Según consta en su acta de bautismo -a la que he tenido acceso- y, supongo, también constará en su asiento de filiación en el Registro Civil -al que no-, exactamente a la una y cuarenta y cinco horas del día 29 de septiembre de 2016 se ha cumplido el centenario del nacimiento de Antonio Buero Vallejo en Guadalajara. Aunque, no sin faltarle razón, el “ABC cultural” del domingo pasado llevaba a su primera página esta efeméride con el titular de “El centenario olvidado” -fundamentalmente por la escasa representación de su obra en los últimos años, de manera sonrojante para los programadores de los teatros públicos-, lo cierto es que en su ciudad y provincia natales se ha trabajado bien y en la buena dirección y, tanto el Ayuntamiento como la Diputación Provincial, han elaborado sendos programas conmemorativos que están a la altura de tan eminente circunstancia y que, además, se complementan adecuadamente, como ya comenté en mi entrada anterior.
Con la conmemoración de centenarios suelo tener, al menos, dos prevenciones: la primera, que pasen injustamente desapercibidos, que por fortuna no es el caso, o que lleguen y transcurran sin dejar huella, que espero que no lo sea. Celebrar, festejar, conmemorar una señalada efeméride como la de Buero -el más importante autor teatral español de la segunda mitad del siglo XX y uno de los más notables de todo el siglo, en el que, recordemos, también escribieron literatos de la talla de Benavente, Valle Inclán o Lorca, por sólo citar a algunos- es obligado, justo y oportuno pues, como dijo el propio dramaturgo cuando en 1997 recibió la medalla de oro de la Universidad Carlos III “nunca está uno demasiado cansado de galardones, por lo menos en un país como España, que arrostrando las más diversas etapas de carácter social, político, ideológico, etc., en todas ellas ostentan su indiferencia, más o menos disfrazada, pero indiferencia, al fin, por el escritor”. Este aserto y reflexión son perfectamente válidos también para valorar los actos conmemorativos de su centenario pues en el fondo no dejan de ser galardones, aunque sean a título póstumo, algo también muy español.
Como ya adelantaba, la segunda prevención que me asalta cuando se acerca una efeméride relacionada con un escritor es que ésta llegue a su día “d” y hora “h” y pase sin que de ella quede poso alguno, ni siquiera el casi imperceptible que deja el viento solano en quienes, aún sin quererlo, reciben en sus rostros ese aire recalentado y a veces polvoriento, procedente de Levante, que llega a la España del occidente y el septentrión después de haber atravesado las cálidas tierras del interior peninsular. Insisto, no me vale la conmemoración de una efeméride, por muy espectacular que pueda llegar a ser su programación, si los actos que la conforman perviven lo que un fuego de artificio, cuando estalla en la altura entre vencejos y palomas, por muy sonoro y visual que sea el efecto. Prefiero, sin duda alguna, las programaciones que, aun siendo más humildes y menos pretenciosas que las que merecen el calificativo de espectaculares, siembran y abonan el futuro. Y, lo digo porque lo creo justo, sinceramente estimo que los programas del centenario de Buero preparados en la ciudad y en la provincia de Guadalajara, incluso no estando exentos de algún acto de cohetería, fundamentalmente están conformados por convocatorias que no se consumirán en el tiempo presente, sino que se proyectarán en el futuro.
Destaco dos entre ellas: el establecimiento y puesta en marcha de una Sala permanente dedicada a Buero en el Palacio de la Cotilla, iniciativa promovida por el Ayuntamiento de Guadalajara, y la creación de un Centro de documentación y una sección específica sobre el dramaturgo alcarreño en la Biblioteca de Investigadores de la Provincia, que ha anunciado la Diputación. En idéntico buen camino que es sembrar para después poder recoger, van las actividades que en los programas de ambas instituciones están dirigidas a escolares o, incluso, protagonizadas por ellos: la representación y lecturas dramatizadas de obras de Buero a cargo de estudiantes del instituto de educación secundaria que desde 1984 lleva su nombre, organizadas por el Ayuntamiento para los días 30 de septiembre y 6 de octubre, y las sesiones didácticas sobre su vida y obra que ha ofertado la Diputación a todos los colegios de primaria e institutos de secundaria de la provincia. Y, para que lo de sembrar para después recoger no se quede en simple figura retórica, la Diputación se propone plantar un árbol en el jardín que antecede a la fachada principal del palacio provincial, tras la celebración de un acto solemne extraordinario dedicado al escritor en su salón de plenos, que tendrá lugar el 29 de abril de 2017 -fecha en la que se conmemorará el decimoséptimo aniversario de su muerte-, y que vendrá a ser un recuerdo vivo y permanente de Buero en el corazón de la ciudad que le vio nacer y junto a la “casa de la provincia”. Todo un símbolo para homenajear y recordar a quien tan bien cultivó el simbolismo en una parte de su teatro.
En cualquier caso, y como ya he dicho en cuantas ocasiones he tenido oportunidad, la vida del dramaturgo arriacense se apagó ya avanzada la primavera del año 2000, pero la llama de su obra, como la de todos los creadores -y él lo fue en forma sublime- siempre permanecerá encendida; otra cosa ya es su fulgor e intensidad. Nosotros, sus paisanos, desde su ciudad y provincia natales y aún a pesar de nuestra pequeñez y limitaciones como mínima suma poblacional que somos, tenemos la obligación de avivar ese fuego para que el suyo no sea un “centenario olvidado”, como lamentaba en ABC la viuda del propio escritor, Victoria Rodríguez, sino que sirva para reencontrarle, para redescubrirle, porque, según afirmó certeramente el doctor en Filología Hispánica, investigador científico y miembro del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC, José Luis García Barrientos, “el conflicto esencial de la dramaturgia bueriana consiste en la lucha del hombre por alcanzar la verdad”. Y, sin verdad, el hombre no es actor, ni siquiera secundario, ni aún figurante de su propia vida, sino, como mucho, espectador y, a veces, apenas un simple y hasta prescindible elemento de atrezo.