El 23 de abril es una fecha redonda pues en ella coincide la celebración mundial del Día del Libro y, para quienes somos y nos sentimos castellanos, es también el Día de Castilla ya que en este día se rememora la batalla de Villalar, que tuvo lugar en esa jornada abrileña de 1521. El triunfo en esta pequeña villa vallisoletana de las tropas realistas de Carlos de Gante, el nieto flamenco de los Reyes Católicos, hijo de Juana “la Loca” y de Felipe “el Hermoso”, supuso el frustrante final de la bonita historia de los Comuneros que se confirmó tras el ajusticiamiento, allí mismo y al día siguiente, de sus tres grandes capitanes: el atencino de nación y segoviano de adopción, Juan Bravo, el toledano, Juan de Padilla, y el salmantino, Francisco Maldonado. Muchas de las historias más bonitas acaban mal, como es el caso de aquel —a mi parecer, justo y legítimo— movimiento castellano que se rebeló contra el rey Carlos I (de España y V de Alemania) quien quiso pagar con los impuestos de los castellanos su carísimo trono del sacro imperio románico germánico, favorecer a los mercaderes flamencos —él mismo era el más flamenco de todos— a costa de reducir a mínimos el precio de la afamada lana castellana y copar su corte con extranjeros poco respetuosos de las instituciones y los verdaderos intereses de Castilla. “Y desde entonces ya Castilla, no se ha vuelto a levantar; siempre añorando una Junta o esperando un capitán (…)” dice una de las estrofas del bello poema de los Comuneros, compuesto por Luis López Álvarez, pero al que puso música el Nuevo Mester de Juglaría llamando a la canción “Castilla, canto de esperanza”, un tema, verdadero leitmotiv del castellanismo, que los castellanistas hemos asumido como el himno oficioso de Castilla. Y digo oficioso porque ni siquiera Castilla es oficial al estar política y administrativamente dividida en la actualidad en cinco comunidades autónomas y confundida e, incluso, anulada su esencia en algunos de sus históricos territorios que han preferido forzar una nueva personalidad diferenciadora, antes que preservar sus raíces indubitadamente castellanas. No debemos ir muy lejos para comprobar que en Castilla-La Mancha prima lo manchego frente a lo castellano. Y un ejemplo aún más evidente de ello es Cantabria, mi queridísima tierra de adopción y vocación, en la que algunos, sin duda demasiados, andan buscando sus orígenes hasta en sus numerosas e importantes cuevas prehistóricas, confundiendo los conceptos de pueblo, comunidad e, incluso, nación, con el de tribu, algo que es llevar el nacionalismo, efectivamente, al tiempo de las cavernas. ¿Se imaginan a la Alcarria reivindicarse como nación alrededor de la Cueva de los Casares? ¿Conciben una nación de las Serranías de Guadalajara en torno del abrigo de la Malia, en Tamajón, donde hay indicios de población neandertal que remontarían a hace 45.000 años el tiempo ya habitado de la zona? ¿Podría Molina reivindicarse como nación, además de por su tan histórico como decaído Señorío, por poseer la Mingaña, la singular jerga de tratantes y cardadores que se habla en algunos pueblos del norte de su territorio? En Cantabria, sobre todo en la zona occidental, la más próxima a Asturias, además de reivindicar a Corocotta —un bravo hispano, habitante de aquella tierra en el siglo I a. de C, que se enfrentó a los romanos y al que estos no concedieron el título, si quiera, de guerrero, sino el de “ladrón” en la única referencia documentada que hay suya (Dión Casio 56, 43, 3)—, para tener una referencia personal “nacional” cántabra, también andan ahora empeñados en potenciar el “Cántabru”, el dialecto del castellano que se habla en la zona y que se parece mucho al bable astur. Sustituyan las “oes” finales por “úes” de las palabras en castellano y tendrán los vocablos “cántabrus”.

Me duele mucho Castilla, cada vez más, porque ni siquiera las provincias castellanas que hoy se dividen en esas cinco comunidades autónomas de las que antes he hablado —Castilla y León, Castilla-La Mancha, Madrid, Cantabria y La Rioja—, tienen una institución común supra autonómica en la que tratar su castellanidad, preservar su identidad histórica y cultural e, incluso, abordar cuestiones prácticas relativas a redes de comunicación, transporte, fomento, servicios públicos, etc. de interés común, dada su territorialidad limítrofe e, incluso, conurbación en algunos casos, como son los notorios del Corredor del Henares y de la Sagra entre Madrid y Castilla- La Mancha. Cierto es que ya hay algunas medidas transfronterizas intercomunitarias adoptadas, como es la lógica y natural pertenencia de Guadalajara al campus de la Universidad de Alcalá, o la red de transportes de cercanías, pero, sin duda, podrían existir aún muchas más —especialmente en materia de obras públicas, sanidad, educación o servicios sociales—, además de potenciarse y cuidar sus identidades castellanas comunes, aunque pertenezcan a comunidades distintas. Ha llegado la hora de reivindicar la creación de unas Cortes Castellanas en las que se reúnan, periódicamente, representantes de los cinco parlamentos de las comunidades con raíces históricas castellanas. Unas Cortes para defender la historia y el pasado comunes desde el sentido común, no para generar un nuevo nacionalismo separatista, centrípeto, ombliguista, endogámico y xenófobo. De esos, ya tiene España demasiados y además van en ominoso aumento. El artículo 145 de la Constitución prohíbe, expresamente, la federación de comunidades autónomas, pero lo que yo propugno no es eso, sino unas Cortes que sean un punto de encuentro de las comunidades castellanas para coordinarse entre ellas y preservar su identidad y valores culturales compartidos. Eso no lo prohíbe la Constitución y lo aconseja el sentido común, ese que siempre presidió el buen hacer de los castellanos hasta estar en la raíz misma de su histórico fuero de albedrío, a través de las fazañas —las sentencias de los jueces pegados al territorio y aplicando la costumbre de cada lugar—, nuestra principal fuente del derecho histórico que, junto con los fueros y las comunidades de villa y tierra, construyeron Castilla, una Castilla tan generosa que se autodestruyó para construir España.
Dice el poema de los Comuneros, que, como ya hemos dicho, canta ese bendito y queridísimo grupo que es el Mester —¡honor y agradecimiento eterno para ellos!—, que “si los pinares ardieron, aún nos queda el encinar”, una bella alegoría de esperanza para esta Castilla que, hoy, como decía Javier Borobia —¡recordadle siempre pues no conozco mejor castellano que él!—, es solo una “emotividad”, más que cualquier otra cosa. Si no lo remediamos los propios castellanos, Castilla, más que un canto de esperanza seguirá teniendo el del cisne; o sea, el de la desesperanza que antecede al fin de las cosas o, peor aún, el de la resignación.