Los secretos de Comillas

               Regresé ayer de mis vacaciones anuales en Comillas que, como saben los lectores habituales de mi blog, es el lugar en el mundo donde me cogería la liquidación de los tiempos si, cuando llegara el apocalipsis, no estuviera en Guadalajara. Hace ya muchos años, un inquieto concejal de turismo que tuvo Sigüenza, Emilio Pinto, que tiempo después murió porque se cansó de vivir, creó un acertadísimo eslogan turístico que decía “Búscame en Sigüenza”. No es difícil encontrarme en la ciudad del Doncel, no, porque desde bien pequeñito, cuando mi hermano Alfonso estudiaba en la SAFA, me cautivó ya para siempre, pero si no me encuentran en Guadalajara, búsquenme en Comillas porque es bastante probable que allí esté. Guadalajara me eligió, pero yo elegí Comillas, y en ambos lugares soy una figura tan integrada en su paisaje que no es fácil distinguir donde terminan ellas y donde empiezo yo.

               A pesar de viajar a finales de julio a la villa cántabra de los arzobispos —así llamada pues han sido varios los en ella nacidos pese a su escasa población, poco más de 2.000 habitantes censados que se multiplican por diez cuando llega el estío—, en plena canícula, la lluvia nos recibió sin complejos porque allí nunca es extemporánea. Los comillanos se quejan de que cada vez llueve menos, y es cierto, pues el intenso verde cántabro amarillea últimamente en exceso, sobremanera en la impresionante campa de Sobrellano, pero, no obstante, el agua caída del cielo como solo cae en el norte, despacito, casi como si fuera espray, sigue sin ser noticia porque allí es lo habitual. De vuelta a Castilla, la nueva porque cuando aquí llegaron los castellanos ya los había viejos en el norte del que procedían, el sol cegador y el calor abrasador, como solo se describe en el poema del destierro del Cid, de Manuel Machado —“polvo, sudor y hierro…”—, nos han recordado que esta es una tierra maximalista, meteorológicamente hablando, de inviernos largos y fríos y estíos calurosos y secos. Dejamos Comillas con 23 grados de máxima y nos recibió Guadalajara con 38, aunque esta actual ola de calor del ferragosto es tan intensa que hasta allí se anuncian temperaturas que rondarán los 30 grados, algo ignoto donde la montaña se hace playa en sus faldas. Es evidente que hay un cambio climático, lo que ya no se es si se trata de un microciclo o de un macrociclo, pero el amarillo le está ganando terreno al verde en el norte y en el centro avanza el páramo y en el sur el desierto. Algo habrá que hacer, pero sin ismos de más.

               Pasear con lluvia ligera por la playa de Oyambre —un parque natural excepcional de rías, montañas y bosques, donde los robles y las hayas quieren, pero no pueden, ser tan altos como las secuoyas de Monte Cabezón— es un refrescante placer al tiempo que una especial sensación pues los pies los abraza el agua salada del mar y el rostro y las manos los salpica el agua dulce caída del cielo. En ese contraste de aguas saladas y dulces, surgen las rías cántabras, hijas nacidas de amoríos entre el río y el mar como parece decir y dice este poemita mío de “Suite Comillas”, mi primer poemario “a capricho”, como no podía titularse de otra manera, Gaudí mediante:

Dorado arenal
de aguas dulces y saladas,
marismas del norte.
Paraíso de anátidas:
Los ánades reales juegan al bolo palma,
las cercetas al “veo-veo”
y las fochas a las aguadillas.
Mientras,
los cormoranes pescan sin anzuelo ni sedal
y la mar hace el amor con el río.

Palacio de Sobrellano (Comillas). Foto Jesús Orea.

               He vuelto a Comillas porque allí he encontrado un equilibrio de clima, paisaje, monumentalidad y naturaleza que rayan la excelencia y de los que disfruto junto a mi familia que es más callada y contenida que yo, pero que también ama aquel lugar de la región que desde hace cuatro décadas llaman Cantabria, pero que es, ha sido y siempre será la Montaña de Castilla pues, no en vano, allí radicaban los bárdulos, medio vascones y vecinos de los astures, pueblo que está en las raíces y en el ADN de los castellanos. Además, Comillas es una ventana del modernismo catalán que, a finales del XIX y principios del XX, cambió la luz del Mediterráneo por los vientos fragantes del Cantábrico. Por ser, fue hasta capital de España por unas horas cuando Alfonso XII celebró allí un Consejo de Ministros, en el palacete conocido como Casa Ocejo, aún en pie y primera propiedad del Marques de Comillas cuando regresó triunfante a su pueblo después de hacer las américas. Y hasta allí se hizo la primera luz eléctrica pública de España cuando el propio Marqués quiso impresionar al rey en su inicial visita a la villa cántabra que, por cierto, estuvo dentro del señorío jurisdiccional del mendocino marquesado de Santillana, no siempre bien avenido con los comillanos. La actual iglesia de la villa es una prueba de esa desafección pues la construyeron las gentes del lugar tras negarse a ir a misa a la capilla del Mendoza en el viejo convento por los abusos y desprecios de su administrador, y en cuyas góticas ruinas radica hoy el impresionante cementerio de Comillas, donde el magnífico ángel exterminador de Llimona protege a los allí enterrados encaramado a sus muros.

               Se ha dado la circunstancia de que este año se ha programado en Comillas —y en parte ha coincidido con nuestra presencia allí— un festival de música conmemorativo del XX aniversario de los “Caprichos musicales”, un notable evento para los melómanos, generalmente conformado por música clásica, del que es director honorario Ara Malikian, otro fijo como nosotros y muchos más en los veranos comillanos. Y en esa programación especial, abierta a otros sonidos y tendencias musicales, ha destacado la presencia de “Los Secretos”, un grupo muy querido en Guadalajara por la indeleble huella que dejó en él Pedro Antonio Díaz, el extraordinario batería pelirrojo que se nos murió cuando era demasiado joven, incluso para el rock and roll. Comillas + Los Secretos es una combinación para mí pluscuamperfecta y no lo escribo sobre un vidrio mojado.

Ochaíta termina de recitar su poema alcarreño 50 años después

El pasado sábado, día 22 de julio, atípica y extemporánea jornada de reflexión electoral, en el atrio de la espléndida Colegiata de Pastrana, a los pies de la llamada Cruz del Cementerio, tuve el placer y el honor —aunque suene a tópico les aseguro que no lo es— de prestar mi voz a José Antonio Ochaíta para que, 50 años y 5 días después de morir allí mismo, pudiera concluir el poema que estaba recitando cuando, inesperada y sorpresivamente, le sobrevino la muerte en la velada de “Versos a medianoche” que se celebraba el 17 de julio de 1973. Quienes bien me conocen e, incluso, quienes solo me conocen un poco, saben que soy una persona emocional y emotiva y que dejo traslucir mis sentimientos sin excesiva contención —iba a decir pudor, pero puede malinterpretarse—, lo que no se si es tan bueno para mí, pero desde luego da muchas pistas a los demás sobre mi. Pues bien, con la emoción a flor de piel y, no lo niego, con cierta sensación de estar en el sitio adecuado y en el momento justo, participé en el homenaje que el Ayuntamiento de Pastrana y la Diputación, como una semana antes se había hecho en Jadraque, tributaron al poeta jadraqueño con ocasión del 50 aniversario de su muerte.

Jesús Orea recitando en Pastrana los versos que recitaba Ochaíta cuando murió hace 50 años. Foto: Mario Bernal.

El acto, sencillo, íntimo y contenido, como no debía ser de otra manera, lo vertebró la poesía del propio homenajeado, recitándose una medida y escogida selección de sus obras en verso. Juan Carlos Pérez Arévalo, escritor, poeta en experimentación, actor y director de teatro, agitador cultural y tantas buenas cosas más, además de profesor de instituto, precisamente en Pastrana, comenzó el recital bordando el “Autorretrato” de Ochaíta, un extenso poema escrito cuando tenía “la edad de Cristo” —o sea, 33 años—. Juan Carlos dio al poema el ritmo —ágil, pero no atropellado— y el tono —irónico y festivo— que su autor querría haberle dado y llegó con brillantez a ese verso que es una inmejorable definición de Jadraque y la Alcarria: “Nací donde Castilla se viste de perfume”. ¿Se puede definir mejor la Alcarria?
Angélica Santos, actriz aficionada pero ya de largo recorrido, mujer de teatro total y muy activa culturalmente, sucedió a Juan Carlos en aquella rapsodia en malva que aportó la oportuna iluminación de la Cruz del Cementerio y que sirvió de idóneo decorado al recital. Ella recitó sendos poemas de Ochaíta dedicados a las dos grandes mujeres de la historia de Pastrana: Santa Teresa de Jesús (… “Mientras Madre Teresa funda y sueña / hila Pastrana la estameña / para el soldado y para el Carmelita…”) y la Princesa de Éboli (“ …Pero dualizáis tan bien / paganía y cristianía / que el acólito decía / “Amor” por decir “Amén”). Ochaíta, jadraqueño hasta la médula, amaba Pastrana y hasta unas horas antes de allí fallecer, como presintiéndolo, dijo a su amigo, Francisco Cortijo —la carne y hueso del personaje de Don Paco del último capítulo de “Viaje a la Alcarria” (CJC), médico, historiador y exalcalde—: “Me gustaría morir en Pastrana”, aunque después dejó claro que querría ser enterrado en su pueblo, junto a su madre. Y en Jadraque y junto a ella, conforme a su voluntad, fue sepultado el 18 de julio de 1973, tras ser conducido su cadáver en ambulancia en una cálida madrugada alcarreña con el cielo cuajado de estrellas, momento excelso que siempre recuerda Josepe Suárez de Puga pues fue quien le acompañó en su último viaje. Ambos fueron grandes amigos y son y serán siempre grandes poetas.
Tras Angélica llegó el turno de recitación de Carmen Niño, escritora, poeta y “alma mater” de los “Versos a medianoche” y el “Ágora de la poesía” de Guadalajara, además de actriz aficionada de experiencia. Carmen es una mujer pequeña de talla, pero grande en ilusiones y empeños literarios y artísticos. De casta le viene pues su padre fue un gran actor que no llegó a profesional pese a tener ofertas para serlo y su hermano también es actor y hombre de teatro. “La Niño”, que es una gran mujer, recitó una breve pero preciosa pieza que Ochaíta tituló “Enero” y dedicó a su madre, a quien veneraba: “¡Pero enero y ella lejos! / ¡Pero enero sin su amparo! / ¡Pero enero sin la cuna, / milagros es de sus brazos”. Tras este poemita, Carmen recitó el “Romance del acabose”, una de las obras más populares de Ochaíta y que sirvió para que estuviera presente en su homenaje su faceta de compositor de letras de coplas, de canciones y de romances que tanto calaron en la gente entre los años 30 y 70 del siglo pasado, cuando José Antonio desarrolló su más fructífera etapa profesional. Carmen, con su buena recitación, nos ayudó a meternos en la harina de un romance en el que la extrema sensibilidad de Ochaíta tiene rienda suelta y el amor y la muerte (el eros y el thanatos griegos) fluyen en cada verso: “El amor cuando es amor / solo tiene dos certezas: / el odio, verdad de sangre; / la muerte, certeza negra”.
Y al final, y como colofón del acto que hizo regresar, si no la voz, sí la palabra de Ochaíta a Pastrana, exactamente al mismo lugar y a la misma hora donde muriera hacía medio siglo, me tocó a mi el privilegio de completar el poema que estaba recitando cuando le sorprendió la muerte, titulado “Manos nuevas para una tierra vieja”. Es un poema excelso dedicado a la Alcarria y que, a mi parecer, está a la altura de ese otro gran poema alcarreño que escribiera León Felipe en Almonacid (“Sin embargo…/ en esta tierra de España / y en un pueblo de la Alcarria,/ hay una casa / en la que estoy de posada, / y donde tengo prestadas / una mesa de pino y una silla de paja”). Ochaíta murió cuando recitaba estos versos de sus “Manos nuevas para una tierra vieja”, una de sus últimas composiciones: “Tengo la Alcarria entre las manos / pero no se si pesa o no pesa…”. Les puedo asegurar que, cuando en mi recitación llegué a ellos, consciente del épico —y también lírico— momento que 50 años antes habían protagonizado, mi emoción terminó de desbordarse y, al detenerme para que las autoridades —Carlos Largo, alcalde de Pastrana, José María Bris, como representante de la familia, y Plácido Ballesteros, en representación de la Diputación— hicieran en ese preciso instante una ofrenda floral en la placa que recuerda al poeta en el atrio de la Colegiata, di un traspiés y caí al suelo, dando lugar a que alguno pensara que era una sobreactuación mía recordando el último suspiro del poeta bañado en poesía. Y no lo fue, no. Torpe y sobreemocionado, tropecé con el escalón más bajo de la grada de la Cruz del Cementerio y di con mis huesos en el mismo lugar donde Ochaíta cayera fulminado 50 años y 5 días antes. Como pragmático y ya canoso castellano que soy, creo más en las causalidades que en las casualidades, pero en esta ocasión, les aseguro que Ochaíta no me agarró la pierna para hacerme caer, en protesta por mi, solo regular, recitar de sus versos, sino que me caí solito, quizá porque me sobrepasaba el acto.
Como decía al principio, siempre llevaré en mi corazón y en mi recuerdo el día en que terminé de recitar en Pastrana los versos que Ochaíta no pudo culminar porque la sombra de la muerte quiso callar al poeta. Y calló su voz, pero no su palabra. Y que sepa la muerte que a los poetas se les puede hacer callar, pero sus versos hablarán siempre por ellos.

La muerte más poética jamás contada

Aquella noche pastranera del 17 de julio de 1973, como es pauta en el verano profundo castellano, el calor lo invadía y envolvía todo. El paisaje estaba en calentura y las figuras en sofoco. Ido ya a acostar el sol, la luna se desperezaba entre las torres de la colegiata, el balcón ya a deshora de la princesa, los campanarios de los conventos y las siete chimeneas de la calle que tomó este expresivo nombre. Porque todo en Pastrana se llama como se debe llamar: Albaicín, La Castellana, Cuatro Caños, Moriscos, Regachal, Heruelo, Altozano, Vergel, Damas… Esa noche del 17 julio, la del día después del Carmen —una de las fiestas mayores de la villa ducal—, y vísperas del hoy caducado “18 de julio” —solo fiesta para una de las dos españas—, el atrio de la colegiata iba a acoger un recital poético con el sugerente nombre de “Versos a medianoche”. La poesía y la vigilia siempre se han llevado bien y no se me ocurre mejor cosa que hacer en una noche de verano alcarreña que escuchar versos al fresco junto a la pétrea “Cruz del cementerio” de Pastrana.

                El periodista Baldomero García Jiménez —redactor del diario “Madrid”— fue el presentador y conductor de aquella velada poética de hace 50 años que, ya lo adelantamos, acabó en tragedia. También él declamó unos versos dedicados a la heráldica de Pastrana tras dirigir Manuel Revuelta unas palabras a los asistentes, entre quienes se encontraban las primeras autoridades provinciales de la época: el gobernador civil, Carlos Montolíu, el presidente de la Diputación, Mariano Colmenar, y el alcalde de Guadalajara, Antonio Lozano. A García Jiménez le sucedió en el turno de recitación el poeta valenciano Rafael Duyos, un autor notable de la generación del 36 que acababa de recibir la ordenación sacerdotal ya en edad madura, tras enviudar. Una vida paralela a la de Santa Rita de Casia que fue soltera, esposa, viuda y monja. Duyos, sensible a la indeleble huella de Santa Teresa en Pastrana, desgranó unos versos cargados de mística teresiana que no podían haber sido recitados en lugar más propicio. A Duyos le relevó en el uso de la palabra José Antonio Suárez de Puga, nuestro querido “Josepe”, un gran poeta que nació con el postismo pero que siembre ha bebido —y bebe y ojalá que lo siga haciendo mucho tiempo pese a su avanzada edad y delicado estado de salud— en las fuentes del neoclasicismo. Josepe verseó sobre San Juan de la Cruz, el alter ego masculino de Santa Teresa, que también dejó honda huella en Pastrana. Mística y ascética con olor a espliego y romero entre zumbidos de abejas que suenan como letanías. Y de la mística castellana, el recital pasó al barroco, sentido y profundo del sur a través de los versos que al atrio de la colegiata llevó el gaditano de Arcos de la Frontera, Carlos Murciano, premio nacional de poesía apenas tres años antes. La noche estaba ya muy metida en la harina de la poesía y el calor no solo lo aportaban las altas temperaturas del ecuador de julio, sino las cálidas palabras de los poetas que habían tomado la noche de Pastrana para sí. Otro gran poeta andaluz, en este caso onubense, Francisco Garfias, premio nacional de literatura en 1971, también estaba citado aquella noche en la villa ducal, pero un contratiempo de salud lo impidió…

Cruz de piedra del atrio de la Colegiata de Pastrana, a cuyos pies murió de forma repentina José Antonio Ochaíta, el 17 de julio de 1973, mientras recitaba unos versos dedicados a la Alcarria.

                … Y en aquellos “Versos a medianoche” llegó el turno del más esperado de los poetas, de “la voz de la Alcarria”, como era conocido, de José Antonio Ochaíta. Tenía 67 años, pero cumpliría los 68, tres semanas después. Era un hombre menudo, sencillo y bueno y un reputado compositor de letras de copla a nivel nacional; también era un comediógrafo estimado y un notable poeta, sobre todo un gran rapsoda. Algo venía pasando a lo largo del día en el cuerpo y en la mente de Ochaíta pues había hablado de cementerios y de muerte en varias ocasiones y ante distintas personas. A alguna le había llegado a decir que le gustaría morir en Pastrana, pero, eso sí, querría ser enterrado en Jadraque, junto a su madre. José Antonio comenzó a recitar con cierta normalidad, aleteando los brazos mientras lo hacía, como era su gestual y reconocido modo. Cuando leía el poema titulado “Manos nuevas para una tierra vieja”, dedicado a la Alcarria y compuesto unas semanas antes, al llegar al verso que literalmente dice “(…) Tengo la Alcarria entre las manos / y no se si pesa o no pesa (…)”, se calló y cayó de repente, desvaneciéndose, quedando su menudo y ya inerte cuerpo tendido junto a la cruz de piedra del atrio de la Colegiata de Pastrana, también conocida como “Cruz del cementerio” y que en ese momento lo era más que nunca. Pese a los afanosos e intensos intentos por recuperarle que hicieron algunos médicos presentes en el acto, entre ellos el entonces cronista local de Pastrana y amigo del poeta, Francisco Cortijo Ayuso —el célebre “Don Paco” del capítulo de Pastrana de “Viaje a la Alcarria”—, Ochaíta había muerto de la forma más imprevista, sorpresiva y poética jamás contada, recitando versos y mientras decía tener a su tierra alcarreña entre las manos, esas manos que él movía mientras recitaba como si fueran las de un director de orquesta. Ni la muerte suicida ahogándose en el mar de Alfonsina Storni, ni la también suicida de Walter Benjamin huyendo de la Gestapo nazi, pese a tener una altísima carga poética, son comparables con la de Ochaíta. Eso sí, cerca de la suya, podemos situar la muerte de Reiner María Rilke, el gran poeta nacido en Praga que trufó como nadie el simbolismo, el romanticismo y el misticismo, y que murió en 1926 de una leucemia que dio la cara tras pincharse con la espina de una rosa, hecho que provocó una septicemia. Una rosa, quizá la flor más bella y poetizada, acabó con la vida de uno de los poetas más sensibles que nos legó el tardo romanticismo. Pétalos de amor, espinas de muerte. Si en una rosa caben todas las primaveras, como dijo el recientemente fallecido Antonio Gala, en una simple espina puede tener apartamento la muerte.

                El sábado, 15 de julio, a las nueve de la noche, en la plaza de la Iglesia de Jadraque, su pueblo natal, y una semana después, el día 22, a las diez de la noche, en el atrio de la Colegiata de Pastrana, el pueblo en el que calló y cesó el aleteo de sus manos para siempre, Ochaíta va a ser justa y oportunamente homenajeado por sus respectivos ayuntamientos y la Diputación Provincial en el cincuentenario de su poética muerte. Le tiene Dios, le guarda la Alcarria.

San Solsticio

Guadalajara, que, como ya he dicho muchas veces, es una ciudad desmemoriada en exceso y se tiene muy poca autoestima, ha venido perdiendo patrimonio en el tiempo, tanto material como inmaterial, de la misma manera que se le escapa el aire a los neumáticos cuando tienen un “pinchazo lento”, es decir, siempre se ha ido dejando en el camino parte del bagaje acumulado mientras lo ha recorrido. Porque la cultura, especialmente la patrimonial, tiene muchas definiciones, pero yo me quedo con la histórica de John H. Bodley: “La cultura es la herencia social, o la tradición, que se transmite a las futuras generaciones”, sin desdeñar esta otra definición, en este caso normativa: “La cultura son ideales, valores, o reglas para vivir”.

                De la pérdida de cultura material que ha sufrido Guadalajara, especialmente arquitectónica y monumental, quedan cicatrices o vacíos clamorosos en muchos rincones de ella pues hoy hay solares donde había antiguos palacios —como el del Cardenal Mendoza frente a Santa María o el del Vizconde de Palazuelos en la plaza de San Esteban, por citar solo dos ejemplos—, o mínimos restos de iglesias —como los hay de la antigua de San Andrés en el espacio que ocupara el popular “Bar Soria”, o de la de San Esteban en la plaza de Prim, a la entrada de Bardales, e incluso más notorios de la de San Gil, en la plaza del Concejo—, o ruinas maltratadas —como las del alcázar medieval, a cuyos muros de hormigón implantados ya han empezado a llegar las primeras pintadas, o las de la antigua fábrica de La Hispano, que lleva décadas pidiendo a gritos mudos convertirse en museo de automoción y aviación, en todo caso, de arqueología industrial—, o diálogos imposibles —como el del edificio de Ibercaja con la iglesia de Santiago, o el de la capilla de Luis de Lucena con su entorno, o el del macro-edificio de la plaza de Santo Domingo que es un ejercicio aún más de soberbia que de especulación—, o catálogos de mal gusto —como el que conforman los edificios de la Carrera, cada uno de una altura y unos materiales y conceptos constructivos diferentes—… A todos estos ejemplos que han brotado como si de una tormenta de ideas se tratase, cabe sumar dos retos patrimonialistas que tiene la ciudad a corto plazo: rehabilitar y acondicionar el conjunto de los edificios del Fuerte —que llevan muchos años esperando que la Junta aporte el dinero que ganó con el aprovechamiento urbanístico del Plan de Singular interés que ella misma decretó para el viejo cantón militar— y, no solo retejar los edificios y paralizar la ruina avanzada del histórico poblado de Villaflores como limitada y tardíamente se está haciendo, sino rehabilitarlos funcionalmente para que el histórico proyecto de Velázquez Bosco revierta en la ciudad como centro de actividad cultural, educativa y medioambiental que es lo que parecen proponer su singular arquitectura y ubicación.

De las pérdidas de cultura inmaterial que ha sufrido la ciudad también podríamos elaborar una extensa relación pues no son pocas las costumbres y tradiciones, los usos sociales o las prácticas y expresiones que han dejado de utilizarse, celebrarse o que han mutado tanto y/o se han contaminado de tal manera que son casi irreconocibles. Gran parte de este patrimonio intangible ha decaído por desuso pues, evidentemente, los tiempos, como las ciencias en “La Verbena de la Paloma”, “adelantan que es una barbaridad”, pero el que cambien las rutinas laborales y festivas de los hombres y las propias formas de vida, no debería implicar que sus usos y costumbres se entierren y desaparezcan, sino que se documenten, estudien, divulguen y conozcan. En este sentido, somos cada vez más importadores de cultural inmaterial —este es un mal común que no solo afecta a Guadalajara, sino a buena parte de España y de la vieja Europa— que nos llega a través de internet, el cine, la televisión, la prensa y, últimamente y sobremanera, las redes sociales, mientras que cada vez exportamos menos —obviamente no me estoy refiriendo a productos y servicios—, pese a que, en su día, el mundo llegó a ser casi Europa y, lo demás, tierra colonizada.

Así las cosas, me produce especial satisfacción ver que, tradiciones conquistadas, como es el caso del “Solsticio Folk”, que nació hace 23 años y no anduve yo muy lejos de aquel parto —por mi entonces condición de concejal de festejos—, siguen celebrándose y consolidándose. Este festival nació en la transición de los siglos XX al XXI con la intención de remarcar ese momento histórico con una cita cultural y festiva, ambientada en el magnífico e histórico parque de San Roque, con la que recibir el verano en el tiempo de su solsticio. “Fiesta en el parque entre el solsticio y san Juan” se subtituló aquella primera convocatoria de 2000, cuyo cartel acompaña este texto, porque queríamos unir el tiempo del año en que las noches son más breves y los días más largos con esa noche de las noches —“nochísima” podríamos llamarla ya que es superlativa— que es la de San Juan, tan señalada en tantos lugares del hemisferio norte y cuando la tradición sitúa la conquista de Guadalajara por Alvarfáñez de Minaya, una bonita leyenda cuya fuente es más literaria —el Mio Cid, por supuesto— que histórica. Aunque actualmente haya tres días de transcurso entre el solsticio y san Juan, en realidad esta fiesta cristiana es la del solsticio precristiano pues al adoptarse el calendario gregoriano en sustitución del juliano, tres fueron la deriva de los días que conllevó. Los dioses no emigran, no, querido Javier.

Termino ya diciendo que el “Solsticio Folk”, que organiza y patrocina el ayuntamiento de la capital desde su primera edición, viene contando en los últimos años con la activa y muy positiva colaboración del grupo folk “Las Colmenas” y de “La Tradición Oral” que tanto monta/monta tanto porque casi se solapan ambos colectivos. Isa Nolasco es quien, más que mover, los agita. Ella es la joven sonrisa de Guadalajara que tanto está haciendo por nuestra cultura tradicional, gracias a su quiero y puedo y al puedo y quiero de quienes trabajan con ella. De casta le viene. Decía André Malraux, y no es la primera ni será la última vez que lo cito, que “la tradición no se hereda, se conquista”. El “Solsticio Folk” es notoria prueba de ello y el buen trabajo de quienes están ayudando a convertirlo en tradición evidencia que el futuro no viene solo, hay que ir a buscarlo.   

Jueves y domingo de Corpus

                El Corpus Christi es una fiesta que, según la tradición española, hasta hace 33 años se celebraba en uno de los “tres jueves que relucen más que el sol”; los otros dos deslumbrantes días de Júpiter —de este dios romano deviene el nombre del cuarto día de la semana— en los que se celebraban solemnes festividades cristianas, eran Jueves Santo y el día de la Ascensión. Jueves Santo sigue cayendo en jueves, por razones obvias, pero tanto el día de la Ascensión como el Corpus pasaron a celebrarse en domingo, el primero desde 1977 y el segundo desde 1990. La decisión de que el Corpus dejara de celebrarse en jueves y pasara al domingo, al igual que ya ocurriera 13 años antes con la festividad de la Ascensión, la adoptó en 1990 la Conferencia Episcopal Española, justificándola así en una nota pública que fue emitida tras la celebración de la CXXXVII Reunión de su Comisión Permanente: “Los Obispos de España, con esta decisión, han pretendido evitar la inestabilidad de tan gran fiesta en algunos Calendarios autonómicos, hecho que influye negativamente en la práctica religiosa del pueblo creyente. Es claro que una festividad religiosa que no vaya acompañada del descanso laboral es difícil de celebrar desde los valores cristianos, y asimismo es difícil justificar y mantener el cumplimiento del precepto”.  La CEE respondió de esta manera al problema que se le planteó en años anteriores en algunas comunidades en las que el Corpus fue jornada laborable y no festiva. No obstante, el episcopado español dejó abierta la opción de que, en aquellas comunidades o ciudades en las que el Corpus tuviera una significación y tradición especiales, las procesiones eucarísticas y demás actos religiosos conmemorativos de esta solemne festividad pudieran seguir celebrándose en jueves, siempre y cuando la autoridad local o regional, dentro del cupo que les corresponde, declararan festivo el jueves. Es el caso notorio de Toledo y Granada. Como es sabido, en Castilla-La Mancha es festivo el jueves de Corpus desde 2011, si bien solo se celebra la procesión eucarística ese día en Toledo mientras que en el resto de ciudades y pueblos de la región esta solemnidad sigue conmemorándose en domingo. Podríamos hablar, por tanto, de la celebración de un jueves de Corpus por lo religioso y lo civil en Toledo y solo por lo civil en el resto de la región. Los caminos de la política, a veces, son aún más inescrutables que los del Señor.

Cofradía de los Apóstoles de Guadalajara con rostros, antes de la Guerra Civil. CEFIHGU. Fondo Camarillo

                El Corpus también ha sido un día tradicionalmente de fiesta mayor en Guadalajara. Aunque su existencia podría remontarse incluso al siglo XIII, la celebración del Corpus Christi en las calles de la capital está documentada desde 1454, año en que el consistorio adquirió unos “rostros” para la Cofradía de los Apóstoles que es la más antigua de cuantas tienen actividad en la ciudad y es la encargada de preceder al Santísimo en la procesión de este día, acompañada por niños y niñas que han hecho la primera comunión en el año. Aunque ahora quienes representan a Jesús y los 12 apóstoles desfilan con túnicas, maquillados y con pelucas, hasta 1936 salían en procesión con rostros, unas caretas de madera de gran tamaño con la imagen y el nombre del apóstol que cada uno representaba. En la Guerra Civil se perdieron la práctica totalidad de aquellos rostros —muchos de ellos destruidos por los propios apóstoles para evitar verse comprometidos ante la persecución religiosa vivida en aquellos difíciles momentos— por lo que, cuando se recuperaron la procesión del Corpus y la actividad de la Cofradía de los Apóstoles en la posguerra, se optó por maquillar, vestir con túnica y manto y poner peluca a los cofrades, costumbre que permanece.

                Cuando se trasladó el Corpus de jueves a domingo, en la Cofradía de los Apóstoles de Guadalajara se vivió una notoria crisis pues sus componentes preferían que la festividad se siguiera celebrando en su fecha tradicional del jueves. “No queremos ser apóstoles domingueros”, vino, incluso, a decir de manera irónica y expresiva, al tiempo que firme, algún apóstol. Hasta el entonces obispo de la Diócesis, don Jesús Plá, actualmente en proceso de beatificación, se reunió con la Cofradía para hacer ver a sus miembros que, como asociación de piedad popular sometida a los cánones de la iglesia, debían aceptar lo decidido por la Conferencia Episcopal, aunque supusiera romper una tradición. Visiblemente contrariada, la Cofradía no tuvo más remedio que someterse a lo determinado por la jerarquía eclesiástica, si bien aquel hecho devino en la baja de algunos hermanos y hasta en la dimisión del entonces hermano mayor, José de Pedro, muy disgustado, tanto por el cambio de fecha del Corpus como por la actitud levantisca y hasta la pérdida de formas de algún apóstol en el asunto del cambio de fecha. A José de Pedro le sustituyó durante un año Javier Borobia, quien devolvió voluntariamente la hermandad mayor a su predecesor en cuanto se calmaron las aguas, aduciendo que De Pedro era quien debía seguir ostentando ese cargo pues, además de ejercerlo adecuadamente, con autoridad, sentido común y ponderación, era el tercer miembro de su familia que lo detentaba ya que su padre, Pedro, y su abuelo, Marcelino, habían sido hermanos mayores con anterioridad. Curiosamente, la familia De Pedro es la titular del rostro de San Pedro. José de Pedro ha sido hermano mayor de la Cofradía de los Apóstoles durante varias décadas y hasta este mismo año en que, por razones de edad, ha decidido renunciar a serlo, proponiendo para sucederle a Diego Borobia, hijo de Javier y titular del rostro de Santiago Apóstol. Javier lo es de San Felipe, si bien quien le suple desde hace 13 años, por causa de su enfermedad, es su hijo mayor, Rodrigo. Cabe recordar que en la Cofradía de los Apóstoles la titularidad de los rostros se transmite de padres a hijos, prefiriéndose a los primogénitos. O sea, se trata de una herencia patrilineal. He sido miembro de la Cofradía de los Apóstoles durante 30 años y doy fe de que José de Pedro ha sido un gran hermano mayor y que ha ejercido el cargo con orgullo, honor, dignidad, responsabilidad y representatividad. Estoy absolutamente convencido de que su sucesor, mi querido hermano y amigo —a quien también siento un poco hijo— Diego, sabrá seguir el buen camino trazado por José. Tiene 33 años, la edad de Cristo, y nació en el año en que el Corpus pasó de jueves a domingo. 

La sombra del nogal es ancha

Tengo por costumbre subir una nueva entrada a mi blog cada quince días. El lunes, 29 de mayo, jornada postelectoral autonómica y local, era uno de esos días señalados en mi agenda para escribir un nuevo artículo. El tema a tratar se colocaba solo, sin darle demasiadas vueltas al magín. Tocaba analizar los resultados electorales que, al decir de la mayoría de las encuestas —salvo la de Tezanos, que la pagamos todos, pero es de uso privativo para él y quien le ha puesto al frente del CIS—, en esta ocasión tenían más imprevisibilidad de la acostumbrada y nuestras instituciones locales y autonómicas más cercanas y elegidas por voto directo —ayuntamientos y comunidad autónoma— podían resolverse por muy escaso margen de votos y escaños. Cuando lean esta entrada, ustedes ya sabrán los resultados; cuando la estoy escribiendo, en la tarde del domingo electoral y con las urnas aún abiertas, yo los desconozco. Únicamente tengo constancia de los datos de participación y parece que son un poco más altos que los de hace cuatro años, pese a que en parte de la provincia la jornada está siendo lluviosa. Parece que la gente está movilizada, pero veremos si es para cambiar las cosas o para dejarlas como están.

Reconozco que en este proceso electoral he estado menos interesado que nunca y que, pese a que siempre he sido, soy y seré un zoom politikon, en la versión primigenia aristotélica, cada vez me da más pereza la política con minúsculas que últimamente se practica, en la que cuenta más el relato que la verdad y en la que se vota más con los genitales que con una mezcla ponderada de cabeza y corazón que es como debería ser el juicio de la cosa pública. Al menos así pienso ahora, que ya soy sexagenario y se me han pasado muchos fervores, aunque siempre tendré un corazón liberal porque hacia esa idea me llevó a mí la Transición española, el momento más álgido y brillante de nuestra historia reciente y al que algunos quieren liquidar, incluso desde el gobierno. Si Joaquín Garrigues Walker —el gran liberal español que tanto hizo por centrar la tan necesaria como breve UCD y que se murió cuando la Constitución aún andaba a gatas— levantara la cabeza, a buen seguro que acudiría a Ortega y Gasset y, como él cuando vio en la segunda República cosas que le helaron el corazón, diría: “No es esto, no es esto”. Garrigues me ganó cuando, teniendo yo aún más espinillas que pelos de barba en la cara, oí una conferencia suya en la que, citando a Gregorio Marañón, venía a decir que “el liberalismo es una conducta y, por tanto, es mucho más que una política, Y, como tal conducta, no requiere profesiones de fe, sino ejercerla, de un modo natural, sin exhibirla ni ostentarla. Se debe ser liberal sin darse cuenta, como se es limpio o como, por instinto, nos resistimos a mentir”. Aquellas palabras de Marañón salidas de la boca de Joaquín Garrigues vinieron a corroborar las primeras que le oí en clase a mi profesor de Historia del Pensamiento Político, José Carlos Fajardo, en la facultad de Periodismo de la UCM: “La democracia no es una forma de gobierno, es, debe ser, una actitud”. Esas ideas fueron decisivas para, a partir de aquel momento, sobrellevar mucho mejor de cómo lo estaba llevando hasta entonces el hecho de que una ensalada de siglas de partidos de extrema izquierda —ORT, PTE, MC-OIC, PCPE, LCR, OCE-BR…— controlaran mi facultad, al menos sus pasillos y paredes, a la que fui con tanta ilusión y a la que abandoné tres años después con tanta desilusión porque, lejos de encontrar en ella respuestas a mis inquietudes, lo que hallé fue mucho cemento y dudas. Para colmo, entonces estaba en el “paso del ecuador” de la carrera la novena promoción y, para obtener fondos para su viaje, vendían una pegatina con una viñeta del más descreído de los personajes de Forges, Marianito el Corto, que decía: “Al rico editorial. 9ª promoción de Paro-dismo”. Dejo ahí la cosa porque cada uno cuenta la feria como a él le ha ido en ella. Y no estoy hablando, precisamente, de la de las vanidades.

Pie de foto: Nogales en el entorno de Romanones a vista de dron. Foto Nacho Abascal (“Suite Alcarria”)

Como estarán comprobando, si es que aún les sigue interesando este post y han llegado a leerlo hasta aquí, pese a subirlo al blog en jornada poselectoral, no estoy hablando de los resultados de los comicios, aunque sí de política. No he querido hacerlo y hasta puede que alguno me lo agradezca pues el tópico eufemismo dice que las elecciones son “la fiesta de la democracia”, pero como suele suceder con casi todas las fiestas, se va uno de ellas con tantas ganas como se ha llegado. Lo del “pobre de mí” cuando acaba una fiesta está muy sobrevalorado, como dicen ahora.

Y termino ya con una referencia, para mí obligada, a una mala noticia que ha llegado en la jornada electoral y es la muerte de Antonio Gala, uno de los más grandes literatos españoles de la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos de XXI. Ha muerto longevo, a punto de cumplir los 93 años, y en esa Córdoba que él adoptó como patria chica pese a haber nacido en un pueblo de Ciudad Real, Brazatortas, de tan prosaico nombre para un gran poeta como él, además de novelista, dramaturgo, ensayista y articulista. Gala fue un hombre extremadamente sensible y en su obra afloraba esa sensibilidad de forma absolutamente natural, como el hombre liberal para Marañón y Garrigues. Además de escribir fantásticamente, era una persona muy elocuente por el tono y timbre de su voz y la profundidad de su palabra. “En una rosa caben todas las primaveras”, nos ha dejado dicho y puede que sea la más bella descripción que jamás se haya hecho de una flor y de su tiempo. Gala, además de obras como “El manifiesto carmesí” —Premio Planeta 1990—, “La pasión turca”, “Más allá del jardín”, “Cartas a Troylo”, “Enemigo íntimo” —su primer poemario— o “Ahora hablaré de mí” —su autobiografía, escrita cuando cumplió 70 años—, nos dejó algunas frases vinculadas al mundo político y a la sociedad que expresan su desafección por él desde una óptica de hombre de izquierdas, pero sin militancia conocida: “A la política se dedican quienes no sirven para otra cosa”, “Al poder le ocurre como al nogal, no deja crecer nada bajo su sombra” o “Nuestra sociedad ha llegado un momento en que ya no adora al becerro de oro, sino al oro del becerro”. Hay mucha verdad en estas frases, pero evidentemente no toda. También se puede hacer populismo, y hasta un poco de demagogia, con brillantez; el problema está en cuánto hay de demagogia y de populismo en estos tres asertos de Gala que ya descansa, muy probablemente en paz, porque las personas extremadamente sensibles como él siempre encontrarán acomodo en el país de la paz, máxime si proceden del de la palabra.

¡Que no somos manchegos, coño!

Comparto un chat con un grupo de gente ideológicamente dispar pero en el que a todos nos une un sentimiento común castellanista. El castellanismo ha sido, es y debería seguir siendo una afección, una emotividad como diría mi aún más hermano que amigo, Javier Borobia, absolutamente transversal, en el que hemos de caber personas de todas las ideas, siempre desde la tolerancia y el respeto a la discrepancia. El primer germen de Castilla nació en el siglo VIII, al este del entonces reino cristiano de Asturias, en la montaña que hoy llaman Cantabria, cerca de las merindades burgalesas y a tiro de valle del País Vasco. La Hispania visigótica había dado paso a la musulmana; o sea, primero invadieron la península los bárbaros —el origen etimológico de esta palabra es el de extranjero— del centro y el norte de Europa, desplazando de ella a los bárbaros romanos que previamente ya la habían invadido, y después la invadieron los bárbaros del norte de África y de la península arábiga, quienes ocuparon gran parte de ella durante siete siglos. Con los musulmanes apretando desde el sur con sus alfanjes y su media luna, solo las más altas montañas astures y cantábricas se les resistieron. Castilla, pues, nació como la aldea gala de Astérix, como un reducto aislado y rodeado de invasores; romanos los que asediaban a los galos del famoso cómic, musulmanes los que acosaban a los primeros castellanos. Que eran bárdulos, vecinos de los astures y los vascones, aunque muchos de ellos ya devenidos en hispano-romanos e hispano-visigodos porque los dos pueblos invasores que precedieron a los también invasores musulmanes tuvieron los siglos y las mañas políticas y militares necesarias para mestizarse con los primitivos pueblos iberos. Todo esto lo cuenta mucho mejor que yo, y de manera bastante más extensa y rigurosa, mi compañero en los blogs de GD, Juan Pablo Mañueco, un gran literato e historiador, además de castellanista de primera hora que jamás ha cejado en el empeño. Así pues, Castilla fue una comunidad que se fue forjando en la frontera, creciendo mientras avanzaba de norte a sur y haciéndose fuerte en los castillos y fortalezas que le dieron nombre y que eran jalones defensivos necesarios para asegurar su lento, pero imparable progreso territorial que se denominó Reconquista, a la que contribuyeron otros pueblos hispánicos —en ese momento es más propio hablar de reinos que de pueblos, pero sin comunes ni mesnadas no hay ni reyes ni señores—, si bien la lideró el castellano. Castilla, que había nacido en las montañas cantábricas como un reducido bastión inexpugnado por los musulmanes, en apenas cuatro siglos y a través de la Concordia de Benavente (1230), se unió con León, naciendo así el reino más poderoso, tanto por lo civil como por lo militar, de la España en ciernes de aquella hora que quería reintegrar el territorio peninsular a la fe cristiana tras haberlo hollado desde principios del siglo VIII los musulmanes en ”guerra santa”. Desde ese siglo XIII en que Castilla y León compartieron una única monarquía y hasta finales del XV en que la reina castellana, Isabel, y el rey aragonés, Fernando, cerraron la Reconquista en Granada, Castilla llegó hasta Toledo, Murcia, Extremadura y, finalmente, Andalucía, siendo tan castellanos los murcianos, los jienenses o los sevillanos que los castellanos viejos. También América fue conquistada en nombre de la corona de Castilla y novísimos castellanos de allende los mares fueron los indígenas cuando se les concedieron los mismos derechos que a los castellanos llegados de la península ibérica, a los mestizos nacidos por unión de éstos con aquellos y a los criollos, los hijos de castellanos si bien ya nacidos en América.

                ¿Y toda esta extensa introducción con un titular tan provocativo y amarillo, a qué ha venido? Pues a que unos pocos, bastantes más de los que parece, pero menos de los que me gustaría, ya estamos hasta las narices, por no señalar un lugar menos pudoroso, de que a Guadalajara, que es Castilla desde el siglo XI, rayana entre la vieja y la nueva, pero Castilla desde hace casi 1000 años, siguen muchos empeñados en asignarla una comarca que no forma parte de su territorio: La Mancha. Hace 41 años que a nuestra provincia la incluyeron en esa región artificial que es Castilla-La Mancha, un enjuague político que nació para coadyuvar en la descentralización de España que, teóricamente, iba a traer el estado de las autonomías y en el que a algunas les ha ido muy bien, pero ésta se ha convertido en un nuevo centralismo y, para colmo, paleto y de presupuestos y servicios públicos bastante limitados en comparación con los de otras. Y, para más inri, la parte, que es la Mancha, está solapando al todo, que es Castilla. La Mancha es una comarca que comparten las otras cuatro provincias de la región, pero Guadalajara no tiene un milímetro cuadrado de tierra manchega, pese a lo cual, no pasa un día sin que en un medio de comunicación nacional —y últimamente hasta local, lo que ya es el colmo— se hable de Guadalajara como la ciudad o la provincia “manchega”. Sin ir más lejos, cuando llegó la Vuelta Ciclista a España femenina a la capital, procedente de Cuenca, hace unos días, en TVE se dijo, textualmente, que “la etapa discurría por tierras manchegas”. Unos días antes, en el veterano programa cultural, también de TVE, “Saber y Ganar”, una de las presentadoras dijo que José de Creeft era “un escultor manchego nacido en Guadalajara”. Igualmente, en estos días, en una emisora de radio de mucha audiencia, cuando se iba a hablar del tiempo en la región, dijeron “Castilla de la Mancha” —es probable que fuera un lapsus, pero qué lamentable verdad es que La Mancha se ha adueñado de Castilla en estos lares—. Finalmente, y para colmo de colmos, un diario digital nativo local, publicó hace unos días una nota en la que se decía que la empresa Telmark se había quedado con la concesión de la explotación de los parkings de El Ferial-Adoratrices y Dávalos en Guadalajara “con lo que esta empresa afianza su posición en la capital manchega”. Lamentable, no, lo siguiente.

                 A algunos les traerá al pairo que les llamen manchegos, bilbilitanos, egabrenses, calagurritanos o maragatos sin serlo, pero a mí, que soy y me siento castellano, pero no me dejan serlo en toda su entidad e intensidad, me molesta sobremanera que me llamen lo que no soy. ¡Que los guadalajareños no somos manchegos, coño!  Consecuentemente, el 31 de mayo próximo, “Día de Castilla-La Mancha”, yo no tengo nada que celebrar, pero aprovechando que aquí es jornada no laborable y en Madrid sí, como tengo por costumbre iré a visitar museos madrileños sin salir de Castilla.

“Suite” y “sweet” Alcarria

Mi pobre madre —que después de vivir más de 95 años se me fue en ocho días, escapándoseme de las manos como un gurriato aún no volandero caído del nido— me decía que no entendía mi poesía, que siguiera escribiendo en prosa, que eso sí le gustaba más y lo comprendía mejor. Mi madre tenía siempre razón, incluso cuando no la llevaba del todo, porque la parte en que sí la llevaba eclipsaba a la otra. “Es que, madre —le explicaba—, ahora estoy viéndome con la poesía; antes lo hacía a escondidas, desde muy joven, pero, deben ser las primeras viruelas de la ya no tan lejana vejez, ahora quiero que todo el mundo sepa que la poesía y yo nos estamos tratando abiertamente y que hay, al menos por mi parte, mucha ilusión en esta relación aún en ciernes. Ella, la poesía, digo, no sé si estará ilusionada conmigo, pero yo sí que lo estoy con ella y voy a insistir hasta que formalicemos lo nuestro… o se rompa”. Cuando yo le decía estas cosas y otras por el estilo, en esos diálogos, más bien juegos, que tanto me gustaba mantener con ella porque tanto le apetecían aunque a veces fingiera lo contrario, me solía contestar: “¡Anda, déjate de tanta palabrería, que los poetas son solo eso, lisonjeros y palabreros, y escribe como te enseñó Salvador Toquero; escribe artículos y libros sobre Guadalajara y, si es para niños, mejor, porque los viejos, en realidad, somos niños que peinamos canas…”.

Estas, y otras conversaciones parecidas, mantuve con mi madre cuando le llevé los primeros ejemplares salidos de imprenta de “Suite Comillas” (Poemario a capricho) y “Guadalajara, suite nocturna” (Poemario ad libitum), mis dos primeros poemarios publicados, que no escritos, de la trilogía de suites poéticas que comencé a escribir cuando el duelo por la muerte de mi hermano, Carlos, hace ya cuatro años, me llevó a la poética. Como si de un rito se tratara, temprana y lamentablemente ya muertos mi padre y mis hermanos, los dos primeros ejemplares de una nueva obra mía que llegaban de imprenta eran siempre para mi madre y para el único hermano que me queda vivo, Javier Borobia. Los de mi “proesía” —como yo mismo he bautizado mi forma prosaica y libre de versificar—, no le terminaban de gustar a Pili, como todo el mundo llamábamos a mi madre, sin duda porque para ella la poesía, o rima y bien rimada, o no es poesía, y porque muchas palabrejas se le atragantaban. Ella era pura sencillez y mi estilo, un tanto rococó a veces, lo confieso, le producía disfagia lectora; de la otra, jamás padeció, afortunadamente y pese a llegar a una edad tan longeva. A Javier, mis libros le siguen gustando porque, aunque no los lea, se los enseño, se los cuento y sé que los disfruta, como yo de él cuando estamos juntos que, aunque a veces no podamos vernos, es y será siempre.

Como mi madre murió a mediados de febrero de este mismo año y “Suite Alcarria” —mi último poemario presentado hace algunos días y con el que he dado por cerrada mi trilogía de suites poéticas—, vino de la editorial de Alicante donde lo han maquetado e imprimido a mediados de abril, esta vez no ha sido la primera en tener en sus manos mi última obra, pero Javier, sí. De todas formas, y como yo no quería que fuera de otra manera, el libro se lo he dedicado a ella “que me dio la vida y el alma”, a la magna mater Alcarria, “que nace donde muere el viento y vive la tierra erosionada”, y a mis nietos, Darío y Diego, “mis preciosos niños de naranja y miel”. Pese a no poder ya abrazarla y besarla, ni acariciar su bonita cara, ni oler su pelo siempre limpio, relimpio, ni hablar de poesía y no poesía con ella, sé que mi madre vive en el país reservado a las buenas personas, a las limpias de alma y corazón, y que los cristianos llamamos cielo, también los solo regulares como yo. En ese cielo, para mí tan lejano y egoísta porque tiene a mi madre y yo no, seguro que ha podido leer esta “Suite Alcarria” y estoy absolutamente convencido que, por primera vez, le habrá gustado un libro mío de poesía porque muchos de los poemas que contiene están escritos a su lado mientras la cuidaba en sus convalecencias, e inspirados por ella. En realidad, yo firmo el libro, pero mi madre lo ha escrito.

Como dije en la presentación de mi/nuestra —¿Verdad mamá?— “Suite Alcarria” (Poemario al viento), que con tan buen tino condujo mi compañero, amigo y también maestro, Santiago Barra, yo soy una persona que necesito mucha y buena compañía para seguir en el camino, en el beat de Kerouac o en el impresionista de Machado. También soy muy amigo de mis amigos y muy agradecido. Por ello, termino ya agradeciendo a Nacho Abascal su vieja amistad y sus extraordinarias fotografías que, una vez más, han acompañado y hecho mejores mis palabras en un libro. A David Pasamontes, su joven amistad y las “deliciosas”, como certeramente las adjetivó Santi, creaciones plásticas que complementan “Suite Alcarria” y las que ya complementaron las dos suites que le han precedido. A mi hija, Ana, debo darle las gracias, además de por su reconfortante alegría, por compartir proyectos editoriales conmigo y contribuir a hacerlos más atractivos con sus bonitos diseños. A Camilo José Cela Conde he de agradecerle su precioso prólogo y que siga estrechando vínculos entre su apellido y la Alcarria, un binomio ya indisoluble gracias al extraordinario “Viaje a la Alcarria” de su padre. Tampoco quiero, ni debo, dejar de agradecer a la Diputación Provincial y a mis compañeros del Servicio de Cultura que sigan siendo mi casa y mis amigos. A Álvaro Ruiz le debo el saber algo más de poesía y, sobre todo, su cercanía y amistad para ayudarme a partir de la tristeza para buscar la paz. Con Jesús Padín tengo una deuda impagable que es el hecho notorio de que muchos de mis hijos de papel sean tan bonitos. Y a mi familia, sobre todo a mi mujer, siempre les agradeceré que me dejen leer, escribir y soñar que para mí son palabras sinónimas y hechos iguales. Y termino agradeciendo a esos dos grandes músicos y buenas personas que son José y Carlos de Lucas la preciosa versión acústica de “Wish you were here”, del mítico grupo Pink Floyd, que ambos interpretaron mientras se proyectaban las fotografías, dibujos y diseños de mi “Suite Alcarria” el día de su presentación y que, como dice el título de la propia canción, me sirvió para que estuvieran en la sala (llena una vez más, gracias por ello, de todo corazón, a quienes asistieron), quienes yo hubiera querido tener a mi lado, pero el cielo no pudo esperar y se los llevó.

“Suite” es una palabra francesa que significa sucesión o secuencia y “sweet”, una inglesa que significa dulce. Aunque la segunda se lee con una “i” alargada” pues la fonética inglesa así se comporta cuando se presentan dos “es” juntas entre consonantes, ambas se pronuncian de forma parecida: “Suit”, “Suiit”. Con ustedes, con vosotros, mi “suite” alcarreña, mi sucesión de poemas dedicados a la dulce Alcarria, la tierra que mejor huele y sabe del mundo, hija del sol, del viento y el agua.

Un “trigre” entre flores imposibles

Intenten pronunciar este conocido trabalenguas —que no deja de ser una aliteración— lo más deprisa que puedan y verán cómo, ciertamente, se les traba siempre la lengua por muchas veces que lo repitan para tratar de evitarlo: “Tres-Tristres-Trigres”. Supongo que habrán advertido que al conocido trabalenguas de “Tres-Tristes-Tigres” lo he complicado aún más. Si en vez de escribir con un ordenador lo hubiera hecho con una linotipia, habría acabado con todas las matrices de la letra “r”, como alguien que yo sé acababa con las de los puntos porque utilizaba los suspensivos de forma recurrente para no molestarse en buscar adjetivos. Es muy difícil no trastabillarse al hablar, incluso silabeando con tiento, entre tantas erres después de otra consonante con sonidos repetidos y emitidos en un solo golpe, y esparcidas por tres palabras de similar pronunciación, así al buen tuntún o al aliguí, como conocemos a nuestra rediviva botarga arriacense. Los logopedas le llaman “sinfón” a los grupos consonánticos que aparecen en la misma sílaba, llamada trabada, con las dos consonantes seguidas, como es el caso de “br” o “tr”, y que presentan dificultades de pronunciación. Solo a una mente lúcida e inquieta, intelectualmente hiperactiva y profunda, y a una persona empática y aglutinadora, como es Juan Carlos Pérez Arévalo —simplemente Juanky para sus muchos amigos— se le ocurriría acudir a un trabalenguas ya de por sí complicado,  tunearlo y complicarlo aún más, para poner nombre a un grupo de teatro aficionado… y más, pues no se ha quedado y conformado solo con eso. Porque, si aún no lo saben, “Tres-Tristres-Trigres”, que efectivamente nació como un colectivo teatral, andando el tiempo se ha reinventado, ha evolucionado y ya es mucho más, que no era poco. TTT —permítanme usar a partir de ahora el acrónimo que el propio grupo utiliza para no arriesgarme a sufrir un esguince de dedo si trato de escribir otra vez el nombre completo—, ya no es solo un grupo de teatro, es un verdadero rompeolas de creatividad escénica y literaria nacido en medio de un no-desierto, como es Guadalajara, pero en el que hay tanto páramo que muchas veces parece que lo es. Los páramos a los que me refiero no son las planicies que aquí llamamos alcarrias, esas mesetas horizontales, salpicadas de bosquetes de chaparros, encinas, aromáticas, labrantíos y encrucijadas de caminos que se suceden entre la verticalidad de vegas y barrancos, esos páramos son los de la dejadez, el abandono, el conformismo y la falta de inquietudes que tantas veces nos aquejan y penalizan, sobremanera en el ámbito cultural y, dentro de este, en el patrimonial. En ese desierto, de vez en cuando, aparece algún oasis que no es un trampantojo ni un espejismo, sino una feliz, reparadora y fértil realidad: es el caso del seminario de literatura infantil y su/nuestro “Maratón de los Cuentos”, es el de Gentes de Guadalajara y su/nuestro “Tenorio Mendocino”, es también el de la Fundación Siglo Futuro y su/nuestra cita casi permanente con actos culturales de relieve, y es el caso de algunos más —pero no muchos— colectivos que, no sólo promueven cultura, sino que también la agitan y le dan una vuelta. TTT, en formato compacto y sin grandes pretensiones de ser protagonista de la vida cultural de Guadalajara, sino ofreciéndose como actor de carácter, sin duda pertenece a ese escogido y limitado conjunto de grupos o entidades surgidos desde la sociedad civil que están despabilando nuestra acción cultural y aportando, no solo “actismo”, sino acción, creación y creatividad a ella. Coincidiendo con estas fechas de abril en las que se celebra el “Día del Libro”, TTT nos ha regalado este año NPG´22 (Nueva Prosa de Guadalajara 2022), que es un libro en el que 17 jóvenes creadores que residen en nuestra provincia han publicado relatos cortos, muchos de ellos por primera vez. Sus creaciones literarias se presentan en formato microrrelato o como historias algo más extensas y elaboradas, pero breves, con estilos diversos, desde el clasicismo narrativo típico del cuento a la experimentación formal vanguardista de las nuevas narrativas milenial. NPG´22 es el hermano pequeño de NPG´21 (Nueva Poesía de Guadalajara) que TTT ya nos obsequió hace un año y que también reunió las obras de 15 poetas “tímidos” de la provincia —muchos de ellos repiten ahora en NPG´22— que hasta entonces no habían publicado sus versos, de ahí ese adjetivo que los coordinadores de su edición, con Juanky al frente, aportaron como subtítulo a la publicación. NPG´21 fue todo un éxito, pues como tal cabe calificar el hecho de que se hayan distribuido los 1000 ejemplares de que constó la edición y sus coordinadores y autores hayan participado en varios recitales públicos y encuentros con clubes de lectura de bibliotecas municipales de la provincia. La Diputación es la patrocinadora de ambas obras y, aunque yo trabaje en su Servicio de Cultura y, por tanto, este asunto me roce, creo justo decir que la institución provincial ha acertado de lleno apoyando este proyecto de sacar del cajón, dinamizar y dar visibilidad a la creación literaria joven y hasta ahora tímida de la provincia. Es un camino que debe seguir haciéndolo al andar porque estos “trigres” de TTT no muerden, bien al contrario, solo dan zarpazos a la grisura, a la monotonía y a la literatura en blanco, que es la no escrita o la escrita pero no publicada. Lo que no se publica, no se ha escrito. Termino ya felicitando de nuevo a Juanky, a Ana García Lamparero —poeta fértil y frondosa, como su bellísimo “Jardín poético”, y profesora carismática y peripatética de Literatura, como lo era un predecesor suyo, enorme poeta, maestro y amigo, el recordado Fernando Borlán—, a Marcos Caballero —apunten este nombre porque un joven genio anda suelto— y a Rosalía Díaz Niño —tan buena poeta y rapsoda como su madre, Carmen Niño—. También quiero felicitar a mi querido y admirado Fernando Rojo, hace ya tiempo reputado periodista de ABC que, como yo, se destetó para el periodismo en el añorado “Flores y Abejas”, y que es autor del excelente prólogo de NPG´22. Precisamente de su gran texto prologal he tomado prestada esa referencia a los desiertos de Guadalajara que me ha servido para vertebrar este post: “(…) en Guadalajara, en mitad de lo que tantas veces percibimos como un desierto, brotan, como en los desiertos, flores imposibles”. NPG´22 es una de esas flores con pétalos de prosa. Si aún están a tiempo, no dejen de asistir al acto de su presentación que tendrá lugar el viernes, 21 de abril, a las siete de la tarde, en la Sala Multiusos del Centro San José.

Diseño de Tania Castellanos para NPG´22

Altas pasiones

Este año se han cumplido cincuenta de la celebración de la primera edición de la Pasión Viviente de Hiendelaencina que impulsara el entonces párroco de “Las Minas”, Bievenido Larriba, actual rector de Uceda. “Bienve”, a quien conozco y aprecio desde hace ya muchos años, es un cura molinés —de Tartanedo concretamente—, de los de sotana arremangada, trato afable y cercano, chato, pitillo, pelota a mano y lo que se tercie, siempre y cuando implique acercarse y ser útil a la comunidad en la que presta servicios. Hasta llegó a ser empleado de la extinta Caja de Guadalajara, precisamente en Hiendelaencina, compaginando sus labores pastorales con las de bancario, sabiendo distinguir, perfectamente, lo que era de Dios y lo que era del César.

                Solo perviven en el tiempo los proyectos que, además de tener sentido y solidez, incluso aun naciendo de la iniciativa de una persona, pronto son asumidos como propios por toda la comunidad. Este es el caso de la Pasión Viviente del pueblo serrano de la plata que, pese a tener actualmente poco más de un centenar de habitantes censados -hace 50 años tenía alrededor de 250-, sigue fiel a su cita con la representación de la Pasión del Señor por sus calles y entorno que cada año atrae a centenares de personas por la muy lograda fusión de figuras y paisaje con que se pone en escena. La Pasión de Hiendelaencina ha llegado este año a su cincuentenario, bodas de oro por tanto para la villa de la plata, un hecho que corrobora su aceptación y asunción por el pueblo, no solo en sus inicios, sino en su continuación a lo largo del tiempo al trascender con mucho de las generaciones que la vieron nacer. La mayor parte de los actuales actores que la representan, ni siquiera habían nacido hace 50 años y algunos de los que la han representado, ya han fallecido, hechos biológicos y biográficos que avalan que fue una semilla plantada en buena tierra y debidamente abonada. “Bienve” Larriba y quienes colaboraron con él desde el principio, especialmente el maestro Abelardo Gismera y el grupo de jóvenes entusiastas del pueblo que se sumaron a la iniciativa desde el primer momento, se merecen especial reconocimiento en este año en que la Pasión Viviente de “Las Minas” ha alcanzado su 50 edición, tras ponerse en marcha en aquel ya lejano 1972.

                Las buenas obras, además de ser útiles para la comunidad en la que surgen, suelen ser ejemplarizantes para las vecinas. Este es también el caso de la Pasión Viviente de Hiendelaencina pues, tras ella y sin duda siguiendo su camino y ejemplo, fueron naciendo en la provincia otras representaciones vivientes de la Pasión de Cristo que también se han ido consolidando y que tienen sus propias singularidades. Es el caso de las de Albalate de Zorita, Fuentelencina, Marchamalo y Trillo, en una primera oleada, y el de las de Iriépal, Pioz y Pozo de Guadalajara, de celebraciones más recientes pero que están también en vías de consolidación.

                Precisamente, el día 1 de abril, sábado, tuve el placer -no es un calificativo gratuito ni retórico- de asistir a la representación de la Pasión Viviente de Iriépal, pedanía de la capital desde finales de los años sesenta pero que siempre ha mostrado una actividad y un compromiso comunitario que trasciende de lo que suele ser habitual en un barrio anexionado sin personalidad jurídico-administrativa propia. En la Pasión de Iriépal vi implicado a casi todo el pueblo y eso dice mucho en su favor además de ser, ya de por sí, una garantía de éxito. Pese a nacer en 2017 y haberle afectado en dos ediciones la dichosa pandemia, la propuesta de teatro de calle de esta Pasión está perfectamente lograda con una ambientación trabajada y adecuada y una elección de escenarios naturales absolutamente acertada, especialmente los de las escenas del Huerto de los Olivos y el Calvario. El nivel actoral de esta Pasión también es realmente destacable, pese a tratarse de aficionados que solo se han acercado al mundo del teatro de manera reciente. A este respecto, muy meritoria es la labor de quien representa a Jesús, Miguel Redondo, destacando también el buen hacer de otros personajes, entre los que podríamos citar a “Tito” Ramos en el papel del rico. El atrezo, la iluminación y el sonido están igualmente muy bien conseguidos, así como la ambientación, sobremanera la musical, producida en vivo y en directo, sobresaliendo especialmente el coro que interpreta temas en arameo y que le dan un punto de compunción, sentimiento, oportunidad y calidad al conjunto de la representación. Además del momento cumbre de la crucifixión, muy bien emplazado como ya hemos dicho, al tiempo que bien escenificado, cabe destacar la intimidad y el clima de integración actores-público que se logra en la escena de la Última Cena que tiene lugar en el histórico lavadero de Iriépal, hace ya más de veinte años reconvertido en centro cultural. El público envuelve a los actores y puede ver muy de cerca hasta su más mínimo gesto, desmigarse el pan ácimo al ser partido, el color teja del vino, oler la cera ardiendo de las velas y escuchar casi como un susurro al oído los cánticos en arameo que dan una atmósfera especial a ese momento cumbre de la Pasión. Y lo mejor que se puede decir de la escena del cenáculo es que, sobre todo en ella, Miguel Redondo parece y es Jesús. Lástima que, al ser limitada la capacidad de público de este espacio, la escena se tenga que representar cuatro veces lo que rompe un tanto el ritmo del conjunto de la Pasión Viviente. De tanto bueno, tienen especialmente la “culpa” todas las gentes de Iriépal implicadas en el proyecto, bien sea como actores, principales o secundarios, como figurantes o como parte de la producción, y de manera señalada el equipo de dirección artístico y técnico conformado por un trío de absolutas garantías: Ana Vélez, César Maroto y Julio Prego. Es el mismo que ha dirigido el Tenorio Mendocino en la última edición, con eso está todo dicho.

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