La mejor de las amistades posibles -que es la muy generosa y nada interesada- me llevó hace unos días hasta Arbeteta a pasar un buen rato y a disfrutar de ese bello entorno natural de la “tercera Alcarria”, como llamaba a las tierras del sur de Cifuentes Layna Serrano, que en realidad ya son casi sierras y que forman parte del Alto Tajo, ese espléndido macropaisaje guadalajareño que, precisamente, cuando llega la otoñada, se viste con sus mejores galas y ofrece una sinfonía de color o, lo que viene a ser lo mismo, una paleta de sonidos, incluida la de las grullas en migración, para regalo de la vista y el oído.
Arbeteta nos recibió con una fuerte lluvia en forma de temporal que estaba empapando a la tierra e invitando a los escasos residentes que quedan en el pueblo, incluso en fin de semana, a no desafiarla en la calle, sino a esquivarla al amor de la lumbre baja. Algunos de los pocos lugareños con los que pudimos hablar nos contaron que era el primer día en muchos meses que allí llovía tanto y de manera tan prolongada, pero lejos de quejarse por ello todos daban la bienvenida al agua porque saben que sin ella sería imposible aquel bendito paisaje que la orogenia nos regaló a los hombres, aunque a quienes más han sufrido su dureza en sus propios riñones y en sus menguadas despensas, les haya parecido justo lo contrario, algo que es perfectamente entendible.
Si bien la intensa y pertinaz lluvia condicionó nuestra libertad de movimientos en la grata jornada vivida en Arbeteta, no nos impidió ir hasta el Picazo y disfrutar desde allí de la espléndida vista del castillo roquero que se alza sobre un acantilado de más de medio centenar de metros, en el serpenteante valle que lleva a Valtablado, y que tiene un dominio privilegiado sobre su escarpado entorno. Esta singular y casi inaccesible ubicación –sólo se puede acceder al castillo a pie por el Este-, sin duda fue determinante para que se erigiera allí esta pequeña fortaleza que tiene más pinta de haber sido un torreón-vigía que un gran enclave guerrero y residencial, aunque la evidente presencia en su patio de armas de los restos de un aljibe es prueba irrefutable de que no dejó de ser un espacio vividero.
Pese a que Arbeteta, y muy especialmente su entorno, tiene muchas cosas que ver, dos son de obligada atención e interés: su espectacular castillo y el famoso “Mambrú”, que es el nombre dado a la veleta que corona el chapitel de la iglesia. Se trata de una figura humana vestida de granadero de la guardia real, con denominación idéntica a la de la cancioncilla popular de “Mambrú se fue a la guerra…”, que parece tratarse de la deformación fonética del apellido del general inglés “Malborouhg”, famoso por su participación en la Guerra de Sucesión española, a principios del siglo XVIII.
Fue el antes ya citado Cronista Provincial, Francisco Layna Serrano, quien se hizo eco en un artículo publicado en 1944 en el Boletín de la matritense Sociedad Española de Excursiones, quien se hizo eco de una bella leyenda popular que habla de los amores imposibles de un humilde mozo de Arbeteta, hijo del sacristán, que marchó a la milicia y regresó de sargento, y una hija del labrador más rico de Escamilla y cuya frustrada relación quedó inmortalizada en las veletas de ambos pueblos, llamándose “El Mambrú” a la de Arbeteta y “La Giralda” a la de Escamilla. La primera, como hemos dicho, representa a un soldado de granaderos y la segunda es una figura de mujer, aunque, según afirma Layna, originalmente representaba al arcángel San Gabriel. Como a la de Arbeteta, un rayó la partió y modificó su primitivo aspecto.
La leyenda aludida contaba que el padre rico de la muchacha de Escamilla había prohibido tajantemente que su hija mantuviera amores con el humilde mozo de Arbeteta que, desolado por ello, entró en la milicia para tratar de mejorar su posición social y sus recursos económicos y así doblegar la voluntad del progenitor de su amada. Pero éste, incluso después de regresar aquél con éxito de su paso por el ejército, mantuvo su negativa inflexible a esa relación, de tal forma que ambos enamorados sólo podían comunicarse ascendiendo a lo más alto de la torre de ambas iglesias para hacerse señales, él agitando una bandera y ella, a través de su amiga la hija del sacristán, moviendo al viento su propio delantal. Como en casi todas las leyendas de amores, la muerte joven de ambos enamorados dio al traste con sus esperanzas y sus vidas.
La resolución de esta leyenda, de la que por razón de espacio he omitido muchos detalles singulares, el propio Layna la contaba de esta forma tan curiosa en su artículo antes referido, que fue reeditado en 1988 por la Diputación de Guadalajara en un opúsculo conmemorativo de la recolocación de una réplica del “Mambrú” de Arbeteta sobre el chapitel de la iglesia, tras haber destrozado un rayo la figura de la veleta original: “Dícese que para perpetuar el recuerdo de aquellos desventurados y de la ingeniosa traza discurrida y practicada por ellos para comunicarse, el vecindario de Escamilla hizo coronar su hermosa torre con una veleta representando personaje celestial con vestimenta que pueda parecer femenina, veleta llamada “La Giralda” y que en el ambiente popular representara y recordara a la mocita desgraciada; como los de Arbeteta remataron el agudo chapitel de su campanario, no con una figura genérica a la cual, por algún detalle y convenio tácito popular se le asignase el recuerdo de determinada persona muy estimada en el lugar, sino que representara a la persona misma o sea la efigie del malaventurado sargento “Mambrú”.
Layna Serrano dixit.