11- S, 11-M y 13-N

                 Aunque el 11-M de 2004 los españoles vivimos muy de cerca el horror que sembró la barbarie terrorista en los brutales atentados a varios trenes de cercanías de Madrid, saldados con 192 muertos y alrededor de 2000 heridos, el 13-N, cuando tuvimos noticia de los atentados de París, cuyo balance provisional de muertos se sitúa en los 130 y el de heridos en 350, el horror ya conocido en nuestras propias carnes no palió, ni mucho menos evitó, que nos horrorizáramos con el que vivieron los parisinos en las suyas propias.

El terrorismo, cuando ataca, se lleva por delante víctimas con nombres y apellidos, sí, pero en el fondo nos amenaza y ataca a todos, porque cualquiera podemos ser sus víctimas, en cualquier momento y en cualquier lugar, ahí está la dificultad de combatirlo y es ahí donde radica el provecho de practicarlo para sus asesinos promotores que, con sus bárbaras acciones, consiguen propaganda de sus postulados, al tiempo que nos amedrentan a todos. Maquiavelismo en estado puro: los terroristas creen que el fin –sea éste cual sea: luchar contra los que ellos llaman y consideran “infieles”, conseguir la independencia de un país, dominar una región para fomentar impunemente el narcotráfico, etc.-, justifica los medios, es decir, los atentados y las matanzas salvajes e indiscriminadas, como las de Nueva York el 11-S de 2001, las de Madrid el 11-M de 2004 o las de París el 13-N de 2015, entre otros muchos.

No hay fórmulas mágicas para luchar contra el terrorismo; de haberlas, ya se hubieran puesto en práctica y evitado muchas muertes, mucho dolor, mucho sufrimiento y mucho miedo. Como todos los grandes males que aquejan a la humanidad, considero que la mejor forma de lucha contra el terrorismo es la formación y la educación en valores realmente democráticos –y, por ende, humanos- que, aunque mejorables, al menos en su praxis, sin duda son los que más alejados están del dogmatismo y la intolerancia, que es la tierra sembrada, abonada y bien regada en la que nace, crece y se multiplica el terrorismo. En ese tipo de terrenos es, precisamente, en los que se cultiva el fundamentalismo religioso, como es el llamado “yihadismo”, que es el que ha estado detrás, delante, a un lado y a otro de los atroces atentados parisinos y que, con otros nombres, lo estuvo detrás de los de Nueva York y Madrid. Pero la educación es una solución a medio y largo plazo; a corto, aplíquense las medidas que deban aplicarse, siempre desde la legalidad y la legitimidad que deben imperar en los estados democráticos y, de entre ellas, la fuerza si hace falta.

No quiero pisar terrenos resbaladizos, ni meterme en camisas de once varas ni en harinas de otro costal, ni mucho menos darles un solo céntimo de euro a los pregoneros y practicantes del terror abriendo debates sobre las distintas formas de reacción de unos países y otros cuando han sufrido en sus propias carnes la barbarie terrorista, pero es evidente que éstas no han sido iguales y, sinceramente, me parece que los franceses están dando una gran lección al mundo cerrando filas con su gobierno, aún sin compartir muchos de ellos sus ideales y, ni siquiera, aprobar algunas de las medidas que está adoptando. Cuando es atacado un Estado democrático de la manera tan brutal que lo ha sido hace unos días Francia, lo primero que se debe hacer es reforzar y apoyar la labor de su gobierno; después, cuando los terroristas estén en el cementerio o en prisión, cuando los heridos ya estén curados o en vías de estarlo y cuando la cicatriz abierta por el horror comience ya a cerrarse, pueden abrirse los debates que se tengan que abrir, pero no antes. En España, el 11-M, bien sabemos todos que no ocurrió eso, sino más bien lo contrario, hasta el punto de que ya casi nadie discute que los terroristas condicionaron hasta el resultado de las elecciones generales celebradas tres días después de los atentados de Madrid.

No soy un francófilo empedernido, incluso me molesta mucho la práctica del “chauvinismo”, o sea, de la prepotencia, tan extendida en el país galo y especialmente practicada contra los naturales de los países a los que los “chauvinistas” consideran inferiores, como es el caso de España, pero sí que admiro del pueblo francés su sentido de Estado unitario, su sentimiento de nación única, el respeto general que procuran a sus símbolos y el lema oficial de su República: libertad, igualdad y fraternidad, nacido en la Revolución de 1789, de la que surgieron los modernos Estados liberales, sepultando los vetustos y caducos del Antiguo Régimen y abriendo de par en par las puertas a la democracia que, como dicen que dijo Winston Churchill, “es el menos malo de los sistemas políticos”, aunque lo que realmente sí afirmó fue que “la democracia es la necesidad de inclinarse de cuando en cuando ante la opinión de los demás”. Pero la tolerancia tiene dos límites: la sinrazón y la barbarie.

Como decía el personaje de Humphrey Bogart al de Ingrid Bergman en “Casablanca”, “siempre nos quedará París”, la llamada ciudad de la Luz a la que el terror sólo podrá oscurecer por un tiempo porque la libertad, la igualdad y la fraternidad podrán con él.

 

 

 

Nieva el uno y veranea el once

San Martín, cuya festividad se celebra el 3 de noviembre, es un santo excepcional, no sólo por ser uno de los pocos de raza negra que hay en el santoral –en realidad era mulato-, sino porque a él se le atribuye tradicionalmente un “veranillo”, a la par que el momento en que comienza para los cerdos la cuenta atrás para acabar desollados en una artesa: “A todo cerdo le llega su San Martín”. Este dicho, que se suele utilizar metafóricamente cuando a alguien no muy apreciado le llega un mal momento, incluso su mismo final, tiene su origen en el inicio de la temporada de las matanzas de cerdos -algo que suena a cruel y hasta despiadado pero que era básico en las comprometidas economías rurales de antaño para aportar proteínas a sus diezmadas dietas-, que, efectivamente, principiaba después de Todos los Santos y se prolongaba hasta San Antón (17 de enero): “Por San Antón no tengas en la pocilga tu lechón”. O sea, que ser cerdo y estar en una corte en el corral de una casa de pueblo hace unas decenas de años –incluso no tanto- entre San Martín y San Antón era poco menos que sinónimo de estar en el “corredor de la muerte” y tener los días contados.

En los tiempos que corren, hablar de matanzas de animales, incluso aunque sean cerdos y ya nazcan como pasto de carnicería, puede herir muchas sensibilidades, pero, como apuntaba antes, en los que corrieron décadas atrás en nuestros pueblos era sinónimo de poder comer carne en el invierno, algo imprescindible para soportar sus rigores y poder trabajar duro, que era la única forma de trabajo de entonces. Ahora basta con tener un buen y amplio congelador para conservar muchos meses un cerdo entero, pero entonces había que acudir obligatoriamente a las técnicas de conservación tradicionales de la carne para que la matanza llegara hasta cuaresma: fundamentalmente el ahumado, que ya aplicaron los hombres prehistóricos; la salazón, de origen egipcio pero extendido su uso por los romanos, y la conserva en aceite, típicamente mediterránea, donde abunda el olea europaea, nombre científico de la olivera, el olivo o el aceituno, que son los nombres vulgares del árbol que produce el “oro verde”, como es llamado el aceite por su extraordinario valor en la cocina y en la despensa. Y dicen que hasta dentro del cuerpo, ingerido en su justa medida, por supuesto.

Que “del cochino se aprovecha todo”, incluso “hasta los andares”, puedo dar fe en primera persona pues, siendo niño, tuve la oportunidad de asistir a algunas matanzas en el pueblo de mi madre –o sea, el mío-, Taracena, que allí y en muchos otros lugares de la provincia se solían hacer en torno a la festividad de la Purísima, el 8 de diciembre, que, además, en este hoy barrio de la capital es la titular de la Iglesia. La matanza era un día de fiesta y muy señalado para los mayores, hasta tal punto que otra sentencia de uso común dice que algo o alguien “es más grande que el día de la matanza”. También lo era para los chiquillos, a quienes nos aterraban y alejaban los agudos, lastimeros e intensos gruñidos del cerdo cuando el matarife le clavaba el cuchillo en el cuello para desangrarlo,  pero en cuanto se callaba el animal, bien que nos acercábamos al corro matancero para que nos dieran los primeros somarrillos, asados en unas ascuas, e, incluso, la vejiga para jugar con ella como si fuera un balón, aunque ya teníamos entonces los llamados “de reglamento”. También se aprovechaban las vejigas de los cochinos para hacer zambombas e, incluso, rabeles de caña, una planta hueca y nudosa que abunda en el término de Taracena, especialmente en la ribera del arroyo de Santa Ana y, por supuesto, del Henares.

Aunque el día de San Martín, este año, fue lluvioso por estos lares, pronto ha escampado y nos ha traído su famoso “veranillo”, el segundo del otoño tras el de San Miguel, a finales de septiembre, pero que se agradece mucho más porque ya andamos metidos de lleno en tiempo fresco, como en Castilla llamamos al frío, y bueno es que tengamos alguna tregua de tempero soleado pues es fácil que ya no haya más hasta dentro de muchas semanas, cuando “febrerillo el loco saque a su padre al sol”, aunque después “le apedree”, como también dice la tradición. Bueno, la verdad es que los dichos y los refranes tradicionales tienen lo mismo para un roto que para un descosido; y, si no, aquí está un ejemplo: “por Los Santos -1 de noviembre-, nieve en los cantos” (hay otras versiones que dicen “en los altos”), para después hablar de que “por San Martín -3 de noviembre-, el veranillo ha de venir”.

En todo caso, lo que dejó inscrito Eugenio D´Ors en la fachada norte de la Casona del Buen Retiro es incontestable: “Todo lo que no es tradición es plagio”, que, por cierto, tiene su origen en un aforismo catalán; o sea, español.

P. D. Como más de un lector habrá advertido, el San Martín del  famoso “veranillo” no es el de Porres, que, efectivamente, se celebra el día 3 de noviembre, sino el de Tours, cuya festividad es celebrada sólo ocho días después, es decir, el 11. Dos “sanmartines” –y no me refiero al libertador de Argentina- en apenas ocho días, son mucha coincidencia y me han llevado al error. No me cabe otra, por tanto, que entonar el mea culpa, pedir perdón y rectificar el titular del post: Nieva el uno y veranea el once. En su contenido, me ratifico.

Crónicas de una tradición conquistada

                Aunque en mi penúltimo artículo ya hablé del 25, y más, aniversario del Tenorio Mendocino, me apetece retomar el tema porque da para mucho y, sobre todo, porque mi contribución y homenaje a Javier Borobia y a Gentes de Guadalajara por esta efeméride tiene forma y fondo de libro, se titula “Crónicas del Tenorio Mendocino” y se va a presentar/se ha presentado (para quienes lean este post en fechas posteriores)  el martes, 27 de octubre, a las 8 de la tarde, en la Sala “Tragaluz”, del Buero, apenas tres días antes de que Don Juan vuelva a su cita anual como figura que cabalga a lomos del amor y de la muerte, a la grupa del pecado, el arrepentimiento, la penitencia y el perdón en el paisaje monumental mendocino de la ciudad de Guadalajara.

Portada-Orea (2) André Malraux, uno de los políticos y novelistas franceses más citado –casi tanto como en España lo es Ortega y Gasset-,  decía que “la tradición no se hereda, se conquista”. Gentes de Guadalajara, efectivamente, como con absoluto acierto afirma Abigail Tomey en el texto  que ha escrito y que forma parte de mis “Crónicas del Tenorio Mendocino”, han conquistado para la ciudad una nueva tradición, algo que parece un contrasentido, pero que no lo es. La tradición siempre ha de tener un punto de partida, que ha de ser conquistado; después, aunque esa tradición se transmita de generación en generación, éstas han de reconquistarla de nuevo porque, de lo contrario, la pátina y el moho de lo que envejece, el desgaste del tiempo y la falta de renovación suelen ser causas de fuerza mayor que acaban con cualquier tipo de conquista, incluida una tradición. Heredar es un acto en pasiva, conquistar lo es en activa; heredar es esperar, conquistar es ir a buscar; en ello está la clave de lo afirmado por Malraux y lo hecho por Gentes de Guadalajara.

Cuando el Tenorio Mendocino empezó a gestarse en los bajos del Ventorrero, gracias a Javier Borobia y a los Amigos de la Capa, allá en 1984, incluso ocho años después, el 31 de octubre de 1992, cuando por primera vez se representó de manera pública, bastantes de los actuales miembros de Gentes de Guadalajara no habían nacido o eran apenas unos niños. Borobia, Borlán, Josefina, “Josepe”,… y demás pioneros del Mendocino conquistaron una nueva tradición para la ciudad porque nació con vocación de continuidad, no como una simple ocurrencia y flor de un día. Pero si el Mendocino hoy es posible no es porque Pepe Vegas, Abigail Tomey, Chema Sanz, Juan Aylagas, Felipe Sanz, Javi Barra, Diego Borobia y las demás Gentes de Guadalajara lo heredaran de los anteriores – y de los que, por cierto, algunos continúan aún implicados en el proyecto, como “Josepe” y Josefina, ante quienes me desembozo la capa y quito el sombrero- sino porque ellos y otros como ellos, que han estado o están ahí, cada año reconquistan la tradición del Tenorio Mendocino.

Toca hablar de mi libro, que no es sólo mío, sino de muchos, porque aunque yo lo haya escrito, nada tendría que escribir si el Tenorio Mendocino no existiera, lo que, de ocurrir, habría que solucionar inventándoselo porque, si no, esta ciudad siempre tendría un solar vacío y abandonado en su alma cultural, como los que socavan y menoscaban el casco histórico de la ciudad, el paisaje del Tenorio que la sociedad civil de Guadalajara conquistó como tradición para la ciudad y que sólo tiene riesgo de morir si en el futuro no se reconquista cada año. Abigail Tomey lo dice así de claro y bien en su texto publicado dentro de las “Crónicas del Tenorio Mendocino”: “Los sucesivos responsables serán los que tengan que alimentarla (se refiere a la labor de los actuales), crecerla, revisarla; para mantenerla viva”. Por su parte, el padre del Tenorio Mendocino, que es Javier Borobia, ya dijo al acabar la edición de 1993, la segunda, al hacer balance de la misma, que “había triunfado la ética de la ilusión frente a la ética del deber”. Sí, querido Javier, una vez más diste en el clavo porque, efectivamente, el día que el cumplimiento obligatorio del deber sustituya a la ilusión del hacer voluntario, es probable que Don Juan se quede en Sevilla, junto al Guadalquivir, y renuncie a volver cada año a Guadalajara, a orillas del Henares, esa ribera en la que el Arcipreste de Hita dijo en su Libro de Buen Amor que “sembró avena loca”; y no me extraña, porque si el Don Juan de Zorrilla sedujo hasta a una novicia, el protagonista del “buen amor” de Juan Ruiz fue capaz de seducir hasta quince mujeres, mezclándose también en su trama amor y burla, pecado y perdón.

Espero verles o haberles visto en la presentación de las “Crónicas del Tenorio Mendocino” porque, probablemente, pasarán o habrán pasado un buen rato, rindiendo homenaje con su presencia “a Javier Borobia y a todas las Gentes de Guadalajara: actores, figurantes, técnicos, realizadores, colaboradores y espectadores que han hecho posible la bendita aventura que ha sido, es y debe seguir siendo el Tenorio Mendocino”, que son a quienes he dedicado este libro que ese gran profesional y amigo que es Fernando Toquero ha diseñado con tan buen criterio estético como acierto editorial. Algo que podrán comprobar quienes se hagan con un ejemplar del mismo, lo que será posible merced a la iniciativa de Gentes de Guadalajara y a la colaboración del Ayuntamiento de la capital y la Diputación Provincial. Ha sido un placer escribirlo; gracias a Gentes por encargármelo –especialmente a Felipe Sanz Sebastián, que fue quien me lo propuso en nombre del colectivo-, a todas las instituciones y personas que han colaborado en su factura y al Ayuntamiento y la Diputación por apoyar y hacer posible su edición.

Otoño en Guadalajara y que viva España

Tenía pensado hablar del otoño que empieza ya a insinuarse en las vegas que le nacen a la Alcarria desplomándose entre los llanos, como cortando a “tajuña” la tierra como un cuchillo lo hace a la mantequilla. Iba a hablar del otoño que ya se adivina, como el mar de la bonita canción de Aute, en los tupidos bosques de la ribera del Alto Tajo, el río que nos lleva de los gancheros y de Sampedro, pero que progresivamente lleva menos… agua. Quería hablar del otoño que pronto se manifestará rotundo en el Hayedo de Tejera Negra, el micro-paisaje culmen en ese espectacular macro-paisaje que son las Serranías del Norte de Guadalajara, cada vez más bellas pero cada vez más solitarias y silenciosas. Mi intención era hablar de ese otoño que ya amarillea en los sotos fluviales de la Campiña que delimitan el Henares y el Jarama, en sus tramos medios, ayudados por el Sorbe y el Torote, tierras antes de hasta tres cosechas a las que, en algunas de ellas, les crecieron casas como a la piel un sarpullido. Tocaba ya hablar del otoño y quería hablar de él porque a la provincia de Guadalajara, y no es la primera ni será la última vez que lo digo, este tiempo le viene como a una mano un guante, incluso aún mejor que la primavera, que ya es decir. Puede que en ese excelente binomio que hacen Guadalajara y el otoño tenga mucho que ver que, como decía Góngora, de caducas flores están hechas las guirnaldas. Es necesario hablar aquí y ahora del otoño porque no hacerlo es taparse los ojos. Y la nariz. Y el oído. Porque el otoño de las guadalajaras se ve de lejos y se huele y oye de cerca. Se ve en el amarillo que va ganando su pulso al verde en las alamedas. Se huele en los arbustos que ahora dan sus frutos. Se oye cuando el viento peina los bosques o acaricia los páramos. Punto y aparte.

Tejera-Negra Quería y debía hablar del otoño porque tengo ya el punto melancólico que da este tiempo a los espíritus. Los días acortan. Ya va haciendo frío. Las calles dejan de ser deambulatorios de paseantes para ser solo de caminantes que van a algún lado, no de un lado para otro, como cuando el solazo del verano se moderaba tras el ocaso y nos invitaba a salir de casa en busca del aire, como las carpas lo pretenden boqueantes en las aguas encenagadas en las que, más que oxígeno, hay metano. El otoño es tiempo de volver a casa, aunque ahora haga más frío en ella que en la calle. Pronto habrá que encender la calefacción. Vamos ya al tiempo que antes se consumía en torno a las mesas camillas, con brasero de picón y herraj y en los que, de vez en cuando, se echaba una firmita con la badila para avivar el calor. Del otoño hay que hablar porque si el hombre es él mismo y sus circunstancias, como bien decía el pensador Ortega y Gasset, la circunstancia que más de cerca ahora toca al hombre es el otoño, el tiempo tras el equinoccio que empieza en septiembre y que se aviene como si fuera una cuenta atrás hasta que llegue el solsticio de invierno, allá en diciembre, cuando empezará la cuenta adelante camino de la primavera. Punto y aparte.

Quería, porque me apetecía, pero debía, porque estoy obligado, hablar del otoño pues este es el tiempo por excelencia para el paisaje de Guadalajara, en el que, por el contrario, muchas de sus figuras hacen mutis por el foro del proscenio del tiempo. Unas desapareciendo para siempre de escena y otras despidiéndose ahora, pero citándose para el nuevo ciclo, cuando rompa de nuevo la primavera y la tierra vuelva a llamar a los suyos. En realidad, la tierra siempre nos está llamando a los suyos, otra cosa es que la escuchemos. No hay peor sordo que el que no quiere oir, ni hay mayor grito que el que clama desde el silencio. Si bajamos la voz, si apagamos los televisores, si enmudecemos las sirenas y paramos los motores de los coches, seguro que escuchamos a la tierra llamándonos, aún en otoño, como las campanas de antaño llamaban a tintilinublo, cuando amenazaba tormenta, a arrebato, si se producía un incendio u otra catástrofe,  a clamores, cuando fallecía un vecino, o a tilinduna, si el fallecido era un niño… Pero también tocaban a fiesta, a vuelo y repicadas, porque el trabajo sólo tiene sentido cuando lo interrumpe la fiesta.

Quería hablar del otoño y lo he hecho y así me he evitado hablar de lo que no me apetecía: de esa España a la que tanto quiero, pero que tanto me duele porque ha parido algunos malos hijos que reniegan de ella hasta el punto de negarle y tratar de amargarle su día de fiesta y se empeñan en no dejarnos a los españoles en paz.

Las dos Españas de Machado ya son más de tres. Las dos que había antes la querían, cada una a su modo y a veces mal, pero la querían. Estas que van surgiendo no saben lo que quieren porque sólo se quieren a sí mismas. Y representan inviernos fríos y duros, travestidos de falsas primaveras. Como dice la canción de Pink Floid, cada día le ponen otro ladrillo al muro.

¡Viva España! Punto y final.

Más de 25 años de Tenorio en Guadalajara

Gentes de Guadalajara, la singular, dinámica y creativa asociación, rabiosamente guadalajareñista, que con tanto “sigilo y estilo” hace realidad el Tenorio Mendocino cada año desde hace muchos, va a conmemorar en este otoño de 2015 el 25 aniversario de la salida a la calle de su extraordinaria propuesta teatral itinerante con el texto del Don Juan, de Zorrilla, por algunos de los principales edificios histórico-artísticos de la ciudad, gran parte de ellos vinculados a la familia Mendoza, de ahí su nombre. En realidad fue el 31 de octubre de 1992 cuando se convocó abiertamente a los espectadores a asistir a la primera función pública del Tenorio, por lo que este año se conmemoraría su 24 aniversario, pero Gentes de Guadalajara considera que fue un año antes cuando nació el Mendocino, al representarse ya en 1991 algunas de sus escenas en distintos lugares, aunque sin citarse aún con el público. Incluso en 1990, también se representaron algunas escenas del Tenorio en el claustro/patio del antiguo Convento de la Piedad/IES “Liceo Caracense”, el “viejo Brianda”, como es y nos gusta a muchos llamarle. Por otra parte, es sabido que, desde 1984, entonces a puerta cerrada y por iniciativa de la Asociación de Amigos de la Capa, se venían escenificando en los bajos del restaurante El Ventorrero, en el transcurso de las veladas que ellos llamaban “Cenas de Ánimas con Don Juan”, en las vísperas de los Fieles Difuntos, varias secuencias del Tenorio que, años después, dintel afuera ya del viejo mesón castellano, terminaría adoptando el apellido de Mendocino cuando salió a la calle y buscó la complicidad de las más viejas y venerables piedras de la ciudad. Y, por supuesto, del público, de toda edad y condición.

O sea que se pueden y se van a conmemorar más de 25 años de Tenorio en Guadalajara, que podrían ser hasta siglos si, como acertadamente apuntó José González Vegas, el actual presidente de Gentes de Guadalajara, en la presentación del programa de actividades de este 25 aniversario del Mendocino, queremos relacionar el texto del Don Juan, de Zorrilla, con el mercedario Fray Gabriel Téllez, Tirso de Molina, que profesó en el guadalajareño Convento de la Merced y fue autor del drama “El burlador de Sevilla (y convidado de piedra)”, la primera obra en la que aparece el mito de Don Juan en la literatura española y que fue escrita en el siglo XVI, tiempo en el que el autor vallisoletano sitúa la acción de su Tenorio.

orea-borobiaDetrás de todo este tinglado del Tenorio Mendocino, como antes en su antecedente más directo, “La Cena de Ánimas con Don Juan” de los amigos de la capa, estuvo siempre y hasta que pudo el mejor de los guadalajareños que jamás he conocido, mi amigo y hermano en todo, menos en vínculo de sangre, Javier Borobia, excepcional y buena gente de Guadalajara como pocas. Este 25 –y más, repito- aniversario del Tenorio Mendocino es, por tanto, “su” aniversario; mejor dicho, “nuestro” aniversario porque la generosidad y la inteligencia de Javier siempre quisieron hacer de lo suyo algo de todos, renunciando al yo para posibilitar el nosotros. Y en ese nosotros podríamos incluir a mucha “gente de Guadalajara” –incluso alguno nacido en Galleguillos de Campos (León), como Fernando Borlán– que quiso y supo seguir los pasos de Javier para que el Mendocino no se quedara en un proyecto personal sino que llegara a ser una ilusión y un compromiso colectivos de una ciudad como ésta que no se ilusiona ni compromete fácilmente. Son tantos los nombres de personas que han hecho y siguen haciendo posible el Tenorio Mendocino que, por mucho que me esforzara, seguro que me olvidaría de alguno y, ante esa injusta posibilidad, prefiero no citar a ninguno, antes que olvidarme de uno, aunque en la mente de todos están las figuras claves de este gran proyecto cultural “popular” –como lo calificaría Abigaíl Tomey, la actual directora artística del Tenorio- que la sociedad civil regala cada año a Guadalajara. Y a quienes la visitan ante su llamada, no sólo porque está declarado Fiesta de Interés Turístico Regional y Provincial, sino porque cada día son más ya que nuestro Tenorio está a la altura de los mejores que se representan en España –a destacar entre ellos el de la vecina Alcalá y el de Murcia-, dentro de la larga tradición española de poner en escena este mito de amor y muerte en torno a las festividades de los Fieles Difuntos y de Todos los Santos.

Con toda intención, quiero terminar este artículo reproduciendo un párrafo literal del último artículo que Javier Borobia escribió sobre el Tenorio Mendocino –publicado en el desaparecido semanario “Noticias de Guadalajara”-, coincidiendo con la edición de 2008, la última en la que participó activamente como codirector y, por supuesto, como Comendador –ese papel que, literalmente, bordaba cada año-, y que considero que es su auténtico testamento emocional para las, para sus, para nuestras “Gentes de Guadalajara”:                           “La ciudad espera, un año más, de sus gentes ese costumbrismo cultural de andar por calle para buscar claves, reflexiones, emociones y estéticas. Y digo buscar, no encontrar; que eso es mucho y hay que dejarlo para los de la cultura costumbrista, o sea los que acostumbran a estar en su entorno y se postran, bajo el frontispicio de su templo, para contemplarla sin osar acariciarla con su mano.

 Te estás dejando la barba y ya empiezas a saber porqué…”

 

D’aquella pols, vénen aquests fangs

                Yo no hablo catalán ni en la intimidad, ni en público, ni falta que me hace, pero he querido titular este post con un refrán castellano traducido al catalán que resume lo que, a mi juicio, ha pasado en Cataluña en los últimos 30 años, pero, sobre todo, en los últimos diez, que es cuando el llamado “soberanismo” catalán, o sea, el independentismo, ha echado de verdad un órdago al Estado y una bofetada en la cara del resto de España viniendo a afirmar que son distintos y mejores que nosotros y que, por ello, prefieren dejar de ser unos de los nuestros para ser sólo nuestros vecinos. “D’aquella pols, vénen aquests fangs” significa quede aquellos polvos vienen estos lodosy, efectivamente, creo que el incremento exponencial de independentistas catalanes que se ha producido en los últimos años, no es fruto de la casualidad, sino de la causalidad, y ésta no es otra que el intencionado y descarado fomento del independentismo que desde la Generalitat y desde no pocos sectores de la sociedad catalana se ha hecho en todos los frentes posibles: en las escuelas, utilizando la historia al antojo nacionalista y enseñando a los chavales a sentirse solo catalanes y a rechazar –cuando no, odiar- lo español, de manera especial nuestro idioma común; en los medios de comunicación públicos –TV3 y Catalunya Radio, principalmente-, proclamando soflamas a diario contra España y alentando y hasta tratando de crear diferencias entre catalanes y españoles; en la administración autonómica, promoviendo políticas directas y transversales de fomento de la catalanidad –algo, en principio, no censurable- y en contra de la españolidad –algo realmente lamentable-, y en la mismísima calle, intentando anular cualquier signo o emblema español de manera descarada y hasta haciendo cada día más difícil la vida en Cataluña a los que no tienen ocho apellidos catalanes, o más, aunque muchos de ellos hayan nacido ya en Cataluña y sus padres y abuelos contribuyeran con su trabajo al despegue económico de la región, desangrando demográfica y socialmente las regiones desde las que emigraron.

                Decía que el incremento de los independentistas en Cataluña ha sido exponencial en los últimos años y los siguientes datos avalan esta afirmación: Hasta hace apenas diez años, sólo un 15 por ciento de la población catalana quería la independencia para Cataluña, mientras que, según el CIS, actualmente es un 45 por ciento de la población, después de haber llegado a finales de 2013 a su máximo histórico del 48,5 por ciento. O sea que, en apenas diez años, se han triplicado los independentistas en Cataluña, a pesar de lo cual siguen sin ser mayoría o, si lo son, es tan escuálida que una proclamación de esa independencia, además de ilegal e inconveniente para todos, los catalanes los primeros, sería de todo punto irracional porque no se puede dividir a una sociedad de forma tan traumática y flagrante por un mero hecho de pertenencia, por una cuestión de pura bandería. Para colmo, los independentistas que se han juntado –que no unido- en ese “totum revolutum” que es la coaliciónJunts pel sí”, que pretende erigirse como la gran opción del independentismo, son cada uno de su padre y de su madre y sólo les han juntado coyunturalmente las ansias de independencia, pero sus modelos sociales, económicos y políticos son tan radicalmente distintos que, de producirse esa independencia –que, afortunadamente para España, Cataluña incluida, no se va a producir-, al día siguiente estarían corriéndose a barretinazos entre ellos y llamándose de todo menos “bonics”, o sea, bonitos.

Un factor que, estoy seguro, también ha influido en el incremento del independentismo catalán experimentado en los últimos años, ha sido la fuerte crisis económica en la que llevamos inmersos desde los tiempos de Zapatero, quien, por cierto, trató de apagar el fuego nacionalista catalán echándole gasolina en vez de agua. El nacionalismo, que ahora abraza también sorprendentemente la izquierda exinternacionalista, es de origen burgués, conservador y economicista hasta los tuétanos, por lo que le ha venido de perlas para su fin independentista esta crisis en la que se han acrecentado las diferencias de renta entre las regiones más ricas –Cataluña entre ellas- de las más pobres de España, para lanzar ese ignominioso aserto de queEspanya ens roba” –España nos roba-, que retrata la falta de solidaridad y hasta de justicia de quienes lo han acuñado y difundido, sabiendo muy bien lo que hacían. Lapela siempre ha sido la “pela” en Cataluña, incluso en tiempos del euro, como los actuales, que espero que siga siendo la moneda de curso legal en Cataluña y no elPujol, como irónicamente alguien ha sugerido que se llamara la unidad de cambio propia catalana.

                Espero, también, que el tradicional sentido común catalán, el llamadoseny”, se imponga el 27 de septiembre en Cataluña y vuelva a imperar allí la cordura y la sana convivencia que el nacionalismo radical está alterando en un viaje a ninguna parte y al que ya se ha sumado demasiada gente, gran parte de ella confundida, manipulada e, incluso, engañada. Identificar la libertad de Cataluña con la independencia es echarle muchas más cadenas encima a los pueblos verdaderamente oprimidos. Y también es escupir en las manos extendidas de los pobres.

Las ferias mestizas

Da igual cuando se celebren las ferias, o enel veranillo de San Miguel”, terminando septiembre, o en torno a la Antigua, principiando, el caso es que, cuando terminan, a Guadalajara se le frunce el ceño y se le pone cara de otoño. Y digo que se le frunce el ceño porque, después de un largo y extremadamente cálido verano, se acabó lo que se daba y toca volver a la rutina, bendita, por otra parte, si es en forma de trabajo, porque no debe haber peor rutina que la del desempleado. Y digo que a Guadalajara se le pone cara de otoño porque suele coincidir con el final de las ferias, y este año no ha sido diferente, que el fresco deje atrás al calor, ventee ya y la lluvia caiga o amenace con caer, algo que ya es suficiente para que al personal le parezca que el equinoccio de otoño haya llegado, aunque le quede aún una semana para hacerlo oficialmente.

                Acabar las ferias de Guadalajara y guardar los ventiladores es casi un acto ya preestablecido, como si no tuviéramos confianza ni en lo que aún queda de verano, que es bien poco, ciertamente, ni en san Miguel y su veranillo, en los que aún podemos sudar la gota gorda porque el “sol del membrillo”, propio del último verano y el primer otoño, todavía tiene fuerza, pero los días ya han acortado tanto que la noche pronto se echa encima y cada día le baja más pronto los humos al calor.

Aunque el programa festivo ha disminuido su coste en 100.000 euros, las ferias de Guadalajara siguen siendo de lo mejorcito de nuestro entorno y ya las quisieran para sí muchas otras capitales de provincia. En su propio beneficio, se han aliado, un año más, con el calor por lo que el personal se ha echado masivamente a la calle, doy fe. Imposible, o casi, dar un paso por el ferial desde el jueves al domingo, especialmente en las horas del pincho y la caña de cerveza o el chato de vino; imposible, o casi, encontrar mesa en las terrazas del paseo de san Roque a las mismas horas;  imposible, o casi, verle la cara a Bustamante si no era con prismáticos; imposible, o casi, dar una vuelta por los parques de san Roque y la Fuente de la Niña durante gran parte de la noche; imposible, o casi, hacerse un hueco para ver  los toros de fuego en la Carrera; imposible, o casi, buscar a nadie en las verbenas de las peñas, que proliferan como setas; imposible, del todo, encontrar una silla en las representaciones teatrales de la plaza Mayor si no se iba antes de que llegara la compañía a la ciudad,…

Soy consciente de que hay muchas personas a las que las ferias les molestan o, simplemente, no les gustan, pero es evidente que las de Guadalajara son unas fiestas bulliciosas, plenas de actividad y con un ambiente joven y dinámico en la calle y resto de espacios públicos que las imprimen carácter y personalidad, algo que resulta curioso porque, durante años y no hace tanto, hemos copiado modelos festivos de otras ciudades porque no nos terminaba de convencer el nuestro. Al final, las fiestas se parecen a las ciudades, y si Guadalajara es una ciudad que ha crecido sumando población venida de los pueblos de su propia provincia, de otras provincias de España y de otros países, sus ferias han dejado de ser impersonales o copia sin tunear de las de otras, para llevar ya un tiempo adquiriendo carácter propio, en una especie de mestizaje en el que cada vez se notan menos las partes que se han mezclado.

Hace tiempo que ya no busco las ferias, sino que las ferias me buscan a mí. Y me encuentran en cuanto salgo a la calle. Y eso es fiesta de verdad.

Las ferias imposibles de Aylan Kurdi

Foto Hermanas Colombinas (Ferias Gu años 60) (1) Hoy iba a escribir de las Ferias y Fiestas de Guadalajara que van a celebrarse en los próximos días en este verano ya maduro de septiembre, como llamaría a este tiempo mi querido amigo/hermano, Javier Borobia.  Iba a hablar, más que de estas ferias que se avienen cuando ya gasto más de medio siglo, de las que viví siendo niño, que fueron mis auténticas ferias porque estoy de acuerdo con Rilke en que “la infancia es la verdadera patria de los hombres”. Iba a escribir de mis recuerdos en blanco y negro, incluso en sepia, de aquel parque de la Concordia plagado de atracciones: los caballitos del señor Paco, el güitoma, las barcas, el Tren de la Bruja, la Noria, la Ola, el Galeón, los coches de choque, el laberinto de espejos, las “hermanas colombinas”, los puestos de tiro en el llamado “paseo de los Curas”, los de pinchos en la zona trasera de la Mariblanca, incluidos los que servían “the” y pinchos morunos, los carretones con montañas de patatas fritas, trozos de coco y manzanas caramelizadas, las máquinas de algodón de azúcar, etc. etc. Iba a hablar, también, del Teatro Chino de Manolita Chen, que se solía ubicar en el aparcamiento del Asilo, donde entonces se hacían los exámenes de maniobras para sacarse el carnet de conducir. Quería escribir del circo que se instalaba en las eras que aún eran de pan trillar en vez de piso construir, en el barrio de la Soledad, al lado de las casas de “Paco Nicolás”. Me apetecía contar la importante nómina de artistas que, entonces, traían a Guadalajara los llamados “Festivales de España”, así como recordar algunas de las obras de teatro que se programaban en el “Coliseo Luengo”, dignas de las mejores carteleras de Madrid, y, por supuesto, relatar aquellos inolvidables y espectaculares desfiles de carrozas con los que se abrían las ferias de los años sesenta y setenta, con especial relato, por su boato, de las que ocupaban las reinas de las fiestas, que solían ser hijas de ministros o de otras altas autoridades del Estado, cuanto más altas, mejor.

nino-sirioQuería escribir de todas esas cosas y de muchas más y, seguramente, habría hecho pasar un buen rato a quienes lo leyeran, sobre todo a aquellos que, en razón de su edad, conocieron aquellos tiempos festivos que, entonces, parecían todo un signo de modernidad y progreso pero que, vistos con la perspectiva del mucho tiempo ya transcurrido, huelen a alcanfor y a rancio y hacen que el confeti que a sacos se lanzaba desde las carrozas se confunda con caspa. Quería escribir de ello, y disfrutar haciéndolo, pero no puedo, ni debo, y, aunque en vez de un buen rato a alguien se lo haga pasar malo, mi obligación moral y lo que me pide el cuerpo es hablar de Aylan Kurdi, el niño sirio de tres años que se ha ahogado en aguas turcas cuando, huyendo de la guerra, intentaba llegar a Europa, cuya dramática imagen ha recorrido el mundo y, espero, que lo haya consternado y sirva para que se agiten las conciencias y se trabaje, pronto, de verdad y de una vez por todas, para evitar nuevas tragedias como ésta, que no ha sido ni mucho menos aislada.

Aylan ya no va a poder jugar más con su hermano de cinco años, Galip, ni con su madre, pues ambos murieron también cerca de la orilla a la que pretendían llegar para dejar atrás el horror que toda guerra supone, pero aún mucho más ésta que atiza el llamado Estado Islámico, nacida de un fundamentalismo religioso radical, sinsentido y mortal que está elevando la sinrazón de toda guerra a la enésima potencia y sacando a la luz lo peor del hombre.

Aylan nunca conoció, ni ya podrá conocer, las ferias de Guadalajara, ni las de antes ni las de ahora, y aunque seguramente que vivió pobre, intuyo que fue feliz el poco tiempo que le dio la vida porque sólo son infelices los que echan de menos cosas pero, muy probablemente, él se conformaba con lo que tenía, aunque fuera poco, porque la pobreza se suele defender de la riqueza ignorándola. Aylan no conoció nuestras ferias, ni siquiera habría oído hablar de nuestra ciudad y, muy probablemente, tampoco sabría nada de la Europa a la que su madre le traía con la esperanza de encontrar en ella una vida mejor, aunque en su viaje hallara la peor de las muertes posibles. Hoy la foto de la noticia no es, no puede ser, festiva, ni en blanco y negro ni en sepia ni mucho menos en color; hoy, dramáticamente, la foto es la del pequeño Aylan ahogado en la costa turca, lamentablemente muerto cuando apenas había empezado a vivir y ni siquiera había tenido tiempo de soñar.

A Aylan no le ha matado ni le ha quitado la vida y los sueños el mar, le hemos matado entre todos porque cuando un niño muere de la forma en que lo ha hecho Aylan, todos somos un poco culpables de esa muerte que, espero y deseo, no sea inútil, y sirva para remover conciencias y políticas en dirección a la justicia y la paz. Y a la solidaridad, que es la ética de las éticas, como acertadamente afirmó mi viejo y buen amigo Santiago Barra cuando dio el pregón de las ferias y fiestas de Guadalajara de 1980 desde el balcón del Ayuntamiento.

Aylán es un nuevo ángel que hay en el cielo, un ángel de oriente medio, que, junto con los africanos que huyen de esa otra forma de guerra que es el hambre, son los “ángeles negros” de estos tiempos, a los que, como dice el bolero, también los quiere Dios/Alá, aunque a veces no lo parezca.

Descansa en paz, Aylan, y juega en el cielo todo lo que no has podido jugar en la Tierra.

Capitales de la soledad

Ya se está poniendo el sol en la mayoría de los pueblos de Guadalajara, esos en los que solo amanece de verdad unos pocos días al año, cuando los hijos de la tierra y sus hijos y sus nietos, y aún sus bisnietos, vuelven por unos días a ellos, dejando atrás las ciudades, o los pueblos grandes que juegan a ser ciudad, a los que tuvieron que emigrar en busca de trabajo, pan y futuro, dejando atrás penurias, hambre y pasado, mucho pasado.

Aunque el sol sale y se pone todos los días, en esos muchos pueblos de Guadalajara en los que apenas viven unas pocas familias de continuo, el sol de verdad solo sale cuando sus hijos, nietos y bisnietos regresan a ellos y sólo se pone cuando vuelven a marchar. Esos días del regreso duran más de veinticuatro horas y únicamente es de noche cuando se vuelve a poner el sol el día en que el pueblo vuelve a ser una hipérbole de silencio y soledad, de arrugas y lágrimas secas, de pieles agrietadas por el viento, el frío y el calor extremos en esos campos cada vez más yermos.

Hace ya muchos años que los pueblos de las guadalajaras son puro maximalismo, como el mismo clima mesetario: o el pueblo está lleno a reventar en agosto o el pueblo está más vacío que un saco desfondado la mayor parte del año; o el sol hace caer hasta los palos de los sombrajos o el frío provoca tiritones de padre y muy señor mío. Lo he dicho muchas veces y lo diré aún muchas más, aunque procuraré siempre decirlo de distinta forma: en Castilla sólo hay dos estaciones, la de invierno y la de verano, porque donde también había estaciones de ferrocarril las están cerrando por falta de viajeros y eficiencia en el gasto. De vez en cuando, nuestra tierra nos regala un invierno suave al que llamamos primavera y un verano templado al que llamamos otoño. Y es cuando nos damos cuenta de que Castilla es muy hermosa, pero como no es presumida, prefiere mostrarse sin maquillaje, simplemente con la cara lavada y el pelo bien atusado.

En los pequeños pueblos de Guadalajara, que son cada vez más y más pequeños, antes en verano sólo se ponía el sol de verdad cuando acababa el esforzado, intenso y decisivo tiempo de la cosecha, en el que los labradores se jugaban el bienestar de todo un año, continuamente amenazado por mil y un avatares: falta o exceso de lluvia –generalmente, lo primero-, falta o exceso de sol –generalmente, lo segundo-, pedrisco, viento, fuego,… Ahora, como decía, el sol solo sale de verdad cuando vuelven los hijos, los nietos y los bisnietos del pueblo, aunque sea para unos días, y se pone cuando se marchan. Porque la verdadera cosecha de los hombres son sus hijos.

Dice un canto tradicional de siega recogido e interpretado por ese veterano y extraordinario grupo de folk castellano que es el Nuevo Mester de Juglaría que “ya se está poniendo el sol, ya se debiera haber puesto; para el jornal que ganamos, no es menester tanto tiempo”, una segadora que recuerda tiempos felizmente superados en los que el hombre tenía que arrancarle el trigo a las entrañas de la tierra a golpe a brazadas, tras incontables tajos de hoz y zoqueta, dejándose la riñonada y la piel en los campos de cereal en los que, hoy, el sudor de los hombres lo suple el gasoil de las máquinas cosechadoras que empiezan a trabajar en junio en el sur y acaban en agosto en el norte, como antaño ocurría con las cuadrillas de segadores.

Con el final de agosto llega el tiempo en que los pueblos, sobre todo los más pequeños, vuelven a ser capitales de la soledad, hasta el punto de que en muchos de ellos tan sólo viven todo el año unas pocas familias, cada vez más reducidas de miembros y éstos progresivamente más mayores. Desde el punto de vista sociológico, este tipo de pueblos tienen fecha de caducidad si no se repueblan, bien con sus propios hijos y sus descendientes, o bien con los llamados “neo-rurales”, es decir, gentes de ciudad, generalmente jóvenes, que optan por emigrar al campo para cambiar radicalmente de entorno e, incluso, de modelo vital.

Lo dicho al principio: en cuanto reviente el último cohete festivo, se arrastre el último toro o se acabe el último baile, el sol volverá a ponerse de verdad y para mucho tiempo en las guadalajaras más despobladas, en las que las noches son eternas, casi como en los inviernos boreales. Al fin y al cabo, el círculo polar ártico no está tan lejos de esta despoblada Castilla pues ambos territorios comparten, en algunas de sus zonas –del Señorío de Molina y de las Serranías del Norte, entre ellas- densidades de población inferiores a un habitante por kilómetro cuadrado.

Puede que el sol se ponga de verdad y por tanto tiempo en estas tierras porque apenas tenga gente para la que amanecer.

Encierros y desencierros

Agosto y septiembre son los meses festeros del año en la provincia por excelencia. Entre ambos, suman 280 días festivos laborales de carácter local en el conjunto de ciudades y pueblos de Guadalajara, cuando el total del año son 537. Por el contrario, marzo y diciembre son los dos meses que menos fiestas locales oficiales acumulan: entre los dos, ni siquiera una decena de días. Es obvio que nuestros paisanos aprovechan el ecuador y la segunda mitad del verano para vestirse y vestir a sus pueblos de fiesta, y no sólo por el motivo de juntarse en esta época ese binomio indisociable que conforman el estío y la vacación, sino por otros dos de carácter eminentemente tradicional: agosto es el mes en que acaban de concluir las labores de cosecha del cereal, la tarea agraria más importante del año para los labradores, y la Virgen de la Asunción (15 de agosto) y San Roque (16) son dos de los patronazgos más extendidos en la provincia de Guadalajara, junto con el de la Natividad de la Virgen (8 de septiembre).

El caso es que este “puente de la Virgen”, cuya festividad central ha caído este año en sábado, lo que va a comprimir muchas fiestas en el fin de semana y a restar algún día festivo oficial a no pocos, casi un centenar de pueblos de la provincia van a celebrar sus fiestas patronales o, al menos, las llamadas de “verano” pues bien es verdad que numerosas localidades han desplazado sus tradicionales celebraciones patronales desde otros meses al de agosto, que es el tiempo en que los pueblos están llenos de gentes, cuando la mayor parte del resto del año sucede justamente lo contrario. Es sabido y comentado que no pocos pequeños pueblos de la provincia tienen más presupuesto de fiestas que municipal, lo que puede parecer una barbaridad, pero no dejar de ser pura realidad. Recordemos que Guadalajara tiene 460 pueblos, de los que sólo una tercera parte superan el centenar de habitantes.

El caso es que la provincia de Guadalajara es ahora mismo una fiesta en la que dos elementos siguen siendo su columna vertebral: los toros y el baile, aunque cada vez se incorporan más actividades que enriquecen y complementan los programas, lo que es de agradecer pues no sólo de festejos taurinos y pasodobles vive la fiesta, a  pesar de que a muchos les bastaría con lo primero, incluso renunciando a lo segundo.

Punto y aparte, efectivamente, merece tratarse la pasión taurina de esta provincia, especialmente en las comarcas de la Alcarria y la Campiña, sin olvidar Molina. Aquí, en Guadalajara, se celebran el mayor número de espectáculos taurinos populares de toda España, especialmente encierros por el campo, una actividad casi de culto y obligada concurrencia para numerosos aficionados que, literalmente, siguen con absoluta fidelidad el calendario de este tipo de festejos, del que se informa y trata de forma amplia en varias webs especializadas, de innegable raíz guadalajareña, como: www.toroalcarria.com, www.toromundial.com, www.torosymastoros.blogspot.com.es y www.elquite.org , entre otras. Sólo entre el 13 y el 18 de agosto ha habido o va a haber encierros por el campo en Fontanar, Iriépal, Uceda, Romancos, Valdeavellano, Cogolludo, Torrejón del Rey, Fuentelviejo y, por supuesto, el famosísimo y concurridísimo de Brihuega, al que suelen acudir más de 15.000 personas, que ya es decir. El encierro de Brihuega es, en realidad, un desencierro pues los toros no van desde el campo a encerrarse en la plaza –en el bello y ya cincuentenario coso “de la Muralla”- sino que están encerrados en ella y de allí parten hacia el campo, tras recorrer varias calles briocenses, en dirección Este y siempre en subida, hasta llegar al parque de María Cristina donde ninguna talanquera corta el paso a la manada.

Incluso no siendo taurino pero mientras no se sea antitaurino, al encierro de Brihuega hay que ir aunque sólo sea una vez, que no lo será, pues tiene efecto adictivo y, pese a que la villa alcarreña esté desbordada por el numeroso gentío que a él acude cada año el día de San Roque, el que va suele repetir porque el ambiente que allí se vive es, aunque pueda parecer una contradicción, realmente irrepetible. El ir y venir de gentes de un lado para otro, el jolgorio y colorismo general, las “arrancaeras” en los bares –las últimas cañas de cerveza que anteceden al encierro-, el tradicional “parapachunda” de la Banda briocense que abre calle minutos antes de que la tomen los toros,… conforman unos momentos en que el corazón se acelera y los oídos y los ojos se abren de par en par, lo que tiene continuidad caída ya la noche. Como decía mi maestro y amigo Salvador Toquero, taurinófilo y brihuegófilo donde los hubiera, “en la noche del 16 de agosto todas las sombras son toros en Brihuega”, que es la más expresiva y brillante manera con la que se pueden definir las sensaciones de quienes esperan, ya anochecido, por las calles de la villa a que lleguen los toros del campo a la cercada de San Felipe para, de mañana y antes del toro del “aguardiente”, iniciar la “bajá” a la Muralla. Si es que se encierran los astados porque, repito, el de Brihuega no es un encierro, sino justamente lo contrario. Y ahí, precisamente, reside su atractivo, sublimado por la belleza de uno de los pueblos más bonitos que parió la Alcarria.

Cuarenta y nueve encierros de toros se van a celebrar en agosto en la provincia de Guadalajara, hecho que avala que esta es una provincia taurina por excelencia, lo que tienen que cuidar los propios taurinos haciendo las cosas bien, con sentido común y con orden, que es la mejor manera de preservarlas.

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