Monografías del abandono

               La activa asociación Serranía de Guadalajara acaba de editar y presentar públicamente un libro patrocinado por la Diputación Provincial, titulado “Serranías de Guadalajara. Despoblados, expropiados, abandonados”, en el que se recogen las circunstancias en las que se despoblaron 20 pueblos de esta comarca de la Guadalajara más septentrional mediada la segunda mitad del siglo XX, además de hacerse unas amplias monografías de ellos. La obra, eficazmente coordinada por el médico y escritor valverdeño, José María Alonso Gordo, está escrita y suscrita por veinte autores, entre los que tengo el honor de encontrarme. Aunque cada uno con nuestro estilo y acento, entiendo que se ha conseguido dar al trabajo una mínima unidad como para que resulte lo suficientemente coral, con relativa armonía y sin gallos ni estridencias. No es un libro más dadas su originalidad temática y, especialmente, su impagable aportación como referencia agrupada de los 20 pueblos serranos de Guadalajara que más pagaron el acusado proceso de despoblación que se vivió en la España rural, sobremanera desde finales de los años 50 hasta los 80, y que aún no ha cesado, como el rayo del poemario de Miguel Hernández. La “España vaciada” lo llaman ahora y hasta parece que los políticos se quieren tomar en serio que deje de seguir vaciándose y que la palabra repoblación sustituya a su antónima, despoblación. Permítanme que sea escéptico al respecto porque los urbanitas crecen como las amapolas en los campos de cereal en la primavera tardía, pero los “ruralitas” solo nacen como las amanitas cesáreas, el hongo tan buscado como escasamente encontrado en los robledales que es casi como el edelweiss, la flor que tan dificultosamente se abre paso entre la nieve alpina. Pero por mí, que no cesen en su empeño quienes tienen poder, competencia y recursos para ello; bien al contrario, legislen sobre la matería, pero, sobre todo, trabajen de verdad, presupuesten e inviertan y no solo se llenen la boca de buenas intenciones, pero con palabras/propaganda y hechos/huecos.

Portada del libro

               Como comenta el prologuista del libro al que nos estamos refiriendo, el filólogo originario de Riosalido, José Antonio Ranz Yubero, la despoblación y el abandono de núcleos habitados en el medio rural no es un fenómeno del siglo XX pues antes de iniciarse éste, en centurias anteriores, solo en la provincia de Guadalajara habían desparecido 535 pueblos, de los que 70 estaban situados en la comarca de las Serranías. Ranz apunta también un preocupante dato ad futurum: “otros diez pueblos (de la Sierra Norte) están a punto de decirnos adiós”. La Guadalajara vaciada sigue vaciándose, pues.

               Estos son los 20 despoblados de las Serranías de Guadalajara, por expropiación o abandono, sobre los que trata este libro: Alcorlo, El Atance, Bujalcayado, Las Cabezadas, Fraguas, La Iruela, Jócar, Matallana, Matas, Querencia, Robredarcas, Romerosa, Sacedoncillo, Santotis, Tobes, Umbralejo, El Vado, La Vereda, La Vihuela -de cuyo capítulo me he encargado yo por tener vínculos familiares con Colmenar de la Sierra, del que era anejo- y Villacadima. Como el propio título de la obra indica, la mayoría de ellos se despoblaron porque sus últimos habitantes marcharon del pueblo para fijar su residencia permanente en otro lugar, si bien unos cuantos fueron forzados a la despoblación por expropiación, siendo los casos más evidentes los de los pueblos que anegaron embalses: Alcorlo (en 1982), El Atance (en 1998) y El Vado (en 1954); como es sabido, en la comarca de la Alcarria, otros dos pueblos fueron cubiertos por las aguas, en este caso del embalse de Buendía: Santa María de Poyos y La Isabela (en 1956), con su balneario real y todo. También fueron varios los pueblos despoblados y expropiados de las Serranías para realizar en ellos una reforestación, generalmente de pinos, cuando las políticas de ordenación del territorio estaban por la labor de la “pinarización” de montes -permítaseme la expresión- y, sobre todo, por reducir al máximo el número de pueblos pequeños por ser “inviables” para la administración. En unos casos se expropió para reforestar y en otros se reforestó después de la despoblación, entre otros motivos para que no pudieran regresar a sus casas quienes las habían abandonado, aunque en algunos casos continuaran siendo sus legítimos propietarios. Entre el hecho de que muchas gentes marchaban de los pueblos a la ciudad en busca de trabajo y una mayor y mejor calidad de vida y los empujones que la administración dio a no pocos para que fueran despoblados, la España de interior, en aquellos años que precedieron y siguieron al llamado “desarrollismo”, más que vaciarse, se desangró. No olvidemos que quienes se iban de sus lugares de arraigo no eran objetos, ni siquiera animales, sino personas de carne y hueso, aunque aquella no pasara de enjuta y éstos estuvieran molidos de tanto trabajar para apenas sobrevivir. A este respecto, yo mismo puedo aportar un testimonio personal de excepción: Cuando era un joven que quería ser periodista en la impagable escuela del recordado semanario “Flores y Abejas”, fui testigo de excepción, junto con mi compañero y amigo fotógrafo, Luis Barra, del momento en el que se produjo la despoblación efectiva de Alcorlo, el 29 de enero de 1982. Ese día, la Confederación Hidrográfica del Tajo demolió el pueblo con palas excavadoras para forzar a sus últimos 30 residentes a que se marcharan de él, una vez que les habían expropiado las fincas urbanas y rústicas que iba a anegar el embalse que tomaría su nombre y cuyas aguas ya llegaban a las casas más cercanas al río Bornova. Como contaba en mi crónica de aquel día, Alcorlo parecía víctima de un terremoto, mientras sus últimas gentes lloraban lágrimas secas porque de las húmedas ya no les quedaban, y se sentían, literalmente, víctimas de un “avasallamiento” -este fue el término exacto utilizado por un vecino para definir la situación-, por muy legal que fuera. Termino esta entrada con las palabras con las que cerré la columna que, complementando la información, publiqué sobre aquel momento en que moría un pueblo por aplastamiento y a sus gentes se les hacía jirones el alma: “La muerte, esa tarde del 29 de enero, parecía ser la constante que deambulaba por Alcorlo. Un viento frío, helado, un viento soberbio y con guadaña nos despedía de allí ya al anochecer. Descanse en paz Alcorlo”.

Memorias del pan y quesillo

               Fue el autor de “Cartas a un joven poeta”, el gran poeta austriaco de cuna checa, Rilke, quien afirmó que “la verdadera patria de los hombres es la infancia”. Puede que a más de uno le parezca que esta aseveración es pura retórica y que las auténticas patrias son un poco de geografía, bastante de historia y mucho de sentimientos. Como suele ocurrir con casi todo en esta vida, la perspectiva desde la que se vean las cosas y las circunstancias que las condicionan son las principales variables a tener en cuenta para acercarnos a la verdad, que además no suele ser única y ay si lo fuere… Lo que sí tengo cada vez más claro, cuanto más mayor me hago, es que la definición de patria de Rilke no es solo retórica, sino que se acerca mucho a la verdad cuando a aquella la desprendemos de banderas y la contemplamos desnuda. La desnudez de las cosas es su verdadera esencia, aunque su presencia pueda parecernos impúdica. En todo caso, no quiero patrias moradas que empiezan en Vallecas y acaban en Galapagar, ni patrias verdes que de tanto gritar se quedan sin voz, ni patrias naranjas en constante almoneda, ni patrias rojas poliédricas y asimétricas, ni patrias azules tibias y laxas. Mientras el arco iris de la procelosa política española actual se aclara y deja de dar síntomas de daltonismo y otros “ismos” no solo cromáticos, militaré en el partido de Rilke y afirmaré que mi verdadera patria es la infancia y, por ello, hoy mi patria es mi nieto, Darío, con su cara de sol, su sonrisa de luna, sus ojos de mar y su nombre de poeta.

Pan y quesillo.

               En tanto Darío vive en su patria infantil, yo estoy reviviendo con él la mía de la niñez. Un tiempo que, todos los veranos, lo viví en Taracena, el pueblo de mi madre y, por ello, también el mío. Ya lo he dicho otras veces y no me cansaré de repetirlo: tengo la suerte de tener una ciudad, Guadalajara, y un pueblo, Taracena, que, además, forman parte de una unidad urbana, aunque medie algo de campo -cada vez menos- entre ellas.

               En este tiempo del entorno del solsticio de verano, recogidas ya las notas del colegio y guardados los libros del curso recién acabado en el viejo arcón del comedor decorado con una damajuana sobre paño de terciopelo, Taracena eran mi destino y mi patria. Mi abuela, Felicidad, y mi tía, Esperanza -¡qué bonitas personas y qué bellos nombres!-, me esperaban con los brazos abiertos y a los que yo acudía presto para fundirme con ellas con una sonrisa por bandera. La sonrisa es la bandera de la verdadera patria que es la infancia. Entre el solsticio de junio, San Juan y San Pedro, la Taracena de los años sesenta era ya un continuo trasegar de los últimos segadores manuales y las primeras cosechadoras. En las eras de pan llevar, aún se trillaba a la antigua, con el trillo y una mula o un tractor tirando de él para separar el grano de la paja, a lo que seguía el aventado manual a pala o mecánico con las aventadoras marca “Ajuria”, de Vitoria. Los chiquillos teníamos en las eras un territorio de nuestra patria al que acudíamos cada mañana para ver faenar, pero, sobre todo, para ver si nos daban algo de bola y nos subían un rato al trillo para hacer de lastre y ayudar a las piedras de Cantalejo a hacer su trabajo de separación. En nuestra patria infantil, la única independencia que nos ponía a todos de acuerdo era la del grano y la paja, su república debía acabar en las eras y cada uno debía salir de allí por su lado; el cereal al granero, y la paja, a la cuadra. El precio que pagábamos por aquella secesión ritual era el tamo, el picajoso polvo que se levanta al aventar y que se pega a la piel como un objeto metálico a un imán.

               El principio del verano de aquellos años en que el hombre aún no había llegado a la luna, o acababa de hacerlo, y en los que todavía estaban prietas las filas, había nieve en las montañas, incluso en verano, y siempre se estaba cara al sol, además de sus imágenes, tiene sus sonidos, el trisado de las golondrinas y el chillido de los vencejos haciendo acrobacias en el cielo, y sabores, al chocolate, la nata bigotera resultante de cocer la leche, el vino recio con azúcar y el pan candeal tierno de las meriendas. También saben a las plantas silvestres que, entonces, buscábamos de forma casi ceremonial y que nos comíamos como si de auténticos manjares se tratase, simplemente porque la naturaleza nos los servía en bandeja y solo debíamos tomarlos, incluso aunque tuvieran un punto de toxicidad, como el pan y quesillo, la flor blanca con sépalos marrones de la falsa acacia que tenía un sabor dulzón y un olor intenso y agradable. Tampoco hacíamos asco, precisamente, sino todo lo contrario, a los cardillos y hasta a los cardos borriqueros, que, tras sus agudos y amenazantes pinchos, ofrecían unos comestibles y sabrosos nervios centrales y peciolos a los que se accedía tras ser cuidadosamente pelados, eliminándose las partes verdes de la hoja. También buscábamos las penúltimas collejas por los ribazos de los caminos y que en casa eran apreciadas para, tras ser cocidas, hacerse una rica tortilla con ellas, aunque su principal aprovechamiento al romper la primavera era suavizar con verde los potajes de Semana Santa. Igualmente buscábamos acederas e, incluso, achicoria, cuyas hojas acababan también en pucheros, ensaladas o tortillas. En la primavera postrera y el primer verano, competíamos con los grajos por comernos las cerezas que había en la zona de huertos del camino de Enmedio, mientras que, ya avanzado el estío, nos dábamos algún que otro atracón, pagado a veces a precio de retortijón, en los frutales de la vega del arroyo de Santana donde nos esperaban sabrosas ciruelas, peras y albaricoques que, aunque tenían dueño, confiscábamos sin rubor en nuestra república infantil. Las moras silvestres, también avanzado el verano, nos esperaban entre zarzales que se cobraban en agudos pinchazos y rasponazos nuestra osada cosecha. Había hasta quien se comía los berros que salían al amor del agua clara y fresca de la Fuente Vieja, abrevaderos de mulas y criaderos de renacuajos, proyectos de ranas, como nosotros de hombres.

               Mi geografía de verano de la infancia es Taracena; mi historia, la de mis aventuras y correrías con mis amigos del pueblo, y mis sentimientos, los del afecto que se guarda al lugar y a las personas con los que has compartido tu verdadera patria.   

San José Bono y el beato Emiliano

               Los lunes, al sol o a la sombra, suelen ser bastante pestosos. Después del tiempo de asueto, de las licencias que otorga lo festivo y de las opciones de ocio, activo o no, que nos ofrecen los fines de semana, los lunes se nos pegan las sábanas al cuerpo como el picajoso tamo a la piel del segador, las legañas pelean a brazo partido hasta con el agua de la ducha y la modorra no se despereza hasta bien entrada la mañana. Hoy, cuando escribo esta entrada, es un lunes atípico porque es festivo por lo civil: el Día de Castilla-La Mancha. Yo a esta jornada siempre la llamé irónicamente “San José Bono” –entiéndanse esta expresión y la parecida que después vendrá en tono irónico, pero jamás faltón ni insultante-,  porque sabido es que el político socialista de Salobre fue durante un montón de años el carismático presidente de esta región hasta el punto de lograr que la institución que gobernaba y su persona fueran casi una misma cosa, retroalimentándose ambas sin solución de continuidad. Si seguimos esa lógica, ahora celebramos “San Emiliano García Page”, aunque cierto es que el actual presidente, pese a tener en Bono su mentor desde bien joven y haber heredado de él su populismo irredento, aún le quedan congreso de los diputados que presidir, ministerio que dirigir y muchas hípicas toledanas y no pocos negocios en Centroamérica que acometer para compartir escalón y escalafón con él en el “santoral” político. Dejémoslo entonces en que hoy se celebra el “Beato Emiliano García Page”. El actual presidente regional, pese a llevar tantos años en política como vida laboral acumula, aún es joven para alcanzar algún día la santidad por lo civil de Bono e, incluso, superarla en “milagros”. Camino va de ello porque, pese a ser el primer presidente regional que llevó a Podemos a un gobierno autonómico, antes de acabar ese mismo mandato ya había pactado el siguiente con Ciudadanos, aunque luego le sobraron votos a él y les faltaron a los naranjas. Soplar y absorber a la vez no es solo cosa de gallegos, visto lo visto con Page, en Toledo también es posible, no sé si por el aire límpido de los cigarrales o por el agua contaminada del Tajo.

               Cuando se celebraba “San José Bono” con toda su intensidad, hace ya de ello varios lustros, los Días de Castilla-La Mancha eran de fastos –con “f” y con “g”- de verdad. Solo se parecían a los de ahora en la propaganda política que está detrás de ellos y en que su celebración rota entre las cinco capitales de provincia de la región, entrando también en esa rotación algún que otro “poblachón” manchego. Que nadie entienda este adjetivo como despectivo; el mismísimo Paco Umbral llamaba así a Madrid, siguiendo la estela del gran Azorín, el literato de los ojos mediterráneos y el corazón castellano. Aquellos días de fastos y gastos ordenados por Bono tenían por objetivo consolidar una región que aún andaba en pañales y cuya historia no había nacido precisamente en la noche de los tiempos, sino en una tarde en el Senado, a finales de los años setenta del siglo pasado. Fue entonces cuando la parieron algunos senadores –tengo un amigo que les llama “cenadores”- de las provincias dela vieja Castilla-La Nueva, excluidos los de Madrid porque era una provincia con mucha población y que acogotaría a las demás, aunque sumados los de Albacete, que no querían ser la cola del ratón murciano y preferían ser la cabeza del mur castellano-manchego. Aquellos primeros “días” de la entonces naciente Castilla-La Mancha eran jornadas de autobuses y bocadillos con gentes en diáspora y de un lado a otro para hacer bulto y bullicio, auténticos “extras” de la película festiva regional con un tic “berlanguiano” que se montaba cada año para hacer región al precio que fuera. Cantes y bailes al más puro estilo de los coros y danzas de la Sección Femenina de Pilar Franco, actos y discursos oficiales, meriendas y limonadas con vales, actuaciones musicales de relumbrón en la tarde-noche y fuegos artificiales fin de fiesta solían vertebrar aquellos “días” en que “San José Bono” era mucho más que un presidente regional y bastante más que un simple “barón” socialista. Era un político tan supuestamente cercano y del pueblo que, como cualquier hijo de vecino, siempre se cambiaba de camisa las veces que hiciera falta por padecer hiperhidrosis y no tenía inconveniente en regalar su propio reloj a cualquier paisano. Eso sí, en cuanto se quitaba uno para obsequiarlo, el “Chunda” de turno –con este nombre era conocido su jefe de prensa y asesor “áulico”- le volvía a poner otro igual en la muñeca para repetir escena con el siguiente paisano. Y no hablo de oídas.

               Con el “Beato Emiliano” los días de Castilla-La Mancha son más contenidos, dinámica en la que ya los situaron sus predecesores, José María Barreda y Dolores Cospedal, a quienes no elevo a los “altares” de la política regional por dos motivos bien diferentes: al primero, por su grisura e irresponsabilidad al gastarse mucho más de lo que tenía, y a la segunda por ejercer su cargo a tiempo parcial y con un gobierno mediocre que jamás conectó con el electorado, siendo solo excusa de mal pagadora la pésima herencia económica recibida. Este año, el Día de Castilla-La Mancha se celebra en Guadalajara, pero va a limitarse a un acto institucional en el Buero Vallejo en el que, alternándose con algunas actuaciones musicales y proyecciones de vídeos, se va a entregar una larga nómina de premios y reconocimientos. Recibirán sus galardones hoy en la capital alcarreña, desde 30 asociaciones e instituciones por su trabajo durante la pandemia de covid-19 –he echado de menos en esta relación a los fabricantes de féretros, y ahora sí que lo digo con toda la ironía del mundo-, a Manolo “el del Bombo” que, aunque tiene o tenía un bar en Valencia, resulta que es de un pueblo de Ciudad Real. Como el entrañable forofo de la selección, esta región sigue con la boina puesta que, por sí mismo, no comporta desdoro alguno, el problema es cuando se cala hasta los ojos.

La consagración de la primavera

(Estuviste con Kaka de Luxe pero no te oí cantar rock)

Imagino que muchos habrán pensado al leer el titular de esta entrada que hoy la cosa va de música clásica, de Stravinsky en concreto, autor de “La consagración de la primavera”, un extraordinario concierto orquestal que el gran músico ruso compuso en 1913 para ballet. Junto a “La Primavera” de “Las Cuatro Estaciones”, de Vivaldi, compuesta dos siglos antes, son dos de las grandes piezas clásicas que ponen música a este tiempo en el que la vida se despereza después del invierno y cambia blancos de nieve y grises de cielos nubosos por la paleta de colores más amplia posible que es la que nos ofrece la naturaleza mientras camina del equinoccio de marzo al solsticio de junio. Supongo que también muchos, puede que casi todos, al ver la foto que acompaña este texto sin comenzar a leerlo, habrán corroborado la suposición a la que ya les invitaba el titular y pensado que sí, efectivamente, hoy tocaba hablar de flores y de campo en esta primavera ya consagrada de mediados de mayo. Verdad es que el geranio que se ha colado en el primer plano de la imagen, protagonizándola y condicionándola, propone ese pensamiento pues su rojo vibrante parece el iris de un gran ojo que estuviera fijando la mirada en ese horizonte infinito de verdes, azules y ocres que conforman la Alcarria, la Campiña y las Serranías vistas desde el Clavín en una tarde de sol y nubes de mayo. La inconfundible silueta al fondo del padre Ocejón, la montaña mágica de las majadas del rayo, los campillos de ranas y el valle verde de los mil y un arroyos es el mejor telón de fondo posible para esta primavera ya consagrada en las guadalajaras. Como el pico del Águila, el monte/jamba geminado con la peña Hueva, es también puerta de la Alcarria que tiene el cielo por dintel y al que el iris/geranio del Clavín ve a su derecha como si de una fuga de líneas de nervaturas de margas y calizas se tratara. Es la “tierra color tierra” a la que le salió un “sarpullido”, según escribió Cela cuando pasó por Taracena en su “Viaje a la Alcarria”. Ciertamente, el verdadero color de la Alcarria es el de la tierra.

Pero no, “Mari Pili, no, no, no” -como cantaban los “Ejecutivos agresivos” en 1980-, el post de hoy no va de ese tipo de primaveras coloristas, térreas y florales, ni de esa forma de consagración, va de la primavera musical que supuso la llamada “movida madrileña”, vivida hace ya cuarenta años y que, pese a nacer a finales de los setenta, fue a principios de los ochenta cuando se consagró. El subtítulo de este artículo -tomado de la letra de “Divina”, un temazo de T-Rex versionado por Radio Futura, grupo icónico de aquel tiempo y dedicado a Olvido Gara (Alaska)- apunta en la buena dirección.

Pie de foto: La primavera consagrada en Guadalajara vista desde El Clavín. Foto: Rafael Alba Jiménez.

Ciertamente, aquella verdadera primavera musical -también lo fue política, social y cultural en el más amplio sentido de la palabra- llegada con la recién estrenada democracia y que fue la movida, vivió hace 40 años su auténtica consagración. Este movimiento musical tuvo uno de sus antecedentes más directos en Burning, grupo setentero que transitó los caminos del rock hasta cruzarse con un pop muy fresco y vacilón en “¿Qué hace una chica como tu en un sitio como este?” (1978),banda sonora de la película homónima de Fernando Colomo. Hay quien excluye a este grupo de La Elipa de la verdadera movida, pero como decía la gente de Kaka de Luxelos Burning fueron los primeros que se pusieron medias, pelucas rubias y gafas negras”, complementos que muchos grupos de ese tiempo asumieron para sus puestas en escena.  Precisamente Kaka de Luxe (o sea, Fernando Márquez “El Zurdo”, Manolo Campoamor, Carlos Berlanga, Enrique Sierra, Olvido Gara -auténtica “musa” de la movida- y Nacho Canut) fue la banda a la que casi todos consideran la verdadera iniciadora y referente de la movida. Solo duró dos años (1977 y 1978), pero marcó tendencia y fue un auténtico grupo nodriza ya que de él surgieron otros muy importantes de aquella etapa: Paraíso (El Zurdo), Alaska y los Pegamoides (Olvido Gara, Campoamor y Canut, más Eduardo Benavente y Ana Curra) refundado después en Alaska y Dinarama (Olvido, Canut y Carlos Berlanga, que estuvo en la última etapa de los Pegamoides, pero sobre todo ya en Dinarama) o Radio Futura (Enrique Sierra).

La movida tuvo su referente musical en Inglaterra, de donde surgieron en los años setenta diversas corrientes que influyeron decisivamente en el panorama mundial y sobremanera en el español. La movida transitó entre el rock y el pop, si bien fue más popera que rockera por influencia de “the new wave” británica, la nueva ola que encumbró a grupos como Pet Shop Boys, Duran Duran, OMD, Modern Talking, The Jam, The Simths, Eurythmics… y algunos subgéneros surgidos de ella, especialmente “the new romantics” (Adam and the Ants o Alphaville), aunque también del renacido ská (The Specials, Madness) e, incluso, del reggae que tanto influyó en un grupo mítico como es The Police. En España, algunas de las bandas que hicieron ská fueron “Ska-P” y los ya citados “Ejecutivos agresivos” del “Mari Pili, no, no no”. El pop suave, casi barbilampiño y adolescente de la movida, convivió con un rock antisistema y de pelo en pecho como escarpias, como el punk, que había nacido también en Inglaterra mediados los años 70, con Sex Pistols como principal referente. En España, uno de los grupos punks más echados al monte con sus letras no fue madrileño, sino catalán, la “Banda trapera del río”, nacido, como el propio punk, cuando la movida aún estaba en gestación.

Como decíamos, hace ya 40 años que se consagró aquella primavera musical que fue la movida pues entre 1980 y 1981 se grabaron temas míticos como “La chica de ayer” (Nacha Pop, 1980), “Horror en el hipermercado” (Alaska y los Pegamoides, 1980), “Hoy no me puedo levantar” (Mecano, 1981) o “Déjame” (Los Secretos, 1981). Precisamente en este último tema y en los primeros años de este último grupo, está notoriamente presente una de las mejores baterías del pop-rock español de todos los tiempos, la del guadalajareño Pedro Antonio Díaz, lamentablemente fallecido en accidente de tráfico en 1984. Juan Luis Ambite, otro guadalajareño -mucho menos músico que “Pedrito, el Pelirrojo”, como era conocido Díaz, pero muy pintón y hasta personaje almodovariano, como la mismísima Alaska-, también formó parte de la movida como bajista de “Los Pistones”, el grupo al que se unió en 1981 y cuyo tema más conocido fue “El pistolero” (1983). La movida fue mi movida y la viví en vivo y en directo cuando estudiaba periodismo en Madrid. Y es que “caí enamorado de la moda juvenil”, como decía otro tema legendario de Radio Futura grabado en 1980.

Dulce soledad

               La importancia de los nombres -llamarse Ernesto, por ejemplo, en la obra teatral de Oscar Wilde– no es precisamente baladí. Un nombre ha de definir de la forma más certera posible a la persona, animal, vegetal o cosa que pretende nominar, pero si no lo hace, no pasa nada, siempre y cuando el apelativo sea sonoro, como decía Cervantes; si, además de sonoro, es bello, miel sobre hojuelas. Los límites para poner nombres a las personas los fija el artículo 51 de la vigente Ley del Registro Civil, que solo prohíbe “nombres que sean contrarios a la dignidad de la persona” o “los que hagan confusa la identificación”. De todas formas, los jueces que tienen ahora a su cargo los registros civiles, además de aplicar e interpretar desde su aprobación en 2011 una ley mucho menos limitativa que las anteriores, son bastante más permisivos que sus predecesores. Recuerdo al gran profesor de literatura del nuevo Brianda -el Liceo Caracense siempre será para mí el viejo Brianda-, poeta y amigo, Fernando Borlán, defendiendo en un artículo ingenioso, con algunos momentos realmente magistrales, que unos padres pudieran poner a su hija el nombre de Sandra porque la juez responsable del registro civil se lo había denegado al entender que era un diminutivo de Casandra. En España, según el INE, hay en la actualidad casi 100.000 mujeres que se llaman Sandra; si hubiera sido por aquella juez que pasó por Guadalajara silbando y cortando como el viento por un desfiladero, o se llamaban todas Casandra, o de Sandras, ni hablar. Como se preguntaba Borlán al concluir su artículo ¿quién iba a mandar entonces rosas a Sandra cuando se marchara de la ciudad? según cantaba Sabú Martínez en los años setenta.

El mundo de los nombres es realmente amplio y complejo y va desde la anonimia -es decir, desde lo innombrado- hasta la polionomasia -una palabreja que ni siquiera está en el diccionario de la RAE, que inventó el filólogo Leo Spitzer y viene a significar una multiplicación de nombres para un mismo ser u objeto-, pasando por la nombradía -fama o reputación-. El Quijote es un proverbial campo para el estudio de los nombres, hasta el punto de que Pedro Ruiz Pérez, precisamente, ha realizado uno titulado “Anonimia, polionomasia y nombradía en Don Quijote y Cervantes” que les recomiendo leer por su interés y accesibilidad pues está en línea; eso sí, tengan un diccionario a mano, aunque sea el virtual de la RAE.

               El mundo del comercio ha sido siempre un terreno fértil para el nominalismo más imaginativo y expresivo pues la primera carta de presentación de un negocio es su nombre. Sin salir de Guadalajara, recuerdo una peluquería que se llamaba “La Higiénica” -la cita Ramón Hernández en su novela “El ayer perdido”, clave para conocer la ciudad de posguerra-, una tienda de ropa que se hacía llamar “La tijera de oro” -situada en la calle Mayor, esquina a Antonio del Rincón-, un colmado o venta de ultramarinos que con su nombre, “La Precisa”, presumía de que sus balanzas eran muy de fiar, o una imprenta que se llamaba “Gütenberg”, situada en la calle Miguel Fluiters y en la que media Guadalajara nos hicimos los recordatorios de primera comunión o las invitaciones de boda. También recuerdo con especial regusto “El buen gusto”, una tienda de ultramarinos y caramelos que había en la entrada de la calle Mayor, esquina a Santo Domingo, o “El arca de Noé”, otro colmado, en esta ocasión situado a mitad de la Carrera. Del “Maragato”, la pescadería que había en la calle Mayor que hacía ya esquina con el tramo de soportales de la plaza del ayuntamiento que enfilaba hacia la Cuesta del Reloj, recuerdo los barriles de arenques que parecían guiñar sus pequeños y adiposos ojos al viandante.

Peral de la Dulzura

               Un sector comercial que ahora apenas está representado en la Guadalajara de casi 90.000 habitantes pero que, en su día, en la de poco más de 15.000 llegó a concentrar hasta siete negocios solo en la calle Mayor, es el de las confiterías. Algunas de ellas con nombres tan sugerentes como “La Flor y Nata” -su cierre, en noviembre de 2018, me supo a hiel, como sus dulces siempre me supieron a miel-, “Casa Guajardo” -creo recordar que fundada en 1887 y de los mismos propietarios, los hermanos Hernando-, “La Favorita” -nombre ahora recuperado como bar cafetería en lo que anteriormente fue otra confitería, “Campoamor”- o “La Mallorquina”, de la que siempre recuerdo a su orondo dueño en la puerta, con su pelo y su delantal blancos. “Dulce soledad” fue la razón comercial de una confitería, también propiedad de los hermanos Hernando, que da título a este artículo y que apenas pervivió unos años; su nombre, al menos para mí, roza la perfección por su lirismo, al tiempo que pragmatismo, dos circunstancias muy difíciles de conjugar: dulce soledad es en sí mismo un verso pentasílabo con el que arrancar o cerrar un romancillo, al tiempo que define el objeto del negocio -dulcería- y la calle donde estaba situado -Virgen de la Soledad-. Si Luis y Rubén Hernando me hubieran pedido que les sugiriera un nombre para esa confitería, de haberme dado la imaginación para ello, sin duda hubiera optado por “Dulce soledad”.

               Termino ya esta entrada con un dulce que no es comestible y que, por tanto, es apto al tiempo para golosos sin problemas de glúcidos como para diabéticos. Se trata del Peral de la Dulzura -en la imagen superior-, la bella ermita mariana situada en la confluencia de la carretera que sube por el valle del San Andrés, la GU-932, con la que desde Budia lleva a Brihuega, la GU-902. Desde que, siendo un joven aún con acné, fui allí por primera vez con José Ramón López de los Mozos a estudiar sus exvotos, el Peral de la Dulzura es un nombre y un lugar que me cautivaron. Tradición, devoción, historia, piedra y naturaleza unidas para regalar unas largas y detenidas mirada y estancia mientras el aire limpio y puro de la Alcarria hinche nuestros pulmones, incluso filtrado por mascarillas. Allí se matan como en pocos sitios el gusanillo de la curiosidad y el virus del tedio, o sea, el tedioso virus.

Villalar, provincia de Guadalajara

                              El 23 de abril de 2021, quinto centenario del fin traumático comunero en Villalar, se conmemora una de las efemérides más importantes de la historia de Castilla, la tierra con más historia e historias que conmemorar de las Españas -en el concepto orteguiano de unidad al tiempo que de diversidad, aunque sea invertebrada-, pero que no tiene una comunidad autónoma, ni nacionalidad, ni región propia, sino que está dividida en cinco desde que se desarrollara el proceso autonómico tras la Constitución de 1978. Así, hay una gran parte de Castilla en Castilla y León, otra en Castilla-La Mancha, pocos pueden dudar de la castellanidad de La Rioja pues allí nació el idioma castellano, Madrid es indubitadamente castellana y Cantabria fue la cuna y el origen de Castilla y siempre su montaña y su mar, aunque ahora muchos “cantabrones” renieguen de ello, incluso en la Universidad de Cantabria, ¿verdad, Juan Pablo Mañueco? No le pregunto esto retóricamente a mi compañero de blogs en GD, gran profesor de literatura, historiador y prolífico y sesudo escritor; lo hago porque él mismo me dio un dato que me dejó estupefacto: su buen libro, “Breve historia de Castilla”, ha sido rechazado por la biblioteca de la Universidad de Cantabria porque defiende la tesis de que en esa tierra nació Castilla y por ende es castellana. Yo creía que universidad tenía su etimología en universalidad, no en tribu o caverna…  

                              El movimiento comunero, quinientos años después de su eclosión y aplastamiento -no de otra manera se puede llamar a lo que el poderoso ejército realista de Carlos V hizo con él, apoyado por los “grandes” de Castilla-, sigue siendo objeto de un amplio debate historiográfico. Se conocen sus causas -fundamentalmente el “extranjerismo” del rey, sus ansias imperialistas, menospreciando la corona castellana y ausentándose con frecuencia de Castilla, y su voracidad recaudatoria-, también sus consecuencias -el ajusticiamiento de los cabecillas comuneros en Villalar el 24 de abril de 1521, poniendo fin sin contemplaciones a la revuelta-, pero hay distintas interpretaciones sobre lo que representó, así como su interpretación y relevancia históricas. Hay quienes defienden, como los materialistas históricos, que el comunero fue un movimiento eminentemente social y de clases populares en lucha contra las poderosas. Otros sostienen que la de las comunidades fue la primera revolución burguesa y que cabe interpretarla como un conflicto de intereses, muy cerca de las tesis socialdemócratas cuando éstas dieron por superadas las marxistas. No pocos consideran que, en realidad, la revuelta comunera es un claro antecedente revolucionario de corte liberal, pues por primera vez se puede hablar del término ciudadano en contraposición del de súbdito, algo que no quedará definitivamente resuelto hasta el fin del antiguo régimen que trajeron la ilustración y la revolución francesa a finales del XVIII. Finalmente, hay una tendencia historiográfica que concibe al movimiento comunero como algo de carácter retrógrado y que en el fondo es puro nacionalismo, que se niega a aceptar la modernidad que, con sus consejeros extranjeros y a pesar de otros pesares, trae a España el rey nacido en Gante. La historiografía y los historiadores seguirán estudiando y posicionándose al respecto, pero lo innegable de este movimiento es que tuvo un carácter urbano, al nacer en las ciudades, y que, frente a los tutelantes regimientos y corregimientos, pretendió gobernarse en comunidades, de ahí su nombre, con evidente método asambleario. También es indudable que, aunque participaron en él bajos y no tan bajos nobles -un ejemplo paradigmático de ello es la mujer del mismísimo Padilla, María María López de Mendoza y Pacheco, hija de don Íñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla y primer marqués de Mondéjar-, tuvo una naturaleza eminentemente popular, algo que se demuestra al conocer las profesiones de tres de los cabecillas comuneros de Guadalajara: Diego de Medina -albañil solador-, “Gigante” -albardero- y Pedro de Coca -carpintero-. También hubo comuneros letrados y emparentados con los Mendoza en la capital alcarreña, como Francisco de Medina, padre del historiador Francisco de Medina y Mendoza.

               En el limitado espacio de este blog no podemos extendernos más en mirar hacia atrás. Miremos, pues, hacia delante: ¿Cómo se va a conmemorar en Guadalajara y en Castilla-La Mancha el V centenario de Villalar? Pues oficialmente solo tenemos noticias de que, si se cumple la moción que se aprobó en el Ayuntamiento de la capital en enero de 2020, presentada por Unidas Podemos, en la plaza del Concejo se instalará algún tipo de recuerdo a los comuneros locales y se hará alguna referencia a los hechos que tuvieron lugar aquí durante su rebelión. El lugar es idóneo, pues en el atrio de la iglesia de San Gil solían reunirse los comuneros, al igual que lo hacía históricamente el común en concejo, de ahí el nombre de la plaza. Por otra parte, allí mismo ha convocado el Partido Castellano – Tierra Comunera (PCAS), el 23 de abril, a las siete de la tarde, un homenaje en recuerdo a los comuneros de Guadalajara; al día siguiente, a las cinco, el PCAS también ha convocado en la Plaza de España, en Atienza, un acto similar. Recordemos que Juan Bravo, el cabecilla de la revuelta en Segovia y uno de los tres principales líderes comuneros, junto a Padilla y Maldonado, ajusticiados en Villalar, nació en la histórica villa atencina. Si toda la actividad municipal en este quinto centenario se va a limitar a cumplir la moción de UP, me parece muy poco proporcionada respecto a la relevancia de la efeméride y la trascendencia que ésta tuvo en nuestra ciudad.

En lo que respecta a Castilla-La Mancha -recordemos que Padilla era toledano y que su mujer, apodada “María la Brava” por su coraje, mantuvo allí la revuelta y la llama comunera tras Villalar durante diez meses-, el lunes, 19 de abril, se daban inicio a los trabajos para programar los actos del V Centenario de la rebelión de las Comunidades de Castilla en un acto que contó con la presencia del presidente de Castilla-La Mancha, Emiliano García-Page, y al que se invitó al Presidente de la Asamblea Legislativa de Castilla y león, Luis Fuentes. Será la Real Fundación de Toledo la que asesore a la Junta para contribuir a la programación de esta efeméride. Confío en que no solo se le de el acento toledano a esta programación, teóricamente regional, pues Guadalajara tuvo una participación y un peso específicos tan notorios en el movimiento comunero que habrían de ser debidamente tratados y reconocidos. Lo que sí me ha agradado es que se haya invitado al acto al presidente del parlamento de Castilla y León. Aunque Castilla esté ahora subsumida en cinco realidades autonómicas distintas, va en buena línea que se trabajen entre ellas, de forma conjunta, asuntos castellanos. Aunque el artículo 145.1 de la C.E. determine que “en ningún caso se admitirá la federación de Comunidades Autónomas”, es absolutamente necesaria y aconsejable la colaboración e interrelación frecuente entre las comunidades castellanas. Villalar está hoy en Valladolid, Castilla y León, por tanto, pero siempre será un hito castellano y, por ello, nunca dejará de ser también provincia de Guadalajara.

  Termino ya diciendo que en esta región siempre se ha cargado mucho el acento hacia lo manchego, en detrimento de lo castellano, un error de bulto porque una parte menuda no puede eclipsar una realidad enorme, ni la geografía puede soslayar la historia; además, a Guadalajara se le ha dejado en una posición muy incómoda pues ésta es la única de las cinco provincias de Castilla-La Mancha que no tiene un milímetro cuadrado de comarca manchega y, por esta causa, ni puede tener sentimiento de pertenencia a ella ni  afección a una región que, además de artificial, ejerce en demasía el mancheguismo militante.

¡Viva Guadalajara castellana!

Semana Santa claustral

               El año pasado, por primera vez desde 1939, no hubo actos de religiosidad popular en la Semana Santa de Guadalajara, en este caso por causa de la pandemia; en aquel, porque la Guerra Civil acababa de terminar -concluyó el 1 de abril y el 2 fue Domingo de Ramos- y no andaba la cosa precisamente para procesiones. Tampoco había santos con los que procesionar porque la mayor parte de los que procesionaban en Semana Santa en Guadalajara se quemaron en y con la ermita de la Soledad, donde tradicionalmente se guardaban, pocos días después de comenzar aquella fratricida contienda. En 2021, aunque no ha habido procesiones como en 2020, al menos sí que se han celebrado cultos en el interior de las iglesias, si bien con limitación de aforo y medidas especiales. Las cinco cofradías y las dos hermandades de Semana Santa de la ciudad, pese a no poder procesionar, que es el eje central de su actividad anual, han instalado y ornado las imágenes de sus pasos en sus respectivas sedes canónicas para poder ser contempladas y veneradas con el mayor realce posible. Hemos vivido, pues, una Semana Santa que podríamos llamar claustral.

Cristo de la Pasión entre las sombras.

Así, el Nazareno y la Soledad han llenado de compunción y lágrimas el templo barroco jesuítico de San Nicolás; Él, camino del calvario -la suma inocencia al patíbulo, ¡qué contrasentido! -, Ella, a su lado, siempre a su lado, con el luto en el manto y en el corazón, al tiempo que en los ojos las lágrimas superlativas e inconsolables de todas las madres que han llorado la muerte de un hijo.

En San Ginés, el Cristo del Amor y de la Paz – ¿puede haber un Cristo con un nombre más bello? -, cansado de la ignominia de la cruz enhiesta, pero aún clavado a ella, se acostó a los pies del altar de la vieja iglesia dominica, sobre paño de terciopelo enlutado, rodeado de claveles rojos, símbolo de su sangre derramada por todos, y de velones que anticipaban la luz de su Resurrección y de la vida que no acaba. El bellísimo Cristo de Capuz no estaba muerto, pese a parecerlo clavado a la cruz, tener las rodillas quebradas, las manos y los pies remachados al madero y manar sangre y agua de su costado traspasado por el centurión Longinos. Pero no estaba muerto, dormía, esperaba, quizás soñaba.

En la concatedral, con su indisimulada fábrica mudéjar y su retablo manierista, suma de tiempos y de estilos entre el XIV y el XVII, María Magdalena, María la de Cleofás, el apóstol y evangelista Juan y la Virgen de los Dolores lloraban sin consuelo a los pies de la cruz de Cristo, la sacrosanta cruz de madero rugoso, hiriente y retorcido en la que murió la vida para renacer como el brote de la semilla enterrada. La Dolorosa de Santa María, con su atavío hebreo, es una mujer de su tiempo que tiene traspasado su corazón por los mismos clavos y la misma lanza que traspasaron los pies, las manos y el costado de Cristo. No hay mayor dolor que el de una madre cuando ve sufrir a su hijo. No debe haberlo. Descendido ya de la cruz, muerto en esperanza, dormido, Cristo yace en el santo sepulcro también en Santa María; velan su sueño los apóstoles, rotos de dolor por la muerte del maestro y el amigo que les habló de una resurrección en la que no creerán hasta meter el dedo en sus llagas. Tomás somos todos, aunque fue a él a quien le tocó meter su dedo por todos nosotros. No hay esperanza sin fe y aquel dedo del “dídimo”, del “mellizo”, sobrenombres de Tomás, fue el que nos indicó a todos el camino a seguir en la encrucijada de la vida.

En Santiago, donde el gótico, el mudéjar y el plateresco se dan la mano en el viejo convento de las clarisas, Jesús atado a la columna y la Virgen de la Esperanza nos invitaban catequéticamente a conocer el doloroso e infamante camino que recorrió Cristo hasta llegar a la cruz. A la columna le ataron, a la cruz, lo clavaron. No pueden andar sueltas ni la libertad ni la justicia, máxime si estas golpean nuestras conciencias y nos abocan a caminos que no queremos transitar. Cristo atado a la columna nos ofrece a su madre como esperanza de la verdadera y eterna libertad. Y la sombra del Cristo de la Pasión -imagen de la foto que acompaña esta entrada-, hermosísima talla del maestro Higueras, se nos mostraba como ejemplo de lo que es transitar por la vida, siempre cargando cruces, pero para llegar al final de un camino en el que tendremos la oportunidad de mirar a los ojos a Dios y aguantarle la mirada hasta vernos reflejados en ella. El Cristo de la saeta de Machado, siempre con sangre en las manos, siempre por desenclavar, es la opción difícil de la vida, pero es la mejor, aunque muchos no lo sepan y otros no lo quieran saber.  Como dice el “Reloj de la Pasión”, cantar popular alcarreño de Semana Santa, “¡El reloj se concluye, /sólo nos falta / que a sus golpes y avisos, / despierte el alma».

Recuerdo a Garciasol en el Día de la Poesía

               El día “D”, en táctica militar, es el fijado para llevar a cabo una acción bélica relevante, como la hora “H” es el momento exacto en el que se le da inicio. “El día de…”, con la preposición como enlace esperando un sintagma nominal con su determinante y su núcleo, hay muchos, cada vez más, incluso de las cosas más inverosímiles; veamos algunos ejemplos, uno por mes: “Día de la letra Z” -se celebra el mismísimo primer día del año, el 1 de enero-, “Día del orgullo zombie” -4 de febrero-, “Día de los halagos” -1 de marzo-, “Día del ajo” -19 de abril-, “Día del orgullo friki” -25 de mayo-, “Día del yo-yo” -6 de junio-, “Día de sacar a pasear a tu planta” -27 de julio-, “Día de la ropa interior” -7 de agosto-, “Día de saltar los charcos” -9 de septiembre-, “Día del gruñón” -14 de octubre-, “Día del pepinillo” -14 de noviembre” y “Día del inodoro” -19 de diciembre”-. Es solo una pequeña muestra de las muchas tontunas que tienen un día especial al año, incluso algunas de ellas, como la del excusado en diciembre, es una jornada con carácter mundial. Es evidente que bastantes memos matan el tiempo buscándole días en el calendario a las memeces; todo se queda en casa.

Garciasol y Buero en el Maratón de los Cuentos de 1992.

               Sirva este introito para dar paso a escribir sobre un Día Mundial con mayúsculas, oportuno y necesario, el de la Poesía, celebrado el pasado domingo, 21 de marzo, que puede ser muchas cosas, pero desde luego, no una memez.  Las cosas serias que, como la poesía, tienen un día al año es porque deberían ocupar la centralidad de la vida durante los 365 días, pero suelen estar en sus bordes. Decía Saint-Exupéry, el autor de ese texto delicioso en forma de cuento que es “El Principito”, que “el mundo es una cosa muy grande, pero llena de pequeñas cosas hasta los bordes”. En los bordes de la vida, no solo hay pequeñas cosas, sino también grandes, como por ejemplo la poesía. Lamentablemente, no corren buenos tiempos para la lírica, como cantaba Germán Coppini con sus “Golpes Bajos”, y la poesía, hoy, ni siquiera es concebida “como un arma cultural por los neutrales”, a la que maldecía Gabriel Celaya, y tampoco “eres tú”, como la simplificaba Bécquer mientras miraba la pupila azul de una mujer; hoy, la poesía es un género literario que, pese a tener un sinfín de creadores que lo practican, su número de lectores no tiene correspondencia con el de autores y “el poema sin lector es inconcebible”, como bien afirmó Ángel González, uno de los grandes poetas españoles de la extraordinaria Generación del 50, ensombrecida por la del 27 y eclipsada por el contexto socio-político del franquismo en el que nació. Las redes sociales, especialmente Instagram y Twitter, están ahora abriendo unas nuevas y mejores expectativas de conocimiento y difusión de su obra a los nuevos poetas, de hecho, el libro de poesía más vendido en 2020 es “Incondicional”, del gallego “Defreds” (seudónimo de José Ángel Gómez Iglesias), que empezó escribiendo textos en Twitter; lleva más de 22.000 ejemplares vendidos, 10.000 de ellos este año, y tiene otros tres títulos distintos en el top-10 de ventas en poesía. Para contextualizar estos buenos datos en el conjunto de la producción y venta editorial en España, baste decir que las novelas más vendidas superan largamente los 100.000 ejemplares en un solo año. Por otra parte, el propio Defreds dice que “yo no escribo poesía, ni siquiera me interesa” y su superventas no solo reúne poesía, sino también pensamientos y prosa poética. Lo que sí es irrefutable es que 2020 ha sido un muy buen año para la poesía a nivel de galardones pues son poetas los ganadores del Nobel de Literatura -la estadounidense Louise Glück-, el Princesa de Asturias -la canadiense Anne Carson– y el Cervantes -el valenciano Francisco Brines-.

               Al hilo de lo afirmado por Defreds, en que parece desmarcarse del género poético pese a practicarlo y con mucho nivel, probablemente buscando un tuit que se haga viral, vamos a reconducir esta entrada preguntándonos lo que siempre se ha preguntado la poesía y a lo que se le ha dado casi tantas respuestas como poetas hay: ¿Qué es poesía? Uno de los discursos poéticos contemporáneos más relevantes, la metapoesía, precisamente ha cerrado el círculo sobre esta cuestión y busca el más allá poético a través de poemas que hablan de poesía. Ya hemos citado antes a algunos poetas como Celaya, Bécquer o González que se han preguntado por la poesía o la han tratado o definido de forma singular, veamos ahora cómo se acercaba a este asunto “nuestro” Ramón de Garciasol (1913-1994), el extraordinario poeta nacido en Humanes, compañero de aula de Buero Vallejo en el Instituto de Guadalajara y con quien trabó una entrañable y prolongada amistad. Miguel Alonso Calvo, que así se llamaba quien firmaba con el seudónimo de Garciasol, le dedicó un opúsculo, en clave de ensayo, a esta cuestión, titulándolo “Una pregunta mal hecha ¿Qué es la poesía?”. En esta obrita, editada dentro de la colección Escálamo en 1954, Garciasol afirma que “no hay poesía a priori; hay poetas”, “no hay poesía sin poema” y “no hay más que una definición de poesía: lo que hay en los versos”. Incidiendo en su línea de pensamiento, sostiene que los versos son a la poesía lo que la sal al agua del mar, rematando este aserto diciendo que “el verso es el canal, no el agua”. En esa misma línea de reflexión sobre el hecho poético, el hijo de un zapatero remendón de Humanes que estudió en Guadalajara pensionado por la Diputación porque destacaba sobremanera en el aula, asegura que “la poesía nos mejora, nos tensa, nos religa, pero no tiene asidero para recluirla en definición, en forma transmisible”. O sea, que para él la poesía es en realidad indefinible, aunque adjetivable, y a su imposible definición solo nos acercan los versos y, por ende, los poetas. Si seguimos esta lógica de Garciasol, Bécquer no decía la verdad cuando afirmaba en su conocida rima que “poesía… eres tú”, sino que, en realidad, poesía eran su verso y él mismo. Bien cierto es.

               Concluyo ya este artículo invitando a los lectores a conmemorar de la mejor manera posible el Día Mundial de la Poesía, aunque cuando lo lean acabe de pasar o, incluso, ya esté en su octava: ¡Lean -y si les apetece y la inspiración les pilla con un bolígrafo y un papel, o un ordenador, cerca- y escriban poesía!  Yo, así lo he conmemorado, atreviéndome a escribir unos versos octosílabos que, precisamente, tratan de la amistad de Garciasol y Buero quien, por cierto, también escribió poesía. Con su permiso, indulgencia y comprensión, esta es mi aportación poética al Día de la Poesía 2021:

“Amoroso azar Carrión.
Guadalajara del corazón” (Garciasol)

Medina de Faray primero
Wad-al-Hayara después
Río de Piedras campiñés
Guadalaxara en el fuero
pontón árabe en alzapiés
y en el Alcázar guerrero.


Aunque me llame Ramón
y estudiara con un Buero
de Humanes soy campiñero
y él es un gran “alcarrión”;
él en teatro, señero,
yo en poesía “ratón”.

La primavera del alcázar

               El alcázar de Guadalajara es una ruina desmemoriada desde la Guerra Civil, cuando quedó semidestruido por las bombas de unos y de otros, tras haber tenido un último uso en el primer tercio del siglo XX como acuartelamiento del regimiento de globos, compartido en una parte de su recinto con colegio de huérfanos de militares, y hasta con una sección de colombofilia militar. Su origen data del siglo IX, como el puente califal, siendo ambas construcciones las más antiguas de cuantas se conservan en la ciudad fundada por los musulmanes en el siglo VIII y cuyo primer nombre conocido fue el de Madinat al Faray, la ciudad de Faray, el cadí más importante de la etapa naciente de la urbe y quien la elevó verdaderamente a tal rango.

Su primer uso fue como alcázar andalusí, es decir, como fortaleza defensiva, una de las más importantes que llegó a haber en la amplia marca media musulmana, cuya capitalidad llegaron a compartir la propia Guadalajara y Medinaceli. De alcázar andalusí pasó a ser palacio mudéjar, ya en época de dominación cristiana, lo que ocurrió a partir del reinado de Alfonso VI, a finales del siglo XI. En él residieron temporalmente reyes y miembros de la familia real y en él se celebraron dos sesiones de Cortes castellanas, en 1390 -reinando Juan I- y en 1408 -siendo rey Juan II-. El recinto suroccidental del antiguo palacio real pasó a ser, ya en la edad moderna avanzada, fábrica de sarguetas, telas que tienen la sarga como materia prima. Finalmente, el primitivo cuartel de San Carlos, que ocupaba una parte anexa al antiguo alcázar, fue ampliado ocupando la parte previamente ya ocupada por la fábrica de sarguetas.

Primero las bombas de la artillería del ejército leal a la República, en la primera hora del llamado “alzamiento nacional”, atacando a los amotinados rebeldes encabezados por Ortíz de Zárate, y, después, las bombas incendiarias de la aviación franquista en diciembre del 36, que también causaron estragos en el palacio del Infantado, dejaron en ruinas el viejo alcázar guadalajareño. Y arruinado sigue estando, pese a que, tras seis décadas de completo olvido, desde 1998 y en los últimos cinco lustros, al menos se volvió la vista hacia él, aunque fuera de soslayo, realizándose algunas primeras excavaciones arqueológicas, actuándose después sobre las antiguas caballerizas y abriéndose más tarde a visitas, durante un tiempo, con unas estructuras de pasarelas que permitían ver detalles arqueológicos, de las fábricas de sus muros y de su planta. Tras volverse a cerrar un período de unos años, mientras se repensaba qué se hacía con él, ahora le aguarda una primera actuación de cierto empaque, por valor de 1,2 millones de euros, que, tras estar su proyecto en estudio y búsqueda de financiación desde hace ya más de tres años, por fin se ha adjudicado su ejecución, llegando la polémica con ello. Al tener noticias de ella, recordé esta frase de Jacinto Benavente:Los recuerdos tienen más poesía que las esperanzas, como las ruinas son mucho más poéticas que los planos de un edificio en proyecto”.

La controversia sobre la, parece que por fin, ya próxima actuación en el alcázar arriacense la ha abierto una plataforma ciudadana, que se ha autodenominado “Colectivo Alcázar”, y que sostiene que esa actuación, tal y como se ha proyectado, es inadecuada por el “grave impacto” que generarán las obras en el entorno de la antigua fortaleza. Fundamentalmente se quejan de que se ha proyectado una serie de rampas y muros de hormigón que conformarán una pasarela en la ladera que hay bajo la fachada que da al parque lineal del barranco del Alamín, que servirán para recalzar esa parte del edificio que, según el equipo de gobierno municipal, “está en grave riesgo de colapso”; es decir, de venirse abajo. El colectivo ciudadano considera que esa pasarela es, además de muy impactante visualmente, una actuación externa respecto al inmueble, más urbanística que arquitectónica, pues lo que va a hacer es enlazar la calle Madrid con el parque lineal. El Colectivo Alcázar considera que lo que procedería es invertir de verdad en el interior del alcázar y no en su alrededor, en consolidar sus cimientos y sus muros y en proseguir con las actuaciones arqueológicas que es lo que, según este grupo, proponía el plan director aprobado en su día. También se quejan de falta de información pública sobre el proyecto, lo que, de haberse dado, hubiera permitido que esta polémica no saltara ahora, cuando ya están a punto de empezar las obras, sino en una fase muy anterior y cuando aún se estaba trabajando sobre el proyecto. El equipo de gobierno municipal, por su parte, dice que el proyecto era conocido desde hace ya mucho tiempo, incluso por miembros de este colectivo, que la actuación propuesta es absolutamente necesaria y que, además, si no se ejecutan las obras ya adjudicadas, se corre el riesgo de perder el 75 por ciento de su financiación que, a través del denominado “1,5 por ciento cultural”, aporta el Ministerio de Fomento.

Pruno en flor en la ladera del parque del Barranco del Alamín sobre la que se asienta el alcázar y donde está prevista la construcción de rampas y muros de hormigón. Foto: Jesús Orea.

Conozco, y muy bien, al tiempo que aprecio desde tiempos de la niñez, a Antonio Miguel Trallero, un extraordinario arquitecto guadalajareño, con amplio curriculum en el ámbito de la arquitectura patrimonial, profesor titular de la UAH en el Grado en Ciencia y Tecnología de la Edificación y en el de Fundamentos de Arquitectura y Urbanismo, y técnico municipal en excedencia, que es uno de los portavoces del colectivo crítico con esta actuación en el alcázar; su opinión me merece absoluto respeto. Entiendo también el principal argumento sostenido en la tardanza y extemporaneidad con que llega esta crítica según el equipo de gobierno municipal, expresado a través del teniente de alcalde y portavoz de Ciudadanos, Rafael Pérez Borda, quien también tiene estudios de arquitectura, si bien creo que inconclusos. En todo caso, siempre es bueno que se abra un debate promovido por la sociedad civil, incluso aunque parezca llegar tarde, si este está argumentado, como parece el caso, y bueno es que el ayuntamiento escuche, aunque tenga lógicas prisas. Es lo suficientemente importante la cuestión plateada por el Colectivo Alcázar como, para por lo menos, sugerir al ayuntamiento que se siente a hablar serena y lealmente con sus representantes, invitándose a esa misma mesa a los técnicos municipales que han informado el proyecto y, por supuesto, al equipo redactor del mismo. La ley permite reformar, modificar y complementar proyectos. Aunque los plazos de ejecución aprieten, unos días, incluso unas semanas de reposado y profundo debate sí que se merece un monumento que tiene muchos siglos de historia, pero que ha estado olvidado durante tantos años. 

“Solo Sé Subir”

               No esperaba nada de San Valentín porque, con el debido respeto, a mi se me antoja un santo que, más que elevado a los altares celestiales por la “corte” vaticana, parece haber sido puesto en los escaparates terrenales por El Corte Inglés, esa mercantil tan lucrativa que da y quita galones de ciudad allá donde abre tienda. O la cierra, o la deja entreabierta, como es nuestro caso. A Guadalajara nos hizo subir un par de peldaños en esa jerarquía de urbes allá en 2007, cuando se inauguró su centro en el complejo Ferial Plaza, pero ahora nos va a bajar uno al transformarlo en un simple “outlet”, que viene a ser como un gran bazar de saldos, más parecido a los almacenes madrileños “SEPU” -acrónimo de Sociedad Española de Precios Únicos-, que a un Corte Inglés de primera división.


Escudo de armas de Leonor de Aquitania

Lo dicho, esperaba poco o nada de San Valentín y el hombre -es un decir- se presentó con un libro, algo que agradezco sobremanera porque, como ya he manifestado por activa y por pasiva -incluso también por perifrástica, lo que cultivo en exceso-, la lectura es para mí como el bálsamo de fierabrás para los tantas veces molidos huesos de Don Quijote. Y el libro en cuestión no era uno cualquiera, se trata de “Aquitania”, la obra de la que es autora la vitoriana Eva García Sáenz de Urturi, premio Planeta de novela 2020. Cuando huelo a papel impreso, mi epitelio olfatorio hace la ola y los dedos se me hacen huéspedes; supongo que el hipocampo de mi cerebro, al oler a tinta, me retrotrae a aquellos felices años aurorales en el mundo del periodismo cuando comencé a aprender el oficio de la mano de dos grandes maestros y amigos, Salvador Toquero y Santiago Barra. Trabajando codo con codo con ellos en la imprenta De Mingo, donde se editaba entonces nuestro recordado y querido “Flores y Abejas”, efectivamente nos envolvía un singular e inolvidable olor a tinta fresca. La de “Aquitania” estaba ya bien seca cuando abrí el libro, pero el tacto del papel impreso jamás lo sustituirá la virtualidad, por muchas virtudes que ésta tenga. Alertados y activados mis sentidos por olores y tactos de tan grato recuerdo, al tiempo que avivado mi espíritu por poder imbuirme en la gran aventura que siempre es leer un libro, pronto me subyugó la escritora vitoriana a la que ya había leído su exitosa trilogía que comenzó con “El silencio de la ciudad blanca, siguió con “Los ritos del agua” y concluyó con “Los señores del tiempo”. Sáenz de Urturi escribe muy bien, perfila magníficamente los personajes, crea buenas tramas principales y secundarias, las anuda con habilidad y buenos recursos y sus desenlaces suelen ser atinados, casi siempre cerrados con punto y seguido, más que final, sin duda de forma intencionada porque eso le deja abierta la posibilidad de escribir secuelas y seriar, un gran recurso para fidelizar lectores. “Aquitania” es una novela que, según su propia autora, está entre “El nombre de la rosa”, de Umberto Eco, y “Juego de Tronos”, de George R. R. Martin; bueno, eso dice ella, porque de la novela gótica de Eco yo solo veo coincidencia entre los libros envenenados de la abadía y la ponzoña con la que matan en Santiago de Compostela al padre de Eleanor (Leonor) de Aquitania, la protagonista de la novela, mientras que de “Juego de Tronos” son parangonables incestos, ambición y lucha por el poder. En todo caso, “Aquitania” es una buena novela histórica, aunque puede que los historiadores no estén muy contentos con ella porque la autora se ha permitido muchas licencias, incluso cronológicas, dando argumentos a quienes denuestan este género por utilizar personajes y hechos históricos para jugar con ellos al antojo del autor, como si de un guiñol se tratara. Pese a ello, la obra consigue captar el interés del lector desde el primer momento y éste es consciente de que no está ante un tratado de historia, sino disfrutando de una novela con mimbres de “thriller”, ambientada en el siglo XII y protagonizada por una interesantísima mujer que llegó a ser reina de Francia y de Inglaterra y fue madre de diez hijos, algunos de ellos con tanto peso en la historia -y en la leyenda- como Ricardo I Corazón de León, Juan I sin Tierra o Leonor de Castilla, la esposa de Alfonso VIII. Aquitania era en aquel tiempo un potentísimo ducado francés, con más extensión y recursos de todo tipo que la Isla de Francia, la región parisina de la corte gala. El poder de la casa aquitana, según la novelista, creció y se sustentó en un lema privado que es el que da título a esta entrada: “Solo Sé Subir”. Así le cuenta en la novela Guillermo X, duque de Aquitania, a su hija Eleanor lo que significa para ellos ese lema: “Es toda la sabiduría de nuestro linaje condensada, la respuesta a toda decisión que hayas de tomar en la vida. Elige siempre la que te permita subir. Solo subir. ¿Cómo crees que los duques de Aquitania somos lo que somos y hemos llegado hasta aquí? Porque solo sabemos subir”. Cuando leí estas líneas, mi pensamiento se transportó en un instante del medievo al tiempo actual. “Solo Sé Subir”, más que un lema de panoplia y escudo de armas de un ducado, parece el leitmotiv de una significativa parte de la clase política de nuestro tiempo, aunque más que de subir, cabría hablar de trepar. La ambición desmedida y el no importar el camino sino la meta -vuelve Maquiavelo con su fin que justifica los medios para conseguirlo-, son dos señas de identidad y comportamiento de un amplio número de los políticos de hoy que, lejos de servir, se sirven, y que, en vez de aportar soluciones, crean problemas. La erótica del poder hace ya tiempo que es pura pornografía.

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