No es la primera vez, ni será la última, que subraye el hecho, tan cierto como lamentable, de que Guadalajara es una ciudad que, por muchos avatares, a lo largo del tiempo, aunque especialmente en los dos últimos siglos, ha perdido casi más patrimonio histórico-artístico del que conserva. La práctica totalidad de las guerras que en el centro de España han tenido sus campos de batalla, en Guadalajara se han ensañado de manera especial: Guerra de la Independencia contra los franceses y Guerras Carlistas, en el XIX, y Guerra Civil, en el XX, fundamentalmente. Y ya sabemos todos que la artillería y la aviación no envían a las ciudades desde el cielo tractores americanos en paracaídas, como los que esperaban inocentemente en la Puebla del Río de “Bienvenido Mr. Marshall”, ni claveles, como los que tapaban los cañones de los fusiles en la Revolución portuguesa homónima, lo que descargan son bombas, incendiarias muchas de ellas para hacer aún más daño, y que se llevan por delante todo lo que pillan: personas, edificios, animales y cosas. Como decía, una significativa parte del inventario patrimonial histórico-artístico de Guadalajara cayó o quedó gravemente herido, como parte de daños de guerras.
Pero no sólo la pólvora y la dinamita han cargado contra el patrimonio monumental de la ciudad, sino que también se han ensañado con él las diversas formas de especulación posibles que, desde hace ya muchas décadas, los propios poderes públicos no siempre han sabido atajar y que, en algunas ocasiones, incluso han contribuido a ella, quiero pensar que más por pasiva que por activa, aunque algunas actuaciones evidencian justamente lo contrario. Y digo históricamente, porque la práctica especulativa, aunque parezca que es un fenómeno relativamente reciente, se manifestó de forma altiva con las desamortizaciones del XIX, y prosiguió con algunas tesis, supuestamente modernistas, de ensanchar las ciudades a costa de romper sus trazas antiguas, murallas incluidas, y de sustituir edificios viejos por otros de nueva planta, como si el paso del tiempo por ellos fuera en detrimento de su valor constructivo y/o histórico-artístico, cuando es justamente lo contrario. Por supuesto que terminó de rematar la faena del expolio y la destrucción patrimonial de la ciudad la forma más moderna de especulación que es la del suelo: es decir, procurar las máximas plusvalías al negocio de la promoción y construcción a costa de casi todo, inclusive derribar edificios, históricos o no, para hacer construcciones con cuanta más altura y aprovechamiento mejor, lo que ha conducido a situaciones de una estética urbana casi aberrante que hoy no quiero señalar, pero que nos asaltan a cada paso que damos; otra cosa ya es que nos hayamos acostumbrado a ellas y hasta nos pasen desapercibidas, o casi. Pero a los que nos visitan, desde luego que no.
Guadalajara, qué duda cabe, tiene una asignatura pendiente con su patrimonio histórico-artístico perdido. Lamentablemente, el que fue destruido por las bombas, por la especulación desamortizadora, por la supuestamente modernista o por la descaradamente economicista, ya va a ser imposible reponer, pero, al menos, le debemos algunas cosas a lo ya caído e irrecuperable: que cese definitivamente cualquier forma de especulación contra el patrimonio, que se revisen, actualicen e, incluso, se amplíen, con criterio exhaustivo y riguroso, las actuales protecciones estructurales y ambientales recogidas en el POM, y, con fines pedagógicos, tratar de dar a conocer el patrimonio monumental desaparecido de la ciudad, de todas las formas posibles, pues, como ocurre con los propios hombres, nadie ni nada muere del todo mientras es recordado.
Aunque el panorama que he pintado al respecto de lo tratado en este post pueda parecer desolador, que en la parte ya irreversible lo es, afortunadamente la dinámica de los tiempos, la conciencia comunitaria –aunque aún trabajable- e, incluso, la sensibilidad de los gestores públicos –también todavía aumentable- parecen ir en la dirección que yo apuntaba. Espero que, efectivamente, los tiempos vayan cambiando y no disfrazándose, como decía la canción de Moncho Alpuente.
P.D.- En mi anterior post, titulado “Al amparo de la Antigua”, se omitía la primera ocasión en que la imagen de la Virgen de la Antigua visitó el templo de San Ginés y lo compartió con la imagen de la Virgen del Amparo: Fue en 1988, dentro de otra Misión Arciprestal como la presente, y en aquel entonces llevada a cabo con motivo del “Año Mariano”, declarado por el Papa Juan Pablo II, y que, efectivamente, como sí se dice en el artículo, fue clausurado con una misa de campaña en el “Pedro Escartín”, presidida por la imagen de la patrona.
Señalar, también, como muy bien recogió en su documentado, fervoroso y cálido pregón, Ángel de Isidro, que el domingo pasado precedió en San Ginés a la misa de 12,30, presidida ya por la imagen de la Antigua, llegada a esta parroquia la tarde anterior, dada la gran y desmedida rivalidad existente entre los partidarios de la Virgen de la Antigua y los del Amparo -reflejada en mi post anterior-, en las primeras ocasiones en que la imagen de la Patrona salió de su santuario para recorrer las parroquias de la ciudad, tras ser declarado su patronazgo en 1883, la Junta de su Real Cofradía solicitó a las autoridades eclesiásticas que la misma no fuera a San Ginés, en evitación de posibles problemas.
El propio párroco emérito de San Ginés, don Jorge Planas, que ofició la misa principal del domingo en san Ginés junto a sus dos compañeros párrocos, Don Oscar y Don Santiago, se refirió a esta rivalidad como algo anecdótico y del pasado, felizmente superado hace ya tiempo, y recordó que la Virgen de la Antigua y la del Amparo son la misma: Simplemente María, la madre de Jesús, el hijo de Dios.