Hoy iba a escribir de las Ferias y Fiestas de Guadalajara que van a celebrarse en los próximos días en este verano ya maduro de septiembre, como llamaría a este tiempo mi querido amigo/hermano, Javier Borobia. Iba a hablar, más que de estas ferias que se avienen cuando ya gasto más de medio siglo, de las que viví siendo niño, que fueron mis auténticas ferias porque estoy de acuerdo con Rilke en que “la infancia es la verdadera patria de los hombres”. Iba a escribir de mis recuerdos en blanco y negro, incluso en sepia, de aquel parque de la Concordia plagado de atracciones: los caballitos del señor Paco, el güitoma, las barcas, el Tren de la Bruja, la Noria, la Ola, el Galeón, los coches de choque, el laberinto de espejos, las “hermanas colombinas”, los puestos de tiro en el llamado “paseo de los Curas”, los de pinchos en la zona trasera de la Mariblanca, incluidos los que servían “the” y pinchos morunos, los carretones con montañas de patatas fritas, trozos de coco y manzanas caramelizadas, las máquinas de algodón de azúcar, etc. etc. Iba a hablar, también, del Teatro Chino de Manolita Chen, que se solía ubicar en el aparcamiento del Asilo, donde entonces se hacían los exámenes de maniobras para sacarse el carnet de conducir. Quería escribir del circo que se instalaba en las eras que aún eran de pan trillar en vez de piso construir, en el barrio de la Soledad, al lado de las casas de “Paco Nicolás”. Me apetecía contar la importante nómina de artistas que, entonces, traían a Guadalajara los llamados “Festivales de España”, así como recordar algunas de las obras de teatro que se programaban en el “Coliseo Luengo”, dignas de las mejores carteleras de Madrid, y, por supuesto, relatar aquellos inolvidables y espectaculares desfiles de carrozas con los que se abrían las ferias de los años sesenta y setenta, con especial relato, por su boato, de las que ocupaban las reinas de las fiestas, que solían ser hijas de ministros o de otras altas autoridades del Estado, cuanto más altas, mejor.
Quería escribir de todas esas cosas y de muchas más y, seguramente, habría hecho pasar un buen rato a quienes lo leyeran, sobre todo a aquellos que, en razón de su edad, conocieron aquellos tiempos festivos que, entonces, parecían todo un signo de modernidad y progreso pero que, vistos con la perspectiva del mucho tiempo ya transcurrido, huelen a alcanfor y a rancio y hacen que el confeti que a sacos se lanzaba desde las carrozas se confunda con caspa. Quería escribir de ello, y disfrutar haciéndolo, pero no puedo, ni debo, y, aunque en vez de un buen rato a alguien se lo haga pasar malo, mi obligación moral y lo que me pide el cuerpo es hablar de Aylan Kurdi, el niño sirio de tres años que se ha ahogado en aguas turcas cuando, huyendo de la guerra, intentaba llegar a Europa, cuya dramática imagen ha recorrido el mundo y, espero, que lo haya consternado y sirva para que se agiten las conciencias y se trabaje, pronto, de verdad y de una vez por todas, para evitar nuevas tragedias como ésta, que no ha sido ni mucho menos aislada.
Aylan ya no va a poder jugar más con su hermano de cinco años, Galip, ni con su madre, pues ambos murieron también cerca de la orilla a la que pretendían llegar para dejar atrás el horror que toda guerra supone, pero aún mucho más ésta que atiza el llamado Estado Islámico, nacida de un fundamentalismo religioso radical, sinsentido y mortal que está elevando la sinrazón de toda guerra a la enésima potencia y sacando a la luz lo peor del hombre.
Aylan nunca conoció, ni ya podrá conocer, las ferias de Guadalajara, ni las de antes ni las de ahora, y aunque seguramente que vivió pobre, intuyo que fue feliz el poco tiempo que le dio la vida porque sólo son infelices los que echan de menos cosas pero, muy probablemente, él se conformaba con lo que tenía, aunque fuera poco, porque la pobreza se suele defender de la riqueza ignorándola. Aylan no conoció nuestras ferias, ni siquiera habría oído hablar de nuestra ciudad y, muy probablemente, tampoco sabría nada de la Europa a la que su madre le traía con la esperanza de encontrar en ella una vida mejor, aunque en su viaje hallara la peor de las muertes posibles. Hoy la foto de la noticia no es, no puede ser, festiva, ni en blanco y negro ni en sepia ni mucho menos en color; hoy, dramáticamente, la foto es la del pequeño Aylan ahogado en la costa turca, lamentablemente muerto cuando apenas había empezado a vivir y ni siquiera había tenido tiempo de soñar.
A Aylan no le ha matado ni le ha quitado la vida y los sueños el mar, le hemos matado entre todos porque cuando un niño muere de la forma en que lo ha hecho Aylan, todos somos un poco culpables de esa muerte que, espero y deseo, no sea inútil, y sirva para remover conciencias y políticas en dirección a la justicia y la paz. Y a la solidaridad, que es la ética de las éticas, como acertadamente afirmó mi viejo y buen amigo Santiago Barra cuando dio el pregón de las ferias y fiestas de Guadalajara de 1980 desde el balcón del Ayuntamiento.
Aylán es un nuevo ángel que hay en el cielo, un ángel de oriente medio, que, junto con los africanos que huyen de esa otra forma de guerra que es el hambre, son los “ángeles negros” de estos tiempos, a los que, como dice el bolero, también los quiere Dios/Alá, aunque a veces no lo parezca.
Descansa en paz, Aylan, y juega en el cielo todo lo que no has podido jugar en la Tierra.