Entre la segunda quincena de enero y la primera semana de febrero se concentran las principales fiestas tradicionales castellanas de invierno, y en la provincia de Guadalajara de manera especial, a pesar de la adversa climatología propia de esta época, demostrándose con ello que a los castellanos nos va más la fiesta de lo que correspondería a nuestra fama de adustos, un arquetipo que, como todos, puede que tenga un punto de razón, pero desde luego no es un traje a la medida de nuestra forma de ser. Aquí, como en todas partes, cada uno somos de nuestra madre y nuestro padre y, como dice nuestro viejo e igualador lema, “nadie es más que nadie”; pero todos somos alguien.
Fiesta, calor y calle suelen ir de la mano pues el segundo te echa a la tercera y eleva a su máxima expresión la primera. Pero fiesta, frío e interiores también son compatibles, como lleva demostrándose desde hace siglos en esta tierra que, aunque caigan en ella heladas chuzos de punta o copos de nieve como puños, acumula en estas fechas del ecuador del invierno incluso más citas festivas que las muchas que se suelen concentrar en agosto, el ecuador del verano y hábitat natural por excelencia para la fiesta.
Nuestras fiestas de invierno, por razones obvias, ni tienen el origen ni se producen con las mismas formas que las de verano, pero no dejan de ser citas remarcadas en nuestra memoria colectiva, muy especialmente en el medio rural. La pena es que muchos de nuestros pueblos llevan tanto tiempo desangrándose y envejeciendo demográficamente, que, más que tener memoria colectiva, padecen una especie de “alzheimer” comunitario que está provocando que muchas costumbres y tradiciones se pierdan entre las nubes oscuras de la desmemoria. No pocos recuerdos de fiesta y labor, de uso y costumbre de las viejas comunidades rurales emigraron también a la ciudad con las personas y allí se han diluido en olvidos, lágrimas y silencios.
Sin ánimo alguno de invadir terrenos que, más que míos, son bastante más propios de expertos etnógrafos amigos como José Ramón López de los Mozos o José Antonio Alonso, me permito apuntar que la alta concentración de fiestas tradicionales en este tiempo de invierno – San Antón (17 de enero), San Sebastián (20), San Vicente (22), San Ildefonso (23), La Virgen de la Paz (24), La Candelaria (2 de febrero), San Blas (3) y Santa Águeda (5) son algunas de las más destacadas y extendidas- tiene causa en que en las antiguas economías rurales era clave esta época, tanto desde un punto de vista meteorológico como de realización de faenas agrarias, para que las futuras cosechas y recolecciones fueran abundantes. Y, claro, había que tener a favor de sementera a los santos. Hay refranes muy expresivos al respecto de lo que digo: “Enero, llave de granero”, “Cuando nieva en enero, todo el año ha tempero”, “Tantos días pasan de enero, tantos ajos pierde el ajero”, “Quien cava en enero y poda en febrero, tiene buen año de uvero”, “Si no lloviere en febrero, ni buen prado ni buen centeno”.
No descubro la pólvora si digo que, donde ahora y desde hace ya muchos siglos, hay una festividad cristiana, muy probablemente antes hubiera una pagana. “Los dioses no emigran”, como expresivamente diría mi hermano/amigo Javier Borobia, el gran perito en Guadalajaras y que tanto gustaba de disfrutar de cualquier tiempo festivo, pero especialmente de este de invierno, que llega a contrapelo de la meteorología, lo que le añade un plus de apetencia a un espíritu alegre y festero como el suyo. Un ciclo que es y él llamaba de “pre-carnaval”, pues, efectivamente, lo antecede y nos va metiendo poco a poco en la harina de la mascarada, sobre todo en esta tierra en la que sus botargas ya parecen y son personajes extrapolados de las carnestolendas y adelantados a ellas.
Hablaba antes, no sin desazón, ciertamente, de esa especie de “alzheimer” comunitario que llevamos décadas viviendo y que ha devenido por el acusado debilitamiento de las comunidades rurales, conllevando, entre otras circunstancias también negativas, la pérdida de numerosas costumbres y tradiciones. En dirección contraria a esta dinámica regresiva, me complace mucho destacar que este año se han producido dos hechos, en este ciclo festivo de invierno en la provincia, que invitan al optimismo: por un lado, en Taracena -el pueblo de mi madre y, por tanto, el mío-, después de 117 años sin hacerlo, ha vuelto a salir a las calles su tradicional botarga de San Ildefonso -en su día no era una, sino varias, pero todo se andará que principio quieren las cosas- y en Sigüenza, por San Vicente, se ha celebrado la trigésima edición del Certamen de Dulzaina que lleva el nombre de su promotor y fundador, José María Canfrán, una gran persona que tuve el placer de conocer, tratar y disfrutar. Lamentablemente, Jose María se nos murió siendo demasiado joven, pero no solo impulsó este evento, sino que, junto a su inseparable tamborilero, Carlos Blasco, contribuyó decisivamente a la recuperación de la dulzaina en la provincia de Guadalajara, el instrumento musical castellano por excelencia que aquí se había perdido, prácticamente, en las últimas décadas del siglo XX y que solo sonaba, y poco, gracias a los grupos venidos de otras provincias hermanas, generalmente Segovia y Soria, que se contrataban para algunas de nuestras más señaladas fiestas tradicionales. Aquella semilla que sembró Canfrán y que después cultivó adecuadamente, desde la gran inversión de futuro que es la docencia, la Escuela de Folklore de la Diputación, por fortuna sigue creciendo y especialmente en invierno. Como decía el poeta argentino Porchia, “la primavera del espíritu florece en invierno”. A pesar de los pesares, hay motivos para la esperanza, sí.
Fotos: Botarga de Taracena (superior) y José María Canfrán.