democráticos habían traído, máxime cuando aún las “nacionalidades y regiones” eran solo preautonomías, y para acercar la administración provincial a sus verdaderos administrados, que son los ayuntamientos, a través de la creación de los centros comarcales de asesoramiento. Antonio López Fernández era una gran persona, pero no fue un buen político, y vino a ocupar la presidencia de la Diputación de manera imprevista y a tiempo parcial. Emilio Clemente sí demostró ser bastante más político y tener más mano izquierda que su antecesor, aunque su presidencia siempre estuvo condicionada por la forma levantisca en que le auparon a ella sus compañeros y, especialmente, porque coincidiendo con su llegada al poder provincial, la UCD se estaba desintegrando a nivel nacional. Como es sabido, los restos del naufragio de aquel primer y gran proyecto de Suárez, que tanto hizo por el advenimiento de la democracia a España, se repartieron entre la entonces AP de Fraga -la principal beneficiada-, el democristiano PDP -que terminó, primero pactando con AP y después integrándose en el PP– y el CDS, la opción resiliente suarista para mantener un centro que duró “lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks”, como canta Joaquín Sabina en “19 días y 500 noches”.

               Se da la curiosa circunstancia de que, en 1981, cuando aún casi imberbe comencé mi andadura profesional en la Diputación, la provincia de Guadalajara marcó con 143.473 habitantes su mínimo de población de toda la serie histórica, mientras que, a 1 de enero de 2021, aunque con datos de la revisión oficial de julio de 2020, ha alcanzado 263.019 habitantes, su máximo poblacional también histórico. Pero bien sabido es que en estos cuarenta años la provincia se ha partido en dos realidades demográficas muy distintas: la del entorno de la capital y el Corredor del Henares, que aglutinan el 80 por ciento de la población provincial, y el resto del territorio, que solo suma el 20 por ciento y que presenta 170 ayuntamientos con menos de 100 habitantes. Las comarcas de las Serranías del Norte y el Señorío de Molina son las que han acusado esa sangría demográfica de forma más notoria. La comunidad autónoma en la que nos integraron a empujones, Castilla-La Mancha, y que es la que verdaderamente tiene competencias y recursos para hacer política territorial, pese a la dialéctica toledana pro-ruralista que nunca falta, ha sido incapaz de frenar ese proceso y dudo que tenga capacidad para revertirlo. Entre tanto, la Diputación Provincial ha ido perdiendo competencias, recursos económicos y plantilla, pero, pese a ello, cada vez se ha hecho más necesaria para aportar respiración asistida a los ayuntamientos más pequeños de la provincia, que no son mayoría, sino multitud. 

San Ildefonso “vuelve” a Taracena


       Nueva talla policromada de San Ildefonso presidiendo el altar de la iglesia de Taracena el día de su bendición. Foto Jesús Orea

               Tras ochenta y cinco años de ausencia de la representación iconográfica de San Ildefonso en la iglesia parroquial de Taracena, el pasado día 24 de enero, el párroco del pueblo y exdelegado diocesano de patrimonio, Luis Herranz Riofrío, bendijo una nueva talla policromada del gran santo toledano que vivió en el siglo VII, realizada en Horche por “Artemartínez” con la maestría, profesionalidad y calidad que este taller acredita desde hace ya muchos años en el campo de la imaginería religiosa. La anterior imagen que de San Ildefonso había en la iglesia de Taracena era un relieve en madera policromada, desaparecida en la Guerra Civil, que según estudios aproximativos del actual delegado de patrimonio de la diócesis, Miguel Ángel Ortega Canales, era probablemente manierista “por la composición iconográfica y los estofados que presentaba”, y podría datarse entre 1545-1570. Casualmente -más bien causalmente- en esos años hubo en Taracena un cura-párroco muy relevante por sus aportaciones en el campo de la música, Luis Vargas de Henestrosa, que previamente había formado parte de la cámara del gran cardenal Tavera, en la catedral de Toledo, templo y ciudad en las que hay una importante huella de San Ildefonso. Cabe deducir, por tanto, que bien podría haber sido Vargas de Henestrosa quien llevara a la iglesia de Taracena esa excepcional tabla del santo toledano que, como ya hemos dicho, fue destruida en la Guerra Civil, al tiempo que el magnífico retablo barroco del altar mayor. Tanto de la tabla como del retablo, solo queda constancia gráfica gracias a Tomás Camarillo que c. 1930 tomó fotografías de una y de otro, que forman parte de su archivo custodiado por el CEFIHGU de la Diputación de Guadalajara. Precisamente la imagen del retablo de Taracena es una de las 30 que conforman la exposición de antiguos retablos desaparecidos que el servicio de Cultura de la Diputación titula “Arte perdido en la provincia de Guadalajara”. Esta exposición, completada por otra de 20 piezas religiosas desaparecidas de imaginería renacentista y barroca, lleva ya varios años recorriendo la provincia y es una de las más demandadas por los municipios del total de 23 exposiciones distintas que ofrece el CEFIHGU, dados sus valores fotográfico, artístico, patrimonial y testimonial.


        San Ildefonso. Relieve en madera policromada (siglo XVI). Se conservaba en la Iglesia Parroquial de Taracena. Fue destruido durante la Guerra Civil. (Foto T. Camarillo, c. 1930; CEFIHGU, Diputación de Guadalajara).

               Retomamos el hilo con el que hemos iniciado esta entrada y contestamos a la pregunta ¿Qué devoción y patronazgo unían a San Ildefonso con Taracena? Las fiestas tradicionales de invierno de Taracena se concentraban en tres días: el 23 (San Ildefonso), el 24 (La Virgen de la Paz) y el 25 (día en que se celebraba “La Paz chiquita”, que era una forma de llamar a la prolongación de la fiesta del día anterior, al igual que a San Blas le sigue “San Blasillo” en muchos lugares). Aquellas fiestas invernales de Taracena eran las primeras del año que se celebraban en el entorno de la capital, tenían mucha capacidad de convocatoria y a ellas acudían numerosas personas procedentes de ella y de los pueblos próximos, según se documenta en varias informaciones de finales del XIX y principios del XX publicadas en nuestro recordadísimo y muy querido periódico “Flores y Abejas”. Los actos principales del programa festivo eran los religiosos en honor a la Virgen de la Paz y San Ildefonso, complementados por diversiones profanas, como una animada feria comercial que concentraba en la calle principal del pueblo -la carretera que unía Madrid con Barcelona y Francia a través de La Junquera- numerosos puestos de venta, tómbolas, rifas, bailes de salón con organillo y otros actos lúdicos y festivos. El día 23 salía por las calles la, precisamente, llamada “Botarga de San Ildefonso”, que salió por última vez en 1900, no volviendo a las calles de Taracena hasta su reciente recuperación en 2017. En el nuevo traje de la botarga, concretamente en ambas mangas a la altura de los brazos, constan de manera bien visible las iniciales “S” e “I” en honor del santo que da nombre al enmascarado y en cuya fecha salía tradicionalmente desde tiempo inmemorial. La existencia de la botarga de San Ildefonso, de Taracena -y también la de la perdida de San Blas, en el vecino Iriépal-, la han acreditado investigaciones de dos de los más importantes y reputados etnólogos que ha dado esta provincia, Sinforiano García Sanz y José Ramón López de los Mozos, a quienes siempre tendré como maestros y recordaré como amigos, especialmente al segundo pues fueron muchos los hechos y circunstancias que nos unieron. Se da la circunstancia de que fue una charla-coloquio sobre botargas y otros enmascarados de la provincia dada en Taracena por José Ramón la que encendió la chispa para que, poco tiempo después, se recuperara la botarga de San Ildefonso. Yo aporté, como otras personas del pueblo, mi grano de arena para ello, pero quien hizo una dación valiosísima e impagable fue mi recordado y muy querido hermano, Carlos, que compuso expresamente doce temas para dulzaina, con el fin de que sirvieran de acompañamiento a la botarga de Taracena en su regreso a las calles el pueblo. Doce composiciones con ritmos de pasacalles, bailes corridos, pericones, mazurcas, revoladas y jotas que conforman la llamada “Suite Taracena”, cuyas partituras custodia la Biblioteca de Investigadores de la Provincia de Guadalajara -junto con el conjunto del amplio archivo de música tradicional de Carlos, donado por la familia tras su fallecimiento en 2019- y sobre las que se está trabajando -y muy bien, sobre todo gracias a ese gran dulzainero y mejor persona que es Antonio Trijueque- en la Escuela de Folclore de la propia Diputación. Todo en su sitio. Todo en casa.

Filomena a nuestro pesar

               A Filomeno Freijomil, el personaje protagonista de la novela de Torrente Ballester Filomeno a mi pesar” -Premio Planeta en 1988-, no le gustaba su nombre, de ahí el título de esta brillante novela de uno de los escritores españoles más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Como saben, a la fortísima borrasca que ha desatado una nevada de aúpa en España, con especial incidencia en el centro, los científicos del llamado “Grupo suroeste” -conformado por las agencias estatales meteorológicas de España, Francia, Portugal y Bélgica– la han bautizado como “Filomena”. Desde hace cuatro temporadas, este conjunto de países decidió poner nombre propio a todos los temporales y borrascas esperados en su zona de influencia con el fin de coordinarse y prevenir mejor sus efectos y consecuencias. Cada temporada meteorológica se inicia en octubre y acaba en septiembre, nominando a las sucesivas borrascas siguiendo el orden de las letras del abecedario, alternándose nombres masculinos y femeninos; así, tras Filomena, la siguiente se llamará “Gaetan” -prevista también en enero-, al que seguirá “Hortense” -que se espera en febrero-. A quien no le ha gustado que a la gran borrasca de nieve pasada -pero aún presente por el hielo- la bautizaran con un nombre femenino es a la dirigente de Unidas Podemos, Rosa Pérez Garijo, coordinadora general de IU en la Comunidad Valenciana y consejera de Participación, Transparencia, Cooperación y Calidad Democrática -¡ahí es nada!- de la Generalitat Valenciana, quien ha criticado en un tuit que «a todos los desastres les ponen nombre de mujer». Después lo borró, claro, cuando supo lo que tenía que haber sabido antes de tuitear esa estupidez. Corren tiempos de políticos y políticas de dedo fácil; no solo lo digo por la cantidad de tuits por minuto que muchos y muchas producen, sino también por el elevado número de señalamientos/as y nombramientos/as “digitales” que suelen hacer, en el primer caso para acusar y/o descalificar a los/as de enfrente y, en el segundo, para otorgar dádivas y nóminas/os públicas/os a los/as suyos/as. Me dejo ya de lenguaje inclusivo forzado porque a mi linotipia figurada se le ha acabado ya el signo auxiliar de la barra inclinada que, como saben, en matemáticas es, al igual que los dos puntos, un signo de división. Ahí lo dejo, pues.

Guadalajara, la Campiña y la Sierra nevadas, vistas desde El Clavín. Foto: Rafael Alba Jiménez.

               Filomena, así llamada a pesar de Pérez Garijo, nos ha helado a media España y a muchos españoles, como la mítica revista de humor gráfico y literario “La Codorniz” que, dejando en Belén con los pastores a la censura franquista, abrió una de sus más recordadas portadas con este magistral titular de supina ironía: “Reina un fresco general procedente de Galicia”. Lo que no es ya ironía ni para tomárselo a broma, sino una triste realidad, es que en este país la imprevisión y la improvisación siguen campando a sus anchas o casi. La llegada de “Filomena” se sabía hace ya semanas, y que se avenía con un fuerte temporal de nieve se conocía desde, cuando menos, una semana antes; pues bien, pese a ello, ha reinado y aún sigue reinando el caos en muchos lugares: camiones y coches atrapados en las carreteras, líneas de trenes y de autobuses suspendidas, aeropuertos cerrados, calles atascadas, primero de nieve y después de hielo, hospitales y otros centros de urgencia con graves dificultades de acceso y hasta para relevar los turnos de trabajo, comercios y otros establecimientos cerrados, cortes de suministro de energía eléctrica -en el centro de Guadalajara, sin ir más lejos, la mañana del sábado hubo un corte duró una hora-, etc. etc. Es evidente que la fuerte y prolongada nevada que hemos vivido no es habitual, al menos por estos lares, pero también es una obviedad que ahora las previsiones meteorológicas son muy fiables y precisas con muchos días de antelación por lo que deberían haberse tomado bastantes más medidas preventivas de las tomadas y planificar muchos más recursos y medios para paliar sus efectos de los planificados. Ya se que los españoles somos los reyes de la improvisación y que nos venimos muy arriba en las peores circunstancias, pero no estaría mal que dejáramos de tener que hacernos los machotes cuando los problemas son evitables o, al menos, previsibles y atenuables. No hablaré del gobierno la próxima semana, como sarcásticamente decían Tip y Coll; acabo de hablar de él, de todos los muchos gobiernos que tenemos y no siempre coordinados y leales entre ellos: europeo, estatal, autonómico, provincial y local.

La Concordia nevada. Foto: Jesús Orea  

Lamentablemente, no solo ha quedado patente una vez más la proverbial improvisación hispana con la llegada de “Filomena”, sino que ya venía acreditada con la puesta en marcha del plan de vacunación contra el Covid-19, un problema muchísimo más grave aún que el que ha traído el temporal de nieve. A 9 de enero, España había recibido 743.925 dosis de la vacuna y solo se habían administrado 277.976; es decir, de cada tres vacunas que se podían haber administrado ya, únicamente se ha puesto una. De las pocas veces que el ministro Illa ha anticipado con acierto un dato, fue el verano pasado cuando aseveró que en diciembre llegarían las primeras vacunas; pues bien, pese a ello, el Ministerio de Sanidad no ha adjudicado el contrato de asistencia técnica del plan de vacunación hasta el pasado viernes, un contrato, por cierto, que ha recaído en Indra, una consultoría multinacional, por importe de 800.000 euros. Me llama poderosamente la atención que el “comité de expertos” que teóricamente ha gestionado la pandemia estuviera conformado solo por funcionarios y un profesional independiente y que para la elaboración de este importante plan se contrate, y muy tarde, a una empresa privada. Al mismo tiempo, me choca que no se esté permitiendo, al menos hasta el momento, que las residencias de mayores y los hospitales de titularidad privada puedan vacunar con su propio personal médico y de enfermería. ¿Cuántas muertes y cuantos pacientes graves va a suponer que no se esté vacunando al ritmo posible por el número de dosis que ya hay en España? Es una pregunta que dejo ahí.

               Filomena, a nuestro pesar, ha sido una borrasca que, sumadas su intensidad y la improvisación para paliar sus efectos, nos ha traído muchos problemas de movilidad, laborales, de servicios y suministros…, además de algunas muertes puntuales, ciertamente lamentables, pero el inicio lento y dubitativo del plan de vacunación contra el Covid-19 va a tener unas consecuencias previsibles y letales.

De pastores y de rebaños

               En España, y en las partes del mundo mundial –perdón por el pleonasmo- en las que no están a lo que deben estar, hace tiempo que más que la Constitución de la concordia –cuestionada, erosionada, zaherida, incluso desde el actual gobierno, y no pocas veces incumplida- parece que nos rigiéramos por la Ley de Murphy; es decir, que siempre sucede lo peor de lo que nos podría suceder, algo que gráficamente se resume en que si se cae una tostada al suelo, siempre lo hace por el lado de la mantequilla. No pretendo despedir el malo malísimo 2020 desde una perspectiva de fatalidad, pero es que estamos en la fatalidad misma y por ello no encuentro otro ángulo que no sea fatal para mirar al futuro. Bien sé que la vacuna del coronavirus se ha comenzado a inyectar, además en Guadalajara, y que, solo por ello, ya hay motivos para la esperanza, pero es que menos de 24 horas después de que una enfermera del Sescam pusiera en el brazo de la nonagenaria Araceli Hidalgo, en la residencia de los Olmos, la primera dosis del fármaco desarrollado por Pfizer, se anuncia que la segunda entrega de vacunas se va a retrasar al menos un día. Un día es muchísimo menos que veinte años y veinte años no es nada, como dice ese tango de los tangos gardeliano y porteño que es “Volver”. ¡Pero ya empezamos…!

Pico del Águila esta Navidad

               2020, ciertamente, ha sido un “annus horribilis” no solo para España, sino para la humanidad entera, pues el/la Covid 19 –yo sigo con el lenguaje inclusivo con el bicho o la bicha, no sea que se enfade Irene Montero– se ha llevado por delante millones de vidas en todo el mundo y ha dejado un rastro de enfermedad, dolor y dificultades sociales y económicas añadidas que, hace apenas un año, eran imprevisibles cuando nos felicitábamos efusivamente el año con uvas, cava, champán o sidra mientras veíamos la retransmisión de las campanadas del reloj el 31 de diciembre en la madrileña Puerta del Sol. 2020 ha estado a la altura de 1918, cuando la anterior gran pandemia mundial, la mal llamada de “la gripe española”, también hizo estragos. El año del coronavirus, incluso ha tenido más nexos de unión con los períodos de los letales y destructivos conflictos bélicos acaecidos en el siglo XX que con un tiempo de paz. Y los primeros meses de 2021 es muy probable que se parezcan bastante a los diez últimos de 2020 porque la vacuna tardará su tiempo en ser efectiva y en llegar a un porcentaje suficiente de la población como para que alcancemos eso que gráficamente se ha llamado “inmunidad de rebaño”. No se si haciendo rebaño en torno a Pfizer pondremos un escudo infranqueable al coronavirus, lo que sí tengo muy clarito es que, por nuestro comportamiento grupal, no pocas veces atontolinado, adocenado y aborregado, más que pastores parecemos ovejas… y cada día hay más lobos al acecho para sacar partido de esa realidad lanar hacia la que nos conducimos y a la vez nos conducen. O paramos los ministerios de la verdad, los pensamientos únicos, las normas invasivas de la privacidad, las agresiones a los valores cristianos –pilar de la sociedad europea, como el derecho romano y la filosofía griega- y otras herramientas de similar calado y calibre, como la propaganda y la información/opinión de bandería, o los virus liberticidas no van a tener vacuna.

               No era mi intención llegar tan lejos en este post que va a estar en línea a caballo del 20 y del 21 y que pretendía que fuera más bien laxo, pero los caminos del pensamiento y la palabra son inescrutables, como los del Señor que acaba de nacer en Belén para todos, aunque hay muchos que prefieren no darse por enterados, quizá porque bastantes no podrían aguantar la mirada de ese niño. Quienes quieran ir a Belén, adonde no es necesario ningún salvoconducto para llegar y no hay toque de queda alguno,  este año lo tienen más fácil que nunca pues la alineación planetaria y cercanía visual de Júpiter y Saturno posibilitan que vuelva a verse la estrella que condujo a los Magos de Oriente hasta la aldea de Judea para adorar a Jesús, algo que no sucedía desde hace 800 años. Según el astrónomo Patrick Hartigan, la llamada “Estrella de Belén” no es solamente una estrella, sino que se trata de una alineación planetaria única. Este fenómeno es una ilusión óptica provocada por la posición de la Tierra respecto al Sol. En la Navidad de 2020, Júpiter y Saturno están tan cerca que visualmente parece una sola estrella que brilla conjuntamente en el firmamento. Los días más adecuados para ver este fenómeno ya han pasado –fueron el 16 y el 21 de diciembre-, pero sabido es que las estrellas son como los amigos de verdad: no hace falta verlos para saber que están ahí.

               Esa estrella que guía a Belén lo mismo a reyes que a pastores, este año también ha pasado por el pico del Águila, junto a Taracena, como puede verse en el montaje que yo mismo he hecho, con más voluntad que acierto, sobre una foto tomada en la limpia y fresca albada del día de Navidad. Esa misma mañana, a apenas un par de kilómetros de ese monte alcarreño de libro, aparecía el cuerpo sin vida del joven de 20 años, Gabriel, desaparecido unos días antes y estrechamente vinculado al pueblo por lazos familiares. No hay, no puede haber, nada más desgarrador que una muerte joven. Los cadáveres “bonitos” –ese mito sobre el rastro físico de la muerte joven parte de una frase pronunciada por Humphrey Bogart en “Llamad a cualquier puerta”- son más dolorosos y luctuosos que ninguno otro porque la vida segada a tan temprana edad es terriblemente injusta, dramática y antinatural. ¡Que la tierra te sea leve, Gabriel, y tu familia encuentre pronto el sosiego que ahora parece imposible!

               Definitivamente, 2020 ha sido un año horrible. Difícilmente 2021 va a poder ser peor; en ello cimentaremos nuestra esperanza.

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