Siendo yo aún bastante niño, la primera vez que vi una foto de Valverde de los Arroyos, hecha por mi padre con su inseparable Voigtländer, me enamoré de este pueblo por la belleza suma y diferente que reúne. Suma porque puede haber otros pueblos castellanos iguales o parecidos a él -pocos, muy pocos-, pero no más bellos. Y diferente, porque en estas tierras de Guadalajara en las que la horizontalidad ocupa gran parte de su piel, la verticalidad tendida y la altura de Valverde ofrecen una belleza singular y alternativa.
El amor de niño es muy puro, no está maleado y es el menos interesado de los amores. Es más, no hay -no debería haber- amores interesados porque el amor químicamente puro está en las antípodas del interés y es incompatible con él. Un amor interesado es como un amanecer vespertino o como un lunes dominical, una contradicción; no es posible y, si lo es, solo como metáfora porque o amanece o atardece, con el mediodía de transición, y es domingo o lunes, con solo un nanosegundo entre un día y otro, a las 12 en punto de la noche.
Como decía, me enamoré de niño de Valverde, de forma leal y desinteresada, aún sin haber estado en él y a través de una fotografía en blanco y negro, una técnica fotográfica insuperable para poner en valor la naturaleza muerta, pero la menos adecuada para realzar la viva. Y Valverde es naturaleza viva incluso en la larga invernada, cuando lo dominan el blanco de la nieve, el negro de la pizarra, el gris oxidado de la cuarcita y el siempre verde de los árboles de pequeño porte y de los arbustos de altura, de las eras y de los escuetos sotos fluviales de los mil y un arroyos que le dan apellido y por los que corre el agua incluso en tiempos como estos en los que apenas cae del cielo.
Sí, me enamoré de Valverde solo a través de una fotografía y que, además, era en blanco y negro, pero aquel amor infantil y a primera vista pronto se convirtió en pasión cuando, poco tiempo después, fui por primera vez a ver ese pueblo cuya belleza tanto me había impactado y, nada más avistarlo en la distancia, tras dejar atrás el espeso bosque autóctono de Palancares, en una intransitada y sinuosa carretera -más bien camino- de macadam, advertí que la foto de mi padre no le había hecho en absoluto justicia y que su belleza no sólo era llamativa, sino sublime. Valverde aparecía allí, bajo el dios de cuarcita, pizarra y agua llamado Ocejón, pegado tanto al paisaje que parecía mimetizarse con él. Desde ese mismo momento supe que mi amor por Valverde no era un capricho infantil, que igual que viene se va, sino que había llegado a mi aún corta vida para quedarse porque tanta belleza no podía serlo solo a los ojos y el corazón de un niño, sino a los de cualquiera y en cualquier tiempo.
Volví por Valverde de niño y adolescente algunas veces, aunque cuando más lo frecuenté fue ya de joven, de la mano de ese hermano que no me encontré en casa, sino en un afortunadísimo recodo de los caminos de la vida, que se llama Javier Borobia y que, como en tantas ocasiones he dicho y seguiré diciendo, es un verdadero perito en Guadalajaras pues, no solo conoce estas tierras como pocos, sino que las comprende y verbaliza como nadie. Si la primera vez que fui a Valverde lo hice de la mano de mi padre, muchas veces más lo hice después de la mano de Javier, percibiendo el afecto fraternal con la misma intensidad que había percibido el paternal y llevándome ambos de manera firme y segura, ayudándome así a ser menos niño y a ser mejor mayor.
Como el hijo pródigo, regresé el pasado domingo de Ramos a Valverde después de mucho tiempo sin ir por allí. Tenía alguna duda sobre la vigencia de mi amor por el pueblo de los arroyos; sabía que me iba a encontrar mucha gente, probablemente demasiada, y que aquel pueblo-pueblo serranísimo, aislado y de muy escasa población que yo conocí, ya no era el mismo porque los árboles de los centenares de turistas que cada fin de semana lo visitan no me iban a dejar ver el bosque verdadero de ese bello lugar que, como decía, está tan pegado al paisaje que es imposible que lo esté más y que solo lo separan de él, lo separamos, quienes vamos allí como el que va a visitar un parque temático de ruralidad plena. Efectivamente, Valverde estaba abarrotado de gente que iba y venía por todas partes, preferentemente en dirección a las eras y, de ahí, hacía las Piquerinas, Despeñalagua e, incluso, el camino de Majaelrayo y del mismo Ocejón. A pesar del trasiego de personal por esas calles valverdeñas de tan sonoros nombres: Trasiglesia, Ejido, Fragua, Escuelas, Arroyo… advertí varias circunstancias que me aliviaron sobremanera: el estado de conservación del conjunto urbano -como es sabido, un extraordinario ejemplo de arquitectura negra- supera el notable alto, hay una significativa actividad económica en él, gracias al turismo, que contribuye a su pervivencia, y sigue siendo una comunidad viva, escasamente poblada, pero viva. Este último hecho lo confirmé cuando asistí a la bendición de ramos en el Portalejo, el atrio de la iglesia en el que se escenifican los autos sacramentales de la Octava del Corpus -la gran fiesta de los sentidos valverdeña- que fueron recuperados por José María Alonso Gordo, con la colaboración de Emilio Robledo y Moisés García de la Torre, tras dejar de representarse, mediado el siglo XX, cuando la emigración masiva diezmó Valverde, al igual que a gran parte de los pueblos de la zona e, incluso, de la provincia y aún de casi toda Castilla. Precisamente, en el Portalejo coincidí con José María Alonso, valverdeño militante, quien esperaba, junto a un nutrido grupo de convecinos, la bendición de los ramos -allí, tradicionalmente, son de acebo-, al tiempo que escuchaba una de las tres versiones del cantar del domingo de ramos que, él mismo, junto con José Fernando Benito y Emilio Robledo, recogió en su libro conjunto “Cancionero popular serrano (Valverde de los Arroyos”, que fue Premio de Investigación en 1978 de la Diputación de Guadalajara.
Mucho han cambiado las cosas en Valverde desde que, a través de una foto en blanco y negro, me enamoré de él siendo niño. En todo caso, yo, a pesar de unos cuantos pesares, sigo percibiendo su esencia y su alma. Y le confieso de nuevo la permanencia de mi amor. Ahora sereno, maduro y en color.