Archive for marzo, 2013

Un país eminentemente país

Estábamos viviendo los primeros años de democracia tras aprobarse la Constitución de 1978 cuando el gran humorista Forges, entonces en su máximo apogeo como creador, se despachó una mañana, con su surrealismo cañí, con una viñeta que decía: España, antes, era un país eminentemente agrícola; ahora sólo es un país, eminentemente país”. Esta sentencia, porque aunque suene a chiste es una sentencia y además firme, irrecurrible por tanto, define muy bien la situación de la España de aquella hora, esperanzada por su joven democracia, pero sacudida por una fuerte crisis económica -¿les suena de algo?-; agitada por unos partidos y unos sindicatos, casi recién legalizados, y que trataban de hacerse sitio en la sociedad a mamporros y codazos -¿a que también les suena?-;  confundida por el incierto inicio de la “España de las autonomías”, entonces en fase casi embrionaria pero anticipándose ya algunos de los problemas que podría acarrear su desarrollo -¿a que les es familiar?-, y enlutada, acongojada y pesarosa por los llamados “años de plomo” de ETA –que ahora no mata, pero que sigue sin entregar las armas, ¿por qué?-.

forgesPues bien, 30 años después de aquella viñeta de Forges que se me quedó grabada a tinta indeleble en la memoria, España es un país todavía mucho menos agrícola que entonces, pero, sin embargo, cada vez es un país más eminentemente país; o sea, un país en el que casi todo puede suceder, en el que es difícil que las cosas estén en su sitio, en el que lo que parece no siempre es y lo que es no siempre parece, en el que los derechos y los deberes son asimétricos y relativos, en el que el sentido común suele ser el menos común de los sentidos y en el que el absurdo anda suelto y se mete por cualquier rendija de la vida pública. Se que lo que acabo de decir tiene más parecido con el Guernica de Picasso que con la viñeta de Forges, pero lo he escrito aposta e instalado en el maximalismo, otra seña de identidad de, a pesar de todo, “mi querida España, esa España mía, esa España nuestra”, a la que cantaba Cecilia, una joven y prometedora cantautora que se dejó la vida en un accidente de tráfico en Benavente (Zamora), en 1976, cuando España era, aún, un “país eminentemente agrícola”, aunque progresivamente lo iba siendo cada vez menos.

La constatación de que España sigue siendo un país eminentemente país 30 años después de que Forges dictara esta, repito, sentencia, tiene su prueba en que, aunque sea otra, estamos inmersos en una fuerte crisis económica como entonces, cuando el paro también superó el 20 por ciento de la población activa; los partidos políticos y los sindicatos andan cada vez más a la gresca y se han convertido en un problema y no en una solución para los ciudadanos; la España de las autonomías es cada vez más contestada por los españoles por su disparatado coste y su cuestionable eficacia, amén de que algunas no tengan bastante con ser sólo eso, autónomas, y cada vez con más descaro procuren la independencia,… Entre aquél país de hace 30 años y éste, han cambiado muchas cosas –algunas de ellas a mejor, evidentemente, ¡sólo faltaría regresar en vez de progresar en un tercio del siglo en el que más rápido ha evolucionado la humanidad!-, pero muchas otras siguen igual; o “pior”, como dicen todos los portugueses y no pocos españoles. Y de todas las cosas que siguen igual en este país, y que no son cíclicas, como las crisis económicas, sino permanentes, dos de las que más me fastidian son estas: que las organizaciones políticas, empresariales y sindicales se miren tanto el ombligo y sean fines en sí mismas y no medios para vertebrar y mejorar la sociedad, y que los nacionalismos hagan tanto mal a España, inclusive, por supuesto, a sus propias comunidades, de la que son y han formado parte desde su misma nación que, aunque diversa, es única.

 

 

 

El invento castellano-manchego

 

            Desde los tiempos de la pre-autonomía de Castilla-La Mancha, allá por los principios de los años ochenta del siglo pasado, siempre tuve claro que esta región era un auténtico invento y más artificial que la nieve que, no pocas veces, para adelantar o estirar las temporadas, es extendida por cañones en la ladera norte del Pico del Lobo , que es la cumbre más alta de Guadalajara, con 2.262 metros, y es donde se ubica, aunque muchos no lo sepan, la estación de esquí de La Pinilla, en término ya de la vecina y hermana provincia castellana de Segovia, a la que nos unen bastantes más lazos históricos, territoriales, sociológicos y afectivos que los que nos vinculan a Albacete, Ciudad Real y Toledo.

Era yo entonces un joven aspirante a periodista, que hacía de meritorio en la vieja y querida redacción de “Flores y Abejas”, ubicada en un pequeño ático, poco más que guardilón, en la calle Francisco Cuesta, cuando comenzó la historia de Castilla-La Mancha como una de las diecisiete comunidades autónomas que hay en España –y que deberían vertebrarla pero que, en realidad, la dividen, pues cada día hay más diferencias entre ellas y hasta algunas pretenden ser lo que no son ni nunca han sido: “objeto de soberanía”-, una historia que apenas tiene 31 años, pero que para quienes, por razones de edad, no han conocido otra cosa, parece que tuviera su origen en tiempos ya muy remotos y hubiera acumulado páginas y páginas de aconteceres, cuando hasta su bandera fue elegida en un concurso, de entre varios modelos que se sometieron al criterio del entonces llamado “Ente pre-autonómico de Castilla-La Mancha”; por cierto, ente que presidió más de 3 años una persona, nacida en Barcelona pero muy vinculada a la provincia, concretamente a Sigüenza, donde está enterrado, y que fue Antonio Fernández-Galiano, al que, con mucha ironía, algunos bautizamos como “Chorradellas”, aunque sin ánimo alguno de faltarle al respeto que, por su bonhomía y brillante currículum, como profesor universitario y como político, tenía sobradamente merecido.

pico lobo 002 Si he considerado, considero y, salvo que me demuestren con hechos lo contrario, seguiré considerando Castilla-La Mancha como un invento y más artificial que la nieve que no cae del cielo pero hace esquiable las laderas de la vertiente norte del Pico del Lobo (en la fotografía), es porque jamás hubo un precedente de una región con las cinco provincias que la conforman y, lo más parecido a ella que ha habido es la llamada –y digo llamada porque esa “región” jamás tuvo autonomía alguna y fue mero nominalismo- “Castilla-La Nueva”, en la que no estaba Albacete –que entonces pertenecía al reino de Murcia-, pero sí Madrid, algo absolutamente lógico pues, además de ser la capital de España desde 1561, cuando Felipe II trasladó la Corte de Toledo a Madrid, es la ciudad de referencia para todas las provincias del centro de España y, muy especialmente, para la nuestra, pues la ciudad de Guadalajara es la capital de provincia más cercana a Madrid, algo que no pueden obviar ni estatutos de autonomía, ni leyes nacionales, ni regionales, ni otras fuentes de derecho del tipo que sean porque no se le pueden poner ni puertas, ni mucho menos muros al campo, aunque ya llevemos un tiempo en que algunos lo están intentando; por ejemplo, con la atención sanitaria, derivándose a pacientes de Guadalajara a hospitales manchegos que están al quíntuple de distancia que los de Madrid. O más. Y sólo hablo de distancias en kilómetros y no de otras, por no herir ninguna susceptibilidad…

He conocido el informe –del que se dio noticia hace unos días en GD-, del catedrático de Derecho Administrativo, Tomás Ramón Fernández, en el que se propone reordenar el mapa autonómico español, reduciendo a 13 las comunidades autónomas y, entre otras recomendaciones, adscribir Madrid a Castilla-La Mancha. No me parece precisamente una ocurrencia, sino algo a valorar y tener muy en cuenta pues es evidente que la estructuración autonómica de España es mejorable y debería caminar, al menos, en una triple dirección, respetándose el espíritu y la letra de la Constitución: la real, y no sólo teórica, igualdad de derechos y deberes de todos los españoles, independientemente de la comunidad autónoma en la que vivan; eficiencia en la prestación de los servicios y que se produzca un verdadero acercamiento de la administración al administrado, y no justo lo contrario, que es lo que ha sucedido con Guadalajara en los últimos años con el nacimiento del centralismo toledano –bastante más pueblerino y limitado que el madrileño, por cierto-, forjado en los muchos años de gobiernos socialistas en la región, y no rectificado en los casi dos años que lleva al frente de ella el Partido Popular; es más, desde que gobierna Castilla-La Mancha Cospedal, lo que antes eran delegaciones provinciales de la Junta, ahora se llaman, significativamente, “servicios periféricos”. Y ya sabemos todos lo que significa periferia: “espacio que rodea a un núcleo”. Y ese núcleo, central, centrípeto y centralista, es Toledo, ciudad a la que sí que le ha ido estupendamente con esto del invento castellano-manchego.

Mensaje de una Botella

            Como diría mi compañero y, sin embargo, amigo, José Luis Muñoz, director de COPE Guadalajara, COPE Sigüenza y Popular TV, mi post de esta semana podría titularse “Message in a bottle” (Mensaje en una botella), como la canción de The Police, el grupo liderado por el gran Sting, considerado como uno de los referentes de la “new wave”, la nueva ola del pop-rock británico de los años ochenta del siglo pasado -¡jo, qué viejos somos ya los que éramos jóvenes entonces…!-. Para ser exactos, el mensaje, más que estar en una botella, así, con minúscula, procede de una Botella, con mayúscula; concretamente de Ana Botella, la alcaldesa que “heredó” el Ayuntamiento de Madrid cuando Alberto Ruiz Gallardón dejó el antiguo Palacio de Correos, junto a la merengue diosa Cibeles -donde él mismo quiso ubicar, y ubicó, la sede de la alcaldía de la capital porque la Casa de la Villa, era sólo eso, casa, pero no palacio- para trasladarse al antiguo Palacio de la Marquesa de Sonora, en la calle San Bernardo, sede principal del Ministerio de Justicia, del que el exalcalde madrileño es titular desde hace 14 meses.

Y es que el mensaje de Botella, de Ana Botella, al que me refería en el párrafo anterior, no tiene desperdicio y está mereciendo muchísimos comentarios, a los que, modestamente, se va a sumar el mío; ahí va el mensaje de Botella pues: “el kilo de político está muy barato”. Es evidente que la significación que la alcaldesa madrileña ha querido dar a estas contundentes y mediáticas palabras, no es otro que llamar la atención sobre la dura, abundante y continua crítica de la que, de un tiempo a esta parte, es objeto la clase política en la calle y que, obviamente, tiene su reflejo, como no podía ser de otra manera, en los medios de comunicación; o viceversa, porque esa valoración, cada vez más negativa que el ciudadano de a pie hace de la clase política, se aviva y azuza especialmente en los medios de comunicación, cuando éstos informan –y comentan y opinan, como es su derecho y su deber- de los numerosos casos de corrupción y escándalo en los que están inmersos políticos.

Basta echar un vistazo a la prensa de los últimos días –y, lamentablemente, de las últimas semanas, y de los últimos meses, y de los últimos años…-, para colegir una respuesta fácil a la pregunta de por qué los españoles consideran a los políticos como el segundo problema del país, detrás de la pertinaz crisis que lleva asolándonos desde que Zapatero aseguró, hace ya cinco años, que no había tal crisis –como Supertramp, miró para otro lado y dijo: “Crisis… What crisis?”-, sino que era una “simple desaceleración”… Estos son algunos de esos titulares de prensa a los que hacía referencia:

– Torres-Dulce aboga por que el ‘caso Bárcenas’ vaya separado de Gürtel (El Mundo)

– Barcina justifica que ella y su antecesor cobraran de la CAN cuantiosas dietas por cada dos horas de reunión (Público.es)

– Dos empresarios confirman que Gürtel pagó cuatro fiestas en casa de Ana Mato (El País)

– Rubalcaba aparca la publicación de su IRPF  hasta pactar con el PP (ABC)

– José Blanco admite que Interior pagó 100.000 euros de su chalé (Libertad Digital)

Estos son tan sólo cinco ejemplos de algunos de los titulares recogidos en distintos medios de la prensa digital de hoy; y no son los más gruesos ni los más espectaculares con los que nos hemos desayunado últimamente pues, hasta el mismísimo Rey, su familia y su Casa, son frecuente noticia por comportamientos “no precisamente ejemplares”, viéndose comprometida así hasta la institución monárquica que, constitucionalmente, es la principal garante de la estabilidad del Estado social y democrático de derecho en el que vivimos, en gran medida gracias al Rey y a su ejemplar conducción de la llamada Transición. ¡Vuelva por donde solía, Majestad, que algunos que tiene a su lado están haciendo más por el advenimiento de la III República que Cayo Lara y Joan Tardá!

Concluyendo que es gerundio y ya va siendo hora: Señora Botella, doña Ana: cómo no va a estar “barato el kilo de político” si además de los continuos y graves escándalos en los que aparecen implicados políticos, la gente cada vez lo pasa peor porque, lejos de darse solución a los graves problemas que aquejan España, cada día surge uno nuevo, por no decir dos o tres. O más, como diría el mismísimo Rajoy.

O la clase política se regenera y vuelve a ser útil y fiable para los ciudadanos y el actual sistema político de partidos se lo hace mirar y camina hacia la transparencia y la democracia internas, al tiempo que huye del sectarismo y la endogamia, o cada vez vamos a ser más los españoles que nos indignemos hasta con los “indignados”.

 

 

“Non habemus Papam”

             Desde el pasado jueves, 28 de febrero, a las ocho de la tarde, “non habemus Papam”. Y no tenemos Papa, ni lo tendremos hasta que haya “fumata blanca” en el cónclave de Cardenales que se iniciará dentro de unos días en el Vaticano, porque el Papa, desde ayer emérito, Benedicto XVI, ha renunciado voluntariamente a su pontificado, en una decisión casi sin precedentes en la historia y cuyo referente más cercano se remonta, nada más y nada menos, que a finales del siglo XIII, cuando un eremita que después llegó a santo, Celestino V, renunció al papado apenas seis meses después de tomar la tiara de San Pedro, tras comprobar que los Cardenales que le habían elegido –que, en ese tiempo, aún medieval, no pasaban de la docena y las vidas y comportamientos de muchos de ellos no eran precisamente “ejemplares”- lo habían hecho presumiendo que sería un Papa fácilmente manejable, aunque un buen escaparate para la Iglesia y las naciones pues ya en vida tenía “olor de santidad”.

             Las verdaderas y completas razones de esta histórica, sorprendente y hasta, para muchos, desconcertante decisión de Benedicto XVI de renunciar al papado sólo las conoce él y, a lo sumo, parcialmente alguno de los más cercanos componentes del pequeño grupo de colaboradores que, a diario, han trabajado a su lado en sus dependencias oficiales y privadas vaticanas; probablemente su hermano, amigo y, seguro, confidente, Georg, también sacerdote, sepa muchos de los detalles de la reflexión que a este profundo, intelectual y sesudo Papa, le han llevado a renunciar a seguir al frente de los más de mil doscientos millones de católicos que nos contamos entre los cinco continentes, cuando es tradición pontificia que los Papas mueran siéndolo en activo y no eméritos, aunque este hecho haya provocado que muchos pontífices, en su ancianidad, hayan sido meros rostros y sellos del pontificado, mientras la curia romana que lo rodeaba ejercía en la sombra el papado real, no pocas veces haciendo zozobrar la barca de San Pedro, por la pugna de intereses terrenales y humanos, más que por el ejercicio y propagación de principios y valores católicos.

             Por mi pequeñez intelectual y por mis muchas limitaciones, no seré yo quien haga juicios de valor sobre la reflexión que ha llevado a Joseph Ratzinger a renunciar al papado, pero estoy seguro que no ha sido improvisada ni ligera, dada su formación, como extraordinario teólogo, y su personalidad y carácter germánicos; ahora bien, como católico practicante que soy –ya me gustaría a mí, además, serlo bueno y coherente con la fe que profeso-, doy por verdadera, aunque pueda no ser única, la justificación manifestada por el propio Ratzinger cuando hizo pública su voluntad de renuncia el pasado día 10 de febrero: “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”. Amén.

  Mucho se ha especulado sobre si esta renuncia, más que por razones de edad, ha venido dada verdaderamente por cansancio, hartazgo y hasta por impotencia del Papa para resolver o poner orden en los numerosos conflictos que rodean la administración y la gestión del Vaticano y de la Iglesia: unos han dicho que si el Papa era un “pastor entre lobos”, otros que si el llamado “Vatileaks” ha puesto al descubierto que hay muchos intereses espurios en la Plaza de San Pedro, otros que si las cuentas y la banca vaticana son de todo menos transparentes y, no pocos, que a Benedicto XVI le ha abrumado el ya conocido como “Informe de los tres Cardenales” -entre ellos, el español Julián Herranz-, encargado por él mismo, sobre la dura realidad de una parte de la curia romana, más preocupada de lo humano que de lo divino. Yo, repito, no voy a especular, porque ni puedo, ni quiero, y asumo las poderosas razones de edad esgrimidas por el Papa como las verdaderas y concluyentes que le han llevado a tomar esta decisión de renunciar al pontificado que, eso sí, me permito juzgar como ejemplar pues, lejos de ser cobarde, es pragmática y generosa ya que debe ser muy difícil renunciar a ser la persona más poderosa y que está en la cúspide de una organización, en este caso la Iglesia, a la que has decidido entregar voluntariamente tu vida.

 Confieso que me era muy cercano el estilo afable y populista de Juan Pablo II y que su ancianidad, lastrada por la enfermedad de Parkinson – que también padeció durante más de 25 años y llevó a la muerte, dolorosamente, a mi tía Esperanza, a quien quería como a una madre-  me conmovieron y me acercaron afectivamente mucho al gran Papa polaco. Confieso, también, probablemente por contraposición con su antecesor, que Benedicto XVI me parecía también un gran Papa, pero un tanto frío, tímido y poco extrovertido, un hombre de razón más que de corazón; pero he de reconocer que, al mirarle a través de sus ojos pequeños y acuosos en el momento en que ha renunciado al pontificado, he descubierto en él los ojos de la debilidad, la sencillez y la humildad que precedieron a la enfermedad final y muerte de mi padre, hace apenas un año, también aquejado de problemas cardiovasculares, como padece Joseph Ratzinger. Dos padres, dos mismas miradas. Los Papas también son hombres; pero deben ser ejemplares. Hasta el final.

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