El año pasado, por primera vez desde 1939, no hubo actos de religiosidad popular en la Semana Santa de Guadalajara, en este caso por causa de la pandemia; en aquel, porque la Guerra Civil acababa de terminar -concluyó el 1 de abril y el 2 fue Domingo de Ramos- y no andaba la cosa precisamente para procesiones. Tampoco había santos con los que procesionar porque la mayor parte de los que procesionaban en Semana Santa en Guadalajara se quemaron en y con la ermita de la Soledad, donde tradicionalmente se guardaban, pocos días después de comenzar aquella fratricida contienda. En 2021, aunque no ha habido procesiones como en 2020, al menos sí que se han celebrado cultos en el interior de las iglesias, si bien con limitación de aforo y medidas especiales. Las cinco cofradías y las dos hermandades de Semana Santa de la ciudad, pese a no poder procesionar, que es el eje central de su actividad anual, han instalado y ornado las imágenes de sus pasos en sus respectivas sedes canónicas para poder ser contempladas y veneradas con el mayor realce posible. Hemos vivido, pues, una Semana Santa que podríamos llamar claustral.
Así, el Nazareno y la Soledad han llenado de compunción y lágrimas el templo barroco jesuítico de San Nicolás; Él, camino del calvario -la suma inocencia al patíbulo, ¡qué contrasentido! -, Ella, a su lado, siempre a su lado, con el luto en el manto y en el corazón, al tiempo que en los ojos las lágrimas superlativas e inconsolables de todas las madres que han llorado la muerte de un hijo.
En San Ginés, el Cristo del Amor y de la Paz – ¿puede haber un Cristo con un nombre más bello? -, cansado de la ignominia de la cruz enhiesta, pero aún clavado a ella, se acostó a los pies del altar de la vieja iglesia dominica, sobre paño de terciopelo enlutado, rodeado de claveles rojos, símbolo de su sangre derramada por todos, y de velones que anticipaban la luz de su Resurrección y de la vida que no acaba. El bellísimo Cristo de Capuz no estaba muerto, pese a parecerlo clavado a la cruz, tener las rodillas quebradas, las manos y los pies remachados al madero y manar sangre y agua de su costado traspasado por el centurión Longinos. Pero no estaba muerto, dormía, esperaba, quizás soñaba.
En la concatedral, con su indisimulada fábrica mudéjar y su retablo manierista, suma de tiempos y de estilos entre el XIV y el XVII, María Magdalena, María la de Cleofás, el apóstol y evangelista Juan y la Virgen de los Dolores lloraban sin consuelo a los pies de la cruz de Cristo, la sacrosanta cruz de madero rugoso, hiriente y retorcido en la que murió la vida para renacer como el brote de la semilla enterrada. La Dolorosa de Santa María, con su atavío hebreo, es una mujer de su tiempo que tiene traspasado su corazón por los mismos clavos y la misma lanza que traspasaron los pies, las manos y el costado de Cristo. No hay mayor dolor que el de una madre cuando ve sufrir a su hijo. No debe haberlo. Descendido ya de la cruz, muerto en esperanza, dormido, Cristo yace en el santo sepulcro también en Santa María; velan su sueño los apóstoles, rotos de dolor por la muerte del maestro y el amigo que les habló de una resurrección en la que no creerán hasta meter el dedo en sus llagas. Tomás somos todos, aunque fue a él a quien le tocó meter su dedo por todos nosotros. No hay esperanza sin fe y aquel dedo del “dídimo”, del “mellizo”, sobrenombres de Tomás, fue el que nos indicó a todos el camino a seguir en la encrucijada de la vida.
En Santiago, donde el gótico, el mudéjar y el plateresco se dan la mano en el viejo convento de las clarisas, Jesús atado a la columna y la Virgen de la Esperanza nos invitaban catequéticamente a conocer el doloroso e infamante camino que recorrió Cristo hasta llegar a la cruz. A la columna le ataron, a la cruz, lo clavaron. No pueden andar sueltas ni la libertad ni la justicia, máxime si estas golpean nuestras conciencias y nos abocan a caminos que no queremos transitar. Cristo atado a la columna nos ofrece a su madre como esperanza de la verdadera y eterna libertad. Y la sombra del Cristo de la Pasión -imagen de la foto que acompaña esta entrada-, hermosísima talla del maestro Higueras, se nos mostraba como ejemplo de lo que es transitar por la vida, siempre cargando cruces, pero para llegar al final de un camino en el que tendremos la oportunidad de mirar a los ojos a Dios y aguantarle la mirada hasta vernos reflejados en ella. El Cristo de la saeta de Machado, siempre con sangre en las manos, siempre por desenclavar, es la opción difícil de la vida, pero es la mejor, aunque muchos no lo sepan y otros no lo quieran saber. Como dice el “Reloj de la Pasión”, cantar popular alcarreño de Semana Santa, “¡El reloj se concluye, /sólo nos falta / que a sus golpes y avisos, / despierte el alma».