Archive for abril, 2025

Castilla, canto de desesperanza

            El 23 de abril es una fecha redonda pues en ella coincide la celebración mundial del Día del Libro y, para quienes somos y nos sentimos castellanos, es también el Día de Castilla ya que en este día se rememora la batalla de Villalar, que tuvo lugar en esa jornada abrileña de 1521. El triunfo en esta pequeña villa vallisoletana de las tropas realistas de Carlos de Gante, el nieto flamenco de los Reyes Católicos, hijo de Juana “la Loca” y de Felipe “el Hermoso”, supuso el frustrante final de la bonita historia de los Comuneros que se confirmó tras el ajusticiamiento, allí mismo y al día siguiente, de sus tres grandes capitanes: el atencino de nación y segoviano de adopción, Juan Bravo, el toledano, Juan de Padilla, y el salmantino, Francisco Maldonado. Muchas de las historias más bonitas acaban mal, como es el caso de aquel —a mi parecer, justo y legítimo— movimiento castellano que se rebeló contra el rey Carlos I (de España y V de Alemania) quien quiso pagar con los impuestos de los castellanos su carísimo trono del sacro imperio románico germánico, favorecer a los mercaderes flamencos —él mismo era el más flamenco de todos— a costa de reducir a mínimos el precio de la afamada lana castellana y copar su corte con extranjeros poco respetuosos de las instituciones y los verdaderos intereses de Castilla. “Y desde entonces ya Castilla, no se ha vuelto a levantar; siempre añorando una Junta o esperando un capitán (…)” dice una de las estrofas del bello poema de los Comuneros, compuesto por Luis López Álvarez, pero al que puso música el Nuevo Mester de Juglaría llamando a la canción “Castilla, canto de esperanza”, un tema, verdadero leitmotiv del castellanismo, que los castellanistas hemos asumido como el himno oficioso de Castilla. Y digo oficioso porque ni siquiera Castilla es oficial al estar política y administrativamente dividida en la actualidad en cinco comunidades autónomas y confundida e, incluso, anulada su esencia en algunos de sus históricos territorios que han preferido forzar una nueva personalidad diferenciadora, antes que preservar sus raíces indubitadamente castellanas. No debemos ir muy lejos para comprobar que en Castilla-La Mancha prima lo manchego frente a lo castellano. Y un ejemplo aún más evidente de ello es Cantabria, mi queridísima tierra de adopción y vocación, en la que algunos, sin duda demasiados, andan buscando sus orígenes hasta en sus numerosas e importantes cuevas prehistóricas, confundiendo los conceptos de pueblo, comunidad e, incluso, nación, con el de tribu, algo que es llevar el nacionalismo, efectivamente, al tiempo de las cavernas. ¿Se imaginan a la Alcarria reivindicarse como nación alrededor de la Cueva de los Casares? ¿Conciben una nación de las Serranías de Guadalajara en torno del abrigo de la Malia, en Tamajón, donde hay indicios de población neandertal que remontarían a hace 45.000 años el tiempo ya habitado de la zona? ¿Podría Molina reivindicarse como nación, además de por su tan histórico como decaído Señorío, por poseer la Mingaña, la singular jerga de tratantes y cardadores que se habla en algunos pueblos del norte de su territorio? En Cantabria, sobre todo en la zona occidental, la más próxima a Asturias, además de reivindicar a Corocotta —un bravo hispano, habitante de aquella tierra en el siglo I a. de C, que se enfrentó a los romanos y al que estos no concedieron el título, si quiera, de guerrero, sino el de “ladrón” en la única referencia documentada que hay suya (Dión Casio 56, 43, 3)—, para tener una referencia personal “nacional” cántabra, también andan ahora empeñados en potenciar el “Cántabru”, el dialecto del castellano que se habla en la zona y que se parece mucho al bable astur. Sustituyan las “oes” finales por “úes” de las palabras en castellano y tendrán los vocablos “cántabrus”.

Los Comuneros Padilla, Bravo y Maldonado en el patíbulo. Siglo XIX. Copia de la pintura original de Antonio Gisbert, de idéntico título, que se guarda en el edificio del Congreso de Diputados . Una réplica de la pintura se custodia en el Museo del Prado.

            Me duele mucho Castilla, cada vez más, porque ni siquiera las provincias castellanas que hoy se dividen en esas cinco comunidades autónomas de las que antes he hablado —Castilla y León, Castilla-La Mancha, Madrid, Cantabria y La Rioja—, tienen una institución común supra autonómica en la que tratar su castellanidad, preservar su identidad histórica y cultural e, incluso, abordar cuestiones prácticas relativas a redes de comunicación, transporte, fomento, servicios públicos, etc. de interés común, dada su territorialidad limítrofe e, incluso, conurbación en algunos casos, como son los notorios del Corredor del Henares y de la Sagra entre Madrid y Castilla- La Mancha. Cierto es que ya hay algunas medidas transfronterizas intercomunitarias adoptadas, como es la lógica y natural pertenencia de Guadalajara al campus de la Universidad de Alcalá, o la red de transportes de cercanías, pero, sin duda, podrían existir aún muchas más —especialmente en materia de obras públicas, sanidad, educación o servicios sociales—, además de potenciarse y cuidar sus identidades castellanas comunes, aunque pertenezcan a comunidades distintas. Ha llegado la hora de reivindicar la creación de unas Cortes Castellanas en las que se reúnan, periódicamente, representantes de los cinco parlamentos de las comunidades con raíces históricas castellanas. Unas Cortes para defender la historia y el pasado comunes desde el sentido común, no para generar un nuevo nacionalismo separatista, centrípeto, ombliguista, endogámico y xenófobo. De esos, ya tiene España demasiados y además van en ominoso aumento. El artículo 145 de la Constitución prohíbe, expresamente, la federación de comunidades autónomas, pero lo que yo propugno no es eso, sino unas Cortes que sean un punto de encuentro de las comunidades castellanas para coordinarse entre ellas y preservar su identidad y valores culturales compartidos. Eso no lo prohíbe la Constitución y lo aconseja el sentido común, ese que siempre presidió el buen hacer de los castellanos hasta estar en la raíz misma de su histórico fuero de albedrío, a través de las fazañas —las sentencias de los jueces pegados al territorio y aplicando la costumbre de cada lugar—, nuestra principal fuente del derecho histórico que, junto con los fueros y las comunidades de villa y tierra, construyeron Castilla, una Castilla tan generosa que se autodestruyó para construir España.

            Dice el poema de los Comuneros, que, como ya hemos dicho, canta ese bendito y queridísimo grupo que es el Mester —¡honor y agradecimiento eterno para ellos!—, que “si los pinares ardieron, aún nos queda el encinar”, una bella alegoría de esperanza para esta Castilla que, hoy, como decía Javier Borobia —¡recordadle siempre pues no conozco mejor castellano que él!—, es solo una “emotividad”, más que cualquier otra cosa. Si no lo remediamos los propios castellanos, Castilla, más que un canto de esperanza seguirá teniendo el del cisne; o sea, el de la desesperanza que antecede al fin de las cosas o, peor aún, el de la resignación.

Cela en el Día del Buero

                Camilo José Cela y Antonio Buero Vallejo podrían ser los arquetipos de las dos Españas de Machado, pero sin helar el corazón ninguna de ellas porque ambos eran lo suficientemente inteligentes como para que su pensamiento político —el del gallego, conservador, y el del alcarreño, de izquierdas— no lastraran la tolerancia y moderación con las que ambos siempre templaron sus respectivas ideas. Eso sí, los dos pagaron caros peajes por sus posicionamientos políticos —sobre todo Buero que hasta estuvo condenado a muerte tras la Guerra Civil—, cobrados por algunos prebostes, más bien mindundis aspirantes a ello, del supuesto bando contrario que, evidentemente, sí estaban lastrados por la radicalidad de sus ideas, la intolerancia y el sectarismo. El odio, en definitiva. Ni Buero ni Cela fueron radicales, intolerantes o sectarios, cada uno en su España. Pudieron no estar en el sitio adecuado y en el momento adecuado, incluso puntualmente podrían haber enviado algunas señales que dieron munición a sus críticos y a los contrarios a sus simpatías políticas y a todo lo radical que se mueve a izquierda y derecha, pero tanto Buero como Cela fueron, además de unos soberbios escritores, dos templadas y buenas personas. El dramaturgo alcarreño siempre fue así considerado por quienes más y mejor le conocieron y trataron, y de esa forma me lo transmitieron cuando documenté el libro titulado “Buero Vallejo y Guadalajara”, quizá mi mejor obra; el propio Buero manifestó públicamente que le gustaría que su epitafio proclamara: “Fue una buena persona”. Y, permítanme que les diga, que “Viaje a la Alcarria” no lo pudo escribir una mala persona, bien al contrario, porque es una obra plena de sensibilidad y ternura, de sensorialidad y belleza, sencilla, pero no simple, naturalista, inocente, elegíaca y nostálgica, como certeramente la calificaba Paco Marquina. Con esos mimbres literarios solo se pueden manejar buenas personas y Cela lo era, no me cabe la menor duda, aunque el personaje que él mismo se creó, porque le encantaba sobreactuar y epatar, a veces emitiera señales en la dirección contraria de la bonhomía.

Participantes en la mesa redonda sobre Cela en el «Día de Buero 2025». Foto Zoilo Notario

                Buero y Cela no pensaban, ni actuaban, igual, evidentemente, pero compartieron muchas más cosas de las que parece, comenzando por el hecho notorio de ser dos de los más importantes literatos españoles del siglo XX, reconocidos ambos con el premio Cervantes, entre otros importantes galardones, además de con sendos asientos en la RAE. En el caso de Camilo José, desde 1957, ocupando el sillón “Q”, y en el de Antonio, desde 1971, ocupando el “X”. Como es sabido, Cela recibió el Nobel de Literatura en 1989, siendo el último escritor español que lo ha obtenido desde entonces, pero hay que hacer notar que, aunque Buero no llegó a recibir nunca este prestigioso reconocimiento mundial, fue propuesto en varias ocasiones para él, estando documentado que en 1974 fue uno de los candidatos que tuvo sobre la mesa la Academia Sueca, como ella misma reconoció al liberar las actas de las deliberaciones del jurado de aquel año. Cela y Buero, además, son coetáneos pues ambos nacieron en 1916; aquél, el 11 de mayo, y éste, el 29 de septiembre. Finalmente, a los dos les unió Guadalajara ya que Buero nació en la capital de la provincia, concretamente en la calle Mayor Baja, lo que desde hace décadas es Miguel Fluiters, en el barrio de Santa Clara, y Cela se avecindó aquí durante una década, primero en un chalet alquilado en El Clavín y, después, en la gran casa que adquirió a la familia Cienfuegos en El Espinar. Esa casona, de estilo inglés, estaba al lado del Cañal, junto a las terreras llamadas de Cervantes, en la ribera del Henares; Dios cría a los grandes escritores y ellos se juntan, pues Paco Marquina también residía allí. En 1997 marchó a vivir a Madrid, no de muy buena gana, como él mismo confesó en un artículo que publicó en ABC. Así las cosas, Buero fue un alcarreño de nación y Cela de adopción y vocación, como él mismo proclamó en público pues siempre mostró muchas simpatías por la capital de la Alcarria, la tierra que él llevó al mapamundi de la literatura mundial ya que de esa obra se han editado casi 11 millones de ejemplares en muchos idiomas, entre ellos el chino mandarín, el bengalí o el japonés. Recordemos que las obras de Cela se han traducido a más de 50 lenguas, un dato solo al alcance de un escritor verdaderamente universal.

                Podríamos concluir esta entrada diciendo que Cela y Buero, o Buero y Cela, que tanto monta, están unidos por más cosas de las que les separan y una prueba evidente de esta circunstancia se ha producido en los últimos días en el propio Instituto de Enseñanza Secundaria de la capital que lleva el nombre del dramaturgo alcarreño. Allí se ha celebrado el “Día del Buero” que, este año, se ha dedicado a Cela y a su “Viaje a la Alcarria”. En esa celebración tuve el placer, y el honor, de ser invitado por el centro a la mesa redonda que tuvo lugar en la mañana del miércoles, 9 de abril, en el salón de actos del centro San José. En ella compartí espacio con la viuda de Cela, la periodista gallega Marina Castaño, el pintor alcarreño Jesús Campoamor, íntimo amigo del matrimonio Cela Castaño, María Dolores García Castro, profesora de Geografía e Historia del propio Instituto, el director del centro, David Montalvo, la concejal delegada de Educación y Universidad, Begoña García Valbuena, y el delegado provincial de Educación y Cultura, Ángel Fernández-Montes. Cada uno aportamos en aquella mesa lo que creíamos que podíamos y debíamos aportar, pero me quedo con la afabilidad con la que regresó Marina Castaño a Guadalajara, manifestando públicamente su afecto y el de su difunto marido a esta ciudad, en particular, y a la Alcarria, en general, y agradeciendo mucho la amistad y el trato que aquí encontraron y recibieron. Algunas amigas, como Ascen de Blas, Cristina Gutiérrez o Delia Pinilla, la mujer de Campoamor, estaban presentes en el acto confirmando que esa amistad pervive aún en la distancia. Marina reivindicó, con pasión, la libertad de “habernos querido muchísimo”, llevándose, además, 40 años de diferencia de edad, superando convenciones y críticas sociales. También sostuvo categóricamente que aquí vivió con CJC “los mejores años de mi vida” y que “fuimos inmensamente felices”; finalmente, avaló, de manera incontestable, lo que yo he afirmado antes: Que Cela “era un ser humano extraordinario, un buen amigo, una persona que se compadecía del débil y que era capaz de sonreír a un niño, a un vagabundo y hasta a un perro”. Y eso solo lo pueden hacer las personas sensibles; entre las buenas, las mejores.

Cela y Buero, Buero y Cela, tan distintos, tan distantes, pero dos hombres buenos que, además, fueron dos formidables escritores, dos figuras destacadas del paisaje de las guadalajaras. ¿Quién ha dicho que la Alcarria es sinónimo de aridez? Los buenos árboles solo crecen en tierra fértil.

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