El tamarix es un arbusto que puede llegar también a ser árbol de cierto porte al que le gusta el terreno salino, pero no el calizo, abunda en lugares semidesérticos, aunque también se asocia al mar por su inclinación salina, o a humedales, estanques o cursos fluviales; gusta del sol, pero aguanta los duros inviernos. En todo caso, es una especie muy pintona pues sus hojas son generalmente verdiazuladas y rosáceas sus flores. El tamarix puede llegar a tener tres floraciones: en primavera, verano y otoño. La floración del estío se suele producir al iniciarse agosto y caduca al finalizar, un proceso y un tiempo similares a los que se vive en la mayoría de nuestros pueblos ya que a primeros de este mes, y especialmente a mediados, se llenan de vida y vacación, para vaciarse en cuanto comienza a doblar el espinazo, pasadas las festividades de la Virgen de la Asunción y San Roque.
Cerca del puente de los Manantiales de Guadalajara hay una gran mata de tamarix en el bonito, sugerente y sosegante paseo peatonal que discurre paralelo al curso del río Henares y de la que he tomado la foto que acompaña este texto. Como se puede apreciar en la imagen, la flor se muestra ya en un rosáceo apagado, cuando hace apenas un par de semanas su color era vivo e intenso. Como la flor del tamarix, hace solo quince días los pueblos de la provincia se llenaban de gente que volvía al lugar donde tiene sus raíces para vacacionar y reencontrarse con la tierra. El refranero castellano, sabio como un viejo y listo como el hambre, tiene un dicho para ese tiempo -y para todos-: “Días de mucho, vísperas de poco”. Efectivamente, si en aquellos primeros días de agosto los pueblos se comenzaban a llenar de gente, en estos en que ya decae el mes de los meses vacacionales, empiezan a vaciarse y ya no volverán a recobrar un pulso tan acelerado de reencuentro y emociones hasta la próxima Semana Santa, momento en el que, casualmente, también se produce la primera floración del tamarix. La pequeña encina, el chaparro, fue siempre tenida como la especie vegetal, junto con las plantas aromáticas, que mejor representaba las tierras alcarreñas, pero el tamarix, aunque aquí no abunda, tiene una biología, como hemos visto, que se asemeja mucho a la de nuestros pueblos en este tiempo, largo ya, de su vaciamiento la mayor parte del año y de saturación durante apenas unos días de agosto.
Cuando nuestros pueblos hacen el agosto, los goznes de las bisagras de las puertas chirrían por el óxido, pero también son gritos de alegría porque están hechas para abrirse, aunque parezca lo contrario. Hay muchas cosas –también personas, pero no viene al caso- inútiles hasta la saciedad, y una de ellas es una casa y una puerta cerradas que se perpetúan en el tiempo y en las que solo viven el polvo y el silencio. Cerradas están la mayor parte de las casas y las puertas de nuestros pueblos durante once meses al año porque, aunque muchas de ellas estén recientemente remozadas, contribuyendo así a renovar y mejorar el conjunto del caserío, cada vez somos más seres urbanos, lo que tengo ya más dudas es si también “hijos del futuro” como decía la canción de “Asfalto”.
Cuando en los pueblos se despide agosto, más que acercarse el final del verano parece que llega el invierno. La meseta castellana es tierra de clima continental extremo, de duros y largos inviernos y veranos, pero de cortos otoños y primaveras. Si la tierra es y se comporta así, el hombre también porque ambos forman parte del mismo ecosistema, haya equilibrio biocenótico o no. Saltándonos las primaveras y los otoños nos estamos perdiendo mucho porque el primero es el tiempo de la flor y el segundo el de los frutos. Sembrar sin primaveras ni otoños es cosechar sequías y tempestades. Aunque a veces la tierra se empeñe en otoñar, si los hombres nos hemos ido de ella para apelotonarnos en las ciudades, donde ya no cabe duda de que no hay playa debajo del asfalto, el otoño rural es imposible porque nada es ni ocurre si no se ve, oye, toca, palpa, gusta, sufre o disfruta.
Como la flor del tamarix en la floración estival, avanzado ya agosto nuestros pueblos comienzan a languidecer, que es una forma de decir despoblarse, o vaciarse, como se dice ahora, aunque es un término más propio para las cosas que para las personas. Mucho se habla de la España vaciada, muchos anuncios oficiales se hacen desde distintas instancias para supuestamente combatir ese hecho, incluso hay comisariados especiales -y muy bien pagaos- para ello, pero el caso es que cada día están más llenos los cementerios de los pueblos, más vacías las casas y más cerradas las puertas. Decía Azorín, el gran escritor alicantino que como todos los de su generación, la del 98, volvió la vista hacia Castilla desde su periferia mediterránea –muchas veces para maltratarla-, que “no hay pueblo español, chico o grande, que no encierre una enseñanza”; bien es cierto eso que dijo José Martínez Ruiz, pero el problema es que las enseñanzas de los pueblos más pequeños se contienen en libros que cada vez tienen menos lectores y una enseñanza no sirve de nada si nadie la aprende, como un libro sin lector es un objeto inútil y que, incluso, puede llegar a ser absurdo.