Hace un par de semanas que murió mi madre, ya nonagenaria, con movilidad reducida por el inexorable y oxidante paso de los muchos años que vivió, pero con una lucidez mental que me permitió comunicarme e interactuar con ella hasta el último momento, algo que me alivió y aún alivia sobremanera en esta difícil hora del duelo. Perder a un ser querido es siempre muy doloroso, pero perder a una madre, bien lo saben quienes ya han pasado por este trance, es algo absolutamente desgarrador. Al pie de su cama en el hospital, cuando ella no, pero yo sí, sabía que se estaba muriendo, escribí estos versos en mi cuaderno/compañero de viaje porque, como dice Víctor Herrero, “hay cosas que para ser dichas necesitan la intimidad de la poesía”:
Mi madre
se está muriendo a mi lado y yo
un poco con ella; en su vientre
nací, no en las manos de la matrona,
y viví cálido y húmedo nueve meses,
el tiempo que ella y yo tuvimos solo para nosotros.
Algunas veces me han dicho y afeado que tiendo a hacer “striptease” emocionales cuando el sentimiento y la emoción me embargan, como es el caso. Yo soy de los que opino que hay que salir llorado de casa, pero a mí me ha ido muy bien contar mis sentimientos, incluso con detalle, cuando estos bullían en mi cabeza, mi alma o mi corazón, como también es el caso. Digamos que verbalizar emociones es para mí una terapia a la que, a mis 61 años, lejos de renunciar, me aferraré para seguir caminando en este “valle de lágrimas” que, ciertamente, es la vida y en el que, por cierto, ya no tengo muchas más que derramar porque han muerto mis padres y mis hermanos, quedándome yo solo y en primera fila al borde del abismo. Procuraré no dar un paso al frente.
Todas las madres son especiales, especialmente las que menos especiales son. Permitidme que hoy os hable brevemente de la mía porque ella se lo merece y yo lo necesito. Pilar, Pili para su familia y allegados, Piluca para mi padre, fue una mujer fundamentalmente luchadora y encajadora porque la vida le dio unas cuantas bofetadas, sobre todo cuando perdió a dos de sus tres hijos, mis queridos hermanos Alfonso y Carlos; el primero, hace ya treinta años, y, el segundo, acaba de hacer cuatro. Si es desgarrador para un hijo separarse de una madre, aún lo debe ser mucho más —me consta que lo es porque lo he vivido muy de cerca—, que una madre se separe de su hijo por la muerte de éste, sobremanera si es muy prematura, como fue el caso de la de mis hermanos, especialmente el de Alfonso que se nos fue a los 37 años y en unas circunstancias que aún hoy no están esclarecidas, lo que agrava el pesar y el duelo. Además de estos dos duros episodios vitales, mi madre vivió otros que me vais a permitir que no desvele porque una cosa es desnudar las emociones y otra abrir de par en par las puertas de la intimidad. Hay que tener mucho cuidado con los constipados del corazón. Sacando fuerzas de su encomiable entereza y apoyada en su inquebrantable fe cristiana, mi madre caminó por la vida hasta los 95 años con una dignidad ejemplar y sin reproches pese a las cicatrices que tenía en el alma. No caminó, ni caminará, sola, pero el dolor del alma no es transferible y lo cargó ella sola como Cristo con su cruz camino del calvario, y, quienes la acompañamos, lo más que pudimos ser fue cirineos; pero no nos clavaron manos y pies, ni nos quebraron la rodilla, ni abrieron el costado como a ÉL y a ella. Mi madre fue una santa anónima, de esas que viven en el piso de arriba o de abajo y que jamás serán elevadas a los altares; si alguien se escandaliza por esto que digo, pues ya sabe, que se arranque la parte de su cuerpo, de su alma o de su corazón que le provoque el escándalo.
Aunque de la unidad familiar en la que nací ya solo quedo yo, jamás me he sentido así en estos difíciles días, primero por el apoyo del resto de mi familia, especialmente de mi mujer, mis hijas y mis queridísimos nietos -los dos corazones jóvenes que ayudan a latir al mío ya con alguna arruga-, y, sobre todo, por el apoyo y cercanía de los muchos amigos que me precio tener. De mi hermano Alfonso solo heredé materialmente unos discos de vinilo y unos libros —de poesía, por supuesto—, pero sobre todo recibí de él un legado impagable: practicar la amistad hasta el extremo. Uno de esos buenos amigos que me he encontrado en el camino de la vida, Álvaro Ruiz Langa, que además de amigo es maestro, me hizo hace unos días un regalo muy especial que hoy quiero compartir con vosotros: se trata de un libro, un opúsculo, titulado “Tristeza” y del que es autor el anteriormente ya citado Víctor Herrero, un joven fraile capuchino salmantino que, además, es poeta, filólogo, filósofo y teólogo. Comparto con él la afición y la afección por la poesía y el pensamiento profundos, pero también el hecho de que perdió a su madre, que se llamaba Pilar, y que, como la mía, le despidió con una sonrisa cuando ya agonizaba. Este libro es un “striptease” emocional de un hombre y humanista que, como yo, vio morir a su querida madre tras mucho sufrir y el duelo le condujo a la tristeza, como es también mi caso, pero una tristeza en esperanza porque ambas dejaron ya atrás sus padecimientos, se ganaron el cielo y ahora nos cuidan desde él. Herrero se inspiró en una frase de Simone Weil para escribir su obra: “Lo contrario de la tristeza es la realidad”. Es una frase redonda, profunda y compleja, difícil de inteligir incluso, pero absolutamente certera. La realidad es la vida y la vida es la mejor forma de superar la tristeza derivada de una muerte. Lloro por mi madre, pero río por mis nietos al tiempo que sonrío por mi mujer, mis hijas, el resto de mi familia y amigos… y por el hermano sol y la hermana luna, como el “Poverello” Francisco, el de Asís, no el del Vaticano. No tengo derecho a estar triste. Hola tristeza, ¿tomamos algo?
Mamá, gracias por tanto y por todo. Y descansa en la paz que tan bien te has ganado.