La activa asociación Serranía de Guadalajara acaba de editar y presentar públicamente un libro patrocinado por la Diputación Provincial, titulado “Serranías de Guadalajara. Despoblados, expropiados, abandonados”, en el que se recogen las circunstancias en las que se despoblaron 20 pueblos de esta comarca de la Guadalajara más septentrional mediada la segunda mitad del siglo XX, además de hacerse unas amplias monografías de ellos. La obra, eficazmente coordinada por el médico y escritor valverdeño, José María Alonso Gordo, está escrita y suscrita por veinte autores, entre los que tengo el honor de encontrarme. Aunque cada uno con nuestro estilo y acento, entiendo que se ha conseguido dar al trabajo una mínima unidad como para que resulte lo suficientemente coral, con relativa armonía y sin gallos ni estridencias. No es un libro más dadas su originalidad temática y, especialmente, su impagable aportación como referencia agrupada de los 20 pueblos serranos de Guadalajara que más pagaron el acusado proceso de despoblación que se vivió en la España rural, sobremanera desde finales de los años 50 hasta los 80, y que aún no ha cesado, como el rayo del poemario de Miguel Hernández. La “España vaciada” lo llaman ahora y hasta parece que los políticos se quieren tomar en serio que deje de seguir vaciándose y que la palabra repoblación sustituya a su antónima, despoblación. Permítanme que sea escéptico al respecto porque los urbanitas crecen como las amapolas en los campos de cereal en la primavera tardía, pero los “ruralitas” solo nacen como las amanitas cesáreas, el hongo tan buscado como escasamente encontrado en los robledales que es casi como el edelweiss, la flor que tan dificultosamente se abre paso entre la nieve alpina. Pero por mí, que no cesen en su empeño quienes tienen poder, competencia y recursos para ello; bien al contrario, legislen sobre la matería, pero, sobre todo, trabajen de verdad, presupuesten e inviertan y no solo se llenen la boca de buenas intenciones, pero con palabras/propaganda y hechos/huecos.
Como comenta el prologuista del libro al que nos estamos refiriendo, el filólogo originario de Riosalido, José Antonio Ranz Yubero, la despoblación y el abandono de núcleos habitados en el medio rural no es un fenómeno del siglo XX pues antes de iniciarse éste, en centurias anteriores, solo en la provincia de Guadalajara habían desparecido 535 pueblos, de los que 70 estaban situados en la comarca de las Serranías. Ranz apunta también un preocupante dato ad futurum: “otros diez pueblos (de la Sierra Norte) están a punto de decirnos adiós”. La Guadalajara vaciada sigue vaciándose, pues.
Estos son los 20 despoblados de las Serranías de Guadalajara, por expropiación o abandono, sobre los que trata este libro: Alcorlo, El Atance, Bujalcayado, Las Cabezadas, Fraguas, La Iruela, Jócar, Matallana, Matas, Querencia, Robredarcas, Romerosa, Sacedoncillo, Santotis, Tobes, Umbralejo, El Vado, La Vereda, La Vihuela -de cuyo capítulo me he encargado yo por tener vínculos familiares con Colmenar de la Sierra, del que era anejo- y Villacadima. Como el propio título de la obra indica, la mayoría de ellos se despoblaron porque sus últimos habitantes marcharon del pueblo para fijar su residencia permanente en otro lugar, si bien unos cuantos fueron forzados a la despoblación por expropiación, siendo los casos más evidentes los de los pueblos que anegaron embalses: Alcorlo (en 1982), El Atance (en 1998) y El Vado (en 1954); como es sabido, en la comarca de la Alcarria, otros dos pueblos fueron cubiertos por las aguas, en este caso del embalse de Buendía: Santa María de Poyos y La Isabela (en 1956), con su balneario real y todo. También fueron varios los pueblos despoblados y expropiados de las Serranías para realizar en ellos una reforestación, generalmente de pinos, cuando las políticas de ordenación del territorio estaban por la labor de la “pinarización” de montes -permítaseme la expresión- y, sobre todo, por reducir al máximo el número de pueblos pequeños por ser “inviables” para la administración. En unos casos se expropió para reforestar y en otros se reforestó después de la despoblación, entre otros motivos para que no pudieran regresar a sus casas quienes las habían abandonado, aunque en algunos casos continuaran siendo sus legítimos propietarios. Entre el hecho de que muchas gentes marchaban de los pueblos a la ciudad en busca de trabajo y una mayor y mejor calidad de vida y los empujones que la administración dio a no pocos para que fueran despoblados, la España de interior, en aquellos años que precedieron y siguieron al llamado “desarrollismo”, más que vaciarse, se desangró. No olvidemos que quienes se iban de sus lugares de arraigo no eran objetos, ni siquiera animales, sino personas de carne y hueso, aunque aquella no pasara de enjuta y éstos estuvieran molidos de tanto trabajar para apenas sobrevivir. A este respecto, yo mismo puedo aportar un testimonio personal de excepción: Cuando era un joven que quería ser periodista en la impagable escuela del recordado semanario “Flores y Abejas”, fui testigo de excepción, junto con mi compañero y amigo fotógrafo, Luis Barra, del momento en el que se produjo la despoblación efectiva de Alcorlo, el 29 de enero de 1982. Ese día, la Confederación Hidrográfica del Tajo demolió el pueblo con palas excavadoras para forzar a sus últimos 30 residentes a que se marcharan de él, una vez que les habían expropiado las fincas urbanas y rústicas que iba a anegar el embalse que tomaría su nombre y cuyas aguas ya llegaban a las casas más cercanas al río Bornova. Como contaba en mi crónica de aquel día, Alcorlo parecía víctima de un terremoto, mientras sus últimas gentes lloraban lágrimas secas porque de las húmedas ya no les quedaban, y se sentían, literalmente, víctimas de un “avasallamiento” -este fue el término exacto utilizado por un vecino para definir la situación-, por muy legal que fuera. Termino esta entrada con las palabras con las que cerré la columna que, complementando la información, publiqué sobre aquel momento en que moría un pueblo por aplastamiento y a sus gentes se les hacía jirones el alma: “La muerte, esa tarde del 29 de enero, parecía ser la constante que deambulaba por Alcorlo. Un viento frío, helado, un viento soberbio y con guadaña nos despedía de allí ya al anochecer. Descanse en paz Alcorlo”.