El cielo de Guadalajara no puede esperar

La provincia de Guadalajara tiene más cosas de las que carece, pero aquello que no tiene se deja notar y mucho, sobremanera la población en su 75 por ciento de territorio heavy rural. Lo que sí posee, y bastante más de lo que parece, es historia y geografía que, además de ser dos disciplinas científicas y materias obligadas del currículo escolar, son los principales ámbitos que otorgan la personalidad diferenciadora a tierras y lugares. Dejándonos ya de filosofías, entre pardas y baratas, y yendo a lo mollar de lo que quiero contar hoy en esta entrada, dos de las cosas destacadas que tiene la provincia de Guadalajara y en las que supera a la mayoría del resto de las españolas es la calidad de su aire y la limpieza de sus cielos. Hablamos, por supuesto, de la parte más rural de nuestra provincia -de esa heavy que he dicho antes por ponerle un adjetivo muy gráfico, aunque sea un anglicismo-, especialmente de las Serranías del norte y del Señorío de Molina, aunque también de gran parte de la Alcarria. Sabido es que, según informes de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Campisábalos, en particular, y la Sierra de Pela, en general, es el punto de España con el aire más puro y el tercero a nivel mundial. No es tan sabido, pero ahora trataré de difundirlo y explicarlo, que los cielos de la provincia, sobre todo los del Norte y el Este, son reservas “star light” -otro anglicismo, pero estoy obligado a ello-, según ha certificado la fundación del mismo nombre que tiene su sede en la Isla de la Palma, un lugar teñido de tragedia por el volcán Cumbre Vieja pero que tiene unos cielos idóneos para la observación astronómica más profunda. Y ¿qué son las reservas “star light”?; pues se trata de espacios naturales protegidos en los que se establece un compromiso por la defensa de la calidad del cielo nocturno y el acceso a la luz de las estrellas. Los “cielos de Guadalajara” figuran en esa relación y la prestigiosa revista científica National Geographic hasta los puso en primer lugar para invitar a sus lectores a avistar las Perseidas, las lluvias de estrellas también llamadas “Lágrimas de San Lorenzo”, que tienen lugar en torno al 10 de agosto. Nuestros cielos serranos y molineses -también los alcarreños más altos y alejados de núcleos urbanos- comparten con estos otros trece una elitista relación de bóvedas celestes limpias y profundas para la observación astronómica y la astrofotografía profesional y aficionada, que cada vez hay más: Parque Regional de Gredos, Sierra de Albarracín, Menorca, Comarca Cuencas Mineras, Parque Nacional de Aigüestortes i Estany de Sant Maurici, Los Pedroches, Territorio Gúdar-Javalambre, Fuerteventura, Sierra Sur de Jaén, Sierra Morena Andaluza, El Montsec, Cumbres de Tenerife y La Palma.

Circumpolar en el puente sobre el Henares en la Ronda Norte

La contaminación lumínica que produce el alumbrado público, no solo de las grandes ciudades, y la atmosférica son los dos principales enemigos de los cielos oscuros y profundos que son los que precisan y buscan los interesados en la astronomía para instalar sus telescopios y disfrutar de su afición de escudriñar el cosmos que, no pocos, la elevan a pasión. Como decíamos, gran parte de los cielos de Guadalajara son “pata negra” para la astronomía por su oscuridad y profundidad, pero a este hecho se le une también un factor que procura que se produzca una importante demanda de observación astronómica desde ellos, como es la cercanía a Madrid, donde viven más de 7 millones de personas que dan para mucho, también para que se cuenten por millares los aficionados a la observación cósmica. Igualmente, los hay por decenas en Guadalajara y se han agrupado en una activa asociación, “Astroguada”, una de las últimas creadas en España sobre esta materia “a pesar de que tenemos uno de los mejores cielos del país y hasta de la Unión Europea para la observación con telescopios y la práctica de la astrofotografía”, como afirman en su propia página web, a la que se puede acceder en este enlace: http://astroguada.com/ . “Astroguada” ha iniciado no hace mucho su andadura como asociación, pero ya ha promovido varias observaciones astronómicas públicas en distintos municipios de la provincia, desde la capital -donde se abarrotó el parque de Adoratrices cuyo alumbrado público fue completamente apagado para la ocasión y así facilitar la observación- a El Pedregal, el pueblo de la provincia más distante, ya casi metido en Teruel, y que es uno de los de España más alejados de grandes núcleos urbanos por lo que su cielo es especialmente adecuado para la observación astronómica. Precisamente, las impresionantes fotografías que acompañan este post las han realizado miembros de “Astroguada”, a quienes agradezco sumamente su cesión. Una de ellas, la del puente sobre el Henares de la Ronda Norte, de Guadalajara, es una circumpolar en la que se puede ver la Estrella Polar en su mismo centro, rodeada de estrellas que la circundan en movimiento y que dejan una estela por el tiempo de exposición de la foto, provocando un impactante efecto óptico. La otra fotografía -“impre”-“zionante”, en dos palabras, como diría Jesulín de Ubrique, permítanme la chanza- refleja la Vía Láctea sobre el celebérrimo castillo de Zafra, en Campillo de Dueñas, últimamente muy reconocido por haber sido escenario de unas secuencias en la afamada serie internacional de televisión, “Juego de Tronos”. La astrofotografía del puente es obra de Alfonso Espinosa y Julián García, autores también de la del castillo junto a Inés Espinosa.

Vía láctea sobre el castillo de Zafra. Campillo de Dueñas

Guadalajara y las estrellas llevan ya mucho tiempo conociéndose, incluso puede que ya estén pensando en ir a mayores en su relación, algo que podría concretarse siendo sede de la Agencia Espacial Española, en cuyo proceso de elegir ubicación está el gobierno. La Diputación de Guadalajara acertó de lleno cuando hace meses aprobó por unanimidad una moción solicitándola para algún municipio de la provincia. Por su parte, los ayuntamientos de Yebes -con su potente y prestigioso observatorio astronómico nacional y su buen proyecto divulgativo “Astroyebes” tirando del carro- y de Cabanillas han solicitado expresamente ser la sede de la Agencia. No sé si tenemos “padrinos” políticos con el poder suficiente y el empeño por favorecer a la provincia para que se nos “bendiga” otorgándosenos la sede de esta importante Agencia, más bien soy escéptico al respecto, pero el cielo de Guadalajara no puede esperar porque está tan limpio y lleno de estrellas que, a veces, hasta se puede ver a Dios.

El puente no romano del Conde

Cuando escribo esta entrada estamos justo en medio del “puente” de Todos los Santos que ha llegado en un otoño de temperaturas templadas y escasa lluvia, bien por lo primero, pero mal, muy mal por lo segundo porque la lluvia de octubre es aún más necesaria que la de abril. En realidad, precisamos el agua en todo tiempo, pero el otoño y la primavera son las dos estaciones en que más conviene su caída por los ciclos biológicos que condicionan vida y naturaleza. San Martín, que nos suele esperar con su veranillo a mediados de noviembre, este año ha debido hacer pachas con San Miguel, que también tiene el suyo a finales de septiembre, y en este otoño vamos de veranillo en veranillo y por ello aún más de puente en puente, como si jugáramos a la Oca y nos llevara la corriente… No obstante, cuidado, que esto es Castilla, “que faze a los homes pero también los gasta”, como sentenció Alfonso Fernández Coronel ante Juan Alfonso de Alburquerque, valido de Pedro I de Castilla, cuando aquel iba a ser ejecutado por supuesta traición al monarca –“Cruel” para unos, “Justiciero” para otros-. Tras su degollación, fue enterrado en la iglesia conventual de Santa Clara -hoy parroquial de Santiago-, en Guadalajara, comunidad fundada por su bisabuela, María Fernández Coronel. En esa Castilla que hizo y deshizo a Fernández Coronel y a tantos otros, como después le ocurrió al mismísimo rey que le había mandado ejecutar, más veces de las deseadas no hay primaveras ni otoños, pero lo que nunca falta son veranos e inviernos, incluso fuera de sus propios tiempos, antes y después de los solsticios.

Portada del breviario de Política Experimental del Conde de Romanones

                Los puentes de antaño solían ser de piedra, pero los de ahora son de papel de calendario y por debajo de ellos no pasa agua, sino que sobre su tablero virtual se unen días festivos con laborables de tal manera que éstos pasan a tener la condición de aquéllos. Con este tipo de puentes festeros, trampantojos de los de verdad, Simón y Garfunkel no podrían haber cantado su preciosa balada del “Puente sobre aguas turbulentas”, ni la conocida “Silbada del Coronel Bogey” hubiera pasado a la historia de las bandas sonoras del cine al ser interpretada en “El puente sobre el río Kwai”, ni siquiera Juan Antonio Bardem hubiera podido llevar a Alfredo Landa a Torremolinos en su película “El Puente”, de 1977, una “road movie” en la España de la Transición, mitad landismo puro y duro, mitad “Los Santos Inocentes”.

                En la provincia de Guadalajara hay varios puentes históricos muy notables, algunos de ellos calificados de “romanos”, pero que no todos los son; es más, la mayoría de ellos son de época medieval, románicos en todo caso, pero no romanos. Sin duda sí que lo es lo que queda deI de Murel, en el término de Carrascosa de Tajo, cerca de donde se fundó inicialmente la comunidad cisterciense del monasterio de Óvila. También en los alrededores de Sigüenza, en la misma carretera que deviene desde la A-2 hasta la ciudad del Doncel, hay evidentes restos de un puente y de una alcantarilla romanos, como en Zaorejas están los singulares vestigios de su acueducto que allí llaman “Puente romano”. Los interesantes puentes de Valdesotos, Gárgoles de Abajo y Ablanque, entre otros, también son generalmente adjudicados a los romanos, pero su más que probable fábrica es posterior, medieval seguramente. Eso de “romanizar” puentes y otros restos de ingeniería civil estuvo muy extendido, sobre todo en las etapas de la historiografía más localista -fundamentalmente practicadas entre los siglos XVI al XIX- y aún hoy perviven sus ecos patinadores -de pátina y de patinazo- de antigüedades forzadas. Hay mucho falso cronicón contra la historia. Como ejemplo paradigmático de lo dicho, tenemos el propio puente árabe de Guadalajara, llamado romano hasta en las guías turísticas oficiales no ha tanto de ello, cuando data de la segunda mitad del siglo X y primera del XI y fue iniciada su construcción en tiempos de Abderramán III, el primer califa omeya cordobés.

                Pero si hay un puente por excelencia en la provincia, ese es el que dice la leyenda urbana -en este caso, más bien rural- que el Conde de Romanones prometió construir en campaña electoral en un pueblo que ni si quiera tenía río, añadiendo a su promesa, cuando fue advertido de ello, llevar allí también un curso fluvial para que el puente tuviera sentido. Pese a que Don Álvaro de Figueroa y Torres, el ínclito Conde de Romanones, practicó con fruición el “caciquismo” político, algo no solo propio de él sino de la forma de hacer política de su época, ni esta supuesta promesa del puente donde no había río ni otras de similar catadura -y caradura- a él achacadas son ciertas. Bien al contrario, don Álvaro dejó escrito que muchos de los hechos y dichos recalcitrantemente caciquiles que se le adjudicaban, no tenían un ápice de verdad, sino que eran pábulos de rumores exagerados de sus rivales políticos y consecuencias de su propia fama como irredento ganador de elecciones en la provincia de Guadalajara. En esta frase literal y cierta del propio Conde, recogida en su “Breviario de política experimental”, editado en 1944, seis años antes de su muerte, podemos encontrar uno de los puentes dialécticos con los que él atravesó el río de la política: “Es más fácil defenderse de la calumnia que de la murmuración. Aquélla nos ataca, ésta nos envuelve”.

Y ya que estamos con el Conde y que se aproxima una larguísima campaña electoral que concluirá el 28 de mayo de 2023 con la celebración de elecciones locales y autonómicas, vamos a terminar con otra frase ciertamente suya que explica, al menos en parte, sus reiterados éxitos en las urnas: “Las cuatro reglas de la política son: suma cuanto puedas, resta lo menos posible, multiplica con cuidado y divide al adversario hasta hacerle polvo”. Romanones dixit. Amén, Jesús, Churruschuschús.

Epicuro en el Buero

El maestro de tantas cosas relacionadas con la literatura en particular y la cultura en general, Josepe Suárez de Puga, también amigo, nos transmitió un legado inmaterial impagable a quienes estuvimos en su justo y merecido homenaje celebrado en pleno equinoccio de otoño, en la víspera mismo de su 87 cumpleaños. Ese legado fue invitarnos a practicar la amistad de manera activa y recurrente, y a buscar con fruición la felicidad. Josepe, como neoclásico militante que es, nos estaba proponiendo seguir la doctrina del epicureísmo y, en cierta medida, también del hedonismo, dos escuelas del pensamiento y la vida de la Grecia clásica hoy tenidas por arcaicas y solo consideradas para el estudio teórico. Epicuro, padre de la doctrina que tomó su nombre, abogaba por la búsqueda del bienestar del cuerpo y de la mente, del placer exento de dolor, y consideraba la amistad como un valor a practicar con generosidad porque coadyuvaba a esa búsqueda fruitiva, aunque prevenía del dolor y daño que podía causar la falsa. El epicureísmo prolongaba la amistad más allá de la vida y reivindicaba su práctica incluso tras la muerte. El amigo muerto nunca muere, podríamos resumirlo. El hedonismo, por su parte, se dejaba de valores, de caminos y de medios e iba a saco a la búsqueda del placer. Josepe, que ha vivido y se ha bebido la vida a grandes sorbos, nos estaba regalando a sus muchos amigos que le acompañamos en su alboroque septembrino en el Moderno un consejo de sabio y de viejo: ¡Sed amigos, sed felices! Podría ser su epitafio cuando le llegue la hora de las alabanzas, quiera el Dios de don Juan Tenorio que sea lo más tarde posible porque esta ciudad necesita monumentos vivos de la cultura como es él para quitarse la caraja de provinciana, acomplejada y disgustada consigo misma que tanto le perjudica y limita.

Amistad y felicidad epicúreas, hedonistas y “josepianas” fue, precisamente, lo que viví y sentí en la tarde del lunes en la sala Tragaluz del teatro Buero Vallejo cuando presenté mi último libro: “Guadalajara Suite Nocturna (Poemario ad libitum)”, copatrocinado por Ayuntamiento y Diputación, instituciones para las que he trabajado y trabajaré siempre, unas veces desde dentro de ellas y otras desde fuera, y a cuyos actuales rectores agradezco su sensibilidad por haber hecho posible este proyecto editorial. Si se abarrotó la sala Tragaluz un lunes de octubre por la tarde en un acto de presentación de un libro que, además, es un poemario, no fue por el interés que despertó mi obra sino, fundamentalmente, por la amistad. Podría poner nombres y apellidos al centenar y medio de personas que asistieron al acto porque casi todas ellas han estado en algún momento en mi vida y con muchas me unen vínculos de afecto y amistad. La amistad, como nos proponía Josepe, es un viático para la felicidad, es el más cualificado y aconsejable vínculo, pese a ser intangible, que nos une con los demás, traza complicidades y nos ayuda a caminar. Ciertamente, no puede haber felicidad sin amistad, no concibo a nadie siendo feliz sin tener amigos; es más, la falta de amistad es un hecho seguro de infelicidad.

Pleno de felicidad, por disfrutar de tanta amistad, fue como me sentí el lunes, 17 de octubre de 2022, en la sala Tragaluz, la bonita y tan bien nombrada sala del teatro Buero Vallejo que, por cierto, en el próximo mes de diciembre cumple ya 20 años y se van a celebrar, en buena hora y con buen criterio, con la representación de una obra del dramaturgo alcarreño: “El sueño de la razón”, estrenada en 1970. Goya, Leocadia Zorrilla, Eugenio Arrieta, Gumersinda Goicoechea, José Duaso… y el monarca felón que traicionó al pueblo que tanto lo deseaba, Fernando VII, compartirán tablas y diablas del gran teatro alcarreño que tardó mucho en llegar pero que al fin lo hizo hace cuatro lustros ya, siendo alcalde José María Bris y concejal de Cultura, Francisco González Gálvez. Dos buenas personas que, además, hicieron mucho por Guadalajara.

Si la amistad, y no mi poesía -si es que llega a serlo-, fue la que llenó inopinadamente la sala Tragaluz una tarde de octubre, la amistad también es la que ha hecho posible que esta nueva obra, si no buena -eso lo juzgarán los lectores-, sí que es bonita, muy bonita, algo posible gracias a las magníficas fotografías de Nacho Abascal, los estupendos óleos y grafitos de David Pasamontes y las creativas ilustraciones de mi hija, Ana, una de las dos niñas de mis ojos junto a su hermana, María, que me hizo abuelo hace ya tres años de un precioso niño con cara de sol y nombre de poeta, Darío, a quien he dedicado el libro. Ser abuelo es ser feliz, muy feliz, porque eres más amigo que padre de tus nietos y forjas con ellos una relación epicúrea a través de la ternura y el amor mutuos. Gracias Nacho, gracias David, gracias Ana. Seguimos juntos en el camino para llegar a la meta de “Suite Alcarreña (Poemario al Viento)”. Porque donde muere el viento, nace la Alcarria.

Y gracias a todos los que acudieron al acto de presentación del libro por regalarme su amistad y hacerme muy feliz.

CODA: El viernes, 21 de octubre, a las 19 horas, se inaugura en la Sala Antonio Pérez (Centro San José), una exposición fotográfica de Nacho Abascal con 30 imágenes en gran formato hechas exprofeso para “Guadalajara Suite Nocturna”. La mitad de ellas se incluyen en el libro, la otra mitad son inéditas. Todas, absolutamente todas, son magníficas, y muchas de ellas verdaderamente espectaculares. No dejen de visitar la exposición que permanecerá abierta hasta el 19 de noviembre, de lunes a sábado, entre las 19 y las 21 horas.

Otra ronda de San Miguel

La tradicional festividad de San Miguel, que se celebra el 29 de septiembre, ha estado siempre muy unida a la sociología de la provincia y, por ende, de la capital, pues esta era una de las fechas más señaladas del año para los labradores, al igual que la de San Pedro, que tiene lugar exactamente tres meses antes, lo era para los pastores. Por San Miguel se solían contratar, o renovar contrato, los “criados” con sus “amos” para el nuevo ciclo de tareas agrarias que se iniciaba con el otoño, al igual que por San Pedro se “ajustaban” los pastores con los dueños de los rebaños que, muchas veces, no eran solo de un amo, sino de muchos vecinos que aportaban sus ovejas y cabras para, sumadas todas las del pueblo, hacer viable el pastoreo comunal. San Miguel y San Pedro eran, por tanto, días muy grandes y celebrados en aquella Castilla que vivía de trabajar la tierra con su sudor y no de sobreexplotarla con el sudor de otros y de ella misma, como sucede ahora no solo aquí, sino también acullá, porque en todas partes cuecen habas, incluso donde no se siembran. Llegó a haber dos tiempos distintos en que las propias ferias de Guadalajara se celebraban en torno a la festividad de San Miguel, en la segunda quincena de septiembre: El primero, y más antiguo, desde 1760 -por privilegio de Carlos III- hasta finales del XIX, en que se volvieron a celebrar en octubre, en torno a San Lucas, fecha primigenia del histórico privilegio de celebración de dos ferias anuales -una en primavera y otra en otoño- otorgado a la ciudad por Alfonso X, exactamente cinco siglos antes, en 1260. La segunda etapa en la que las ferias de otoño tuvieron lugar a finales de septiembre fue entre los años 60 y los 80 del siglo XX.

Arrabal de Santa Catalina, Eras Grandes y la Carrera, con San Francisco al fondo. Litografía de Genaro Pérez Villaamil, c. 1837

Las ferias sesenteras que podríamos llamar “ye-yés” se adelantaron de octubre a la última semana de septiembre, precisamente, huyendo del mal tiempo que solía hacer cuando tenían lugar entre el Pilar y San Lucas (18 de octubre) y buscando el famoso “veranillo” de San Miguel; al menos, así consta en las informaciones de prensa y aún en las actas municipales en las que se recoge el debate sobre ese adelantamiento de fechas. Siendo ya alcalde Javier Irízar, tras la celebración de las primeras elecciones municipales democráticas después de la aprobación de la Constitución del 78, las ferias se fueron alejando de San Miguel y acercando a la Antigua, hecho que terminó concretándose ya en los mandatos de José María Bris y que rige actualmente pues suelen comenzar el lunes siguiente a la semana en que se celebra la festividad de la Patrona.
También un día de San Miguel, exactamente el de 1916, nació en Guadalajara su más notable figura contemporánea, el gran dramaturgo Antonio Buero Vallejo, aunque la ciudad tardó mucho tiempo en enterarse de ello. Lo digo con segundas, evidentemente, si bien también podría decirlo con primeras porque la ciudad no supo de él, más allá de su círculo familiar y amical, hasta que ganó el premio Lope de Vega, en junio de 1949, con su celebérrima “Historia de una escalera”. Con ella Buero subió el primer peldaño del éxito que le llevaría del entresuelo de la ignominiosa cárcel que injustamente penó por sus ideas políticas, hasta el ático del triunfo que para él supusieron los numerosos reconocimientos que mereció por toda su obra, especialmente su entrada en la RAE (1971), el premio Cervantes (1986), la Medalla al Mérito de las Bellas Artes (1994) y el Premio Nacional de las Letras (1996), entre mucho otros. Pese al confeso agnosticismo de Buero -él decía que tan difícil era afirmar que había Dios como que no lo había-, la festividad de San Miguel, el arcángel soldado de ese Dios de cuya existencia dudaba, pero no negaba, siempre fue una fecha de referencia para él, primero por ser la de su propio cumpleaños y, segundo, por ser la de la onomástica de su gran amigo y paisano, el poeta humanense Ramón de Garcíasol, Miguel Alonso Calvo para el registro civil.
Y aunque para el común de los mortales -que somos todos, pese a que algunos petulantes no se quieran contar entre nosotros- ha pasado desapercibido el hecho, el pasado día de San Miguel tuvo lugar una curiosa efeméride, según nos recuerda el gran historiador y artista plástico que es Pedro J. Pradillo en una de sus obras dedicadas a la capital de la provincia, que conoce mejor que nadie, titulada “El paseo de la Concordia (Historia del corazón verde de Guadalajara)”, editada por Aache en 2015. En ese librito, de lectura absolutamente recomendada, el también técnico municipal de patrimonio recoge que el último día en que tuvo lugar el alarde de caballeros de la ciudad fue el de San Miguel de 1522, o sea, hace ya 500 años de ello. El alarde siempre tenía lugar en esa fecha y, como es sabido, consistía en la obligación periódica que los caballeros tenían de exhibir públicamente sus caballos y armas, para poder seguir siendo considerados como tales. No se trataba de un ejercicio de mera fanfarronería, sino muy práctico y lucrativo pues los caballeros de alarde estaban exentos de pechar, o sea, de pagar impuestos, a cambio de poner sus caballos y armas a disposición de la ciudad en caso de ser requeridos por el rey para la batalla. Los alardes de caballeros de Guadalajara se celebraban entre el arrabal de Santa Catalina (ermita situada en el lugar que hoy ocupa la calle Nuño Beltrán de Guzmán, pasaje peatonal entre el Amparo y María Pacheco) y las Eras Grandes de la ciudad, sobre las que en 1854 se construyó el paseo/parque de la Concordia. Precisamente el nombre de la Carrera que hace poco se le ha puesto oficialmente -aunque popularmente ha sido siempre así conocido- al antiguo tramo de Boixareu Rivera que da al muro de la Concordia, deviene de las carreras a caballo que los caballeros de alarde hacían allí el día de San Miguel tras ser convocados en la víspera. Este curioso dato que aporta Pradillo en su libro está tomado de la “Historia de la Muy Nobilísima Ciudad de Guadalajara”, manuscrito fechado en 1653 y del que es autor Francisco de Torres, uno de los historiadores más notables de la ciudad y aún con calle en ella. Y en la cuesta de San Miguel estuvo la iglesia del mismo nombre, de la que solo queda la magnífica capilla de Luis de Lucena… Me reitero en la idea de que Guadalajara es una ciudad que se quiere poco y que duda mucho de sí misma. Gran parte de este problema radica en que los guadalajareños apenas conocemos su historia y que nos suena más San Miguel por las cervezas de esta marca que por las muchas cosas que aquí acontecían y acontecieron en la celebración de su festividad. Pues nada, que nos pongan otra ronda.

La semana de Morfeo

Si la semana del 12 al 18 de septiembre fueron las “Ferias de Penélope”, como titulaba y explicaba en mi post anterior por lo que huelga incidir en ello, la del 19 al 25 será para muchos la de Morfeo, el dios griego de los sueños. Es lo que tiene darle en exceso al cuerpo alegría, te llames Macarena, Mohamed, Constantin, Edgar, Evelyn o Pepe. Tras la vigilia forzada, voluntaria o involuntariamente, de estos días atrás debe llegar el sueño reparador porque ni siquiera el mar es capaz de vivir permanentemente en tempestad y, tras ella, busca la necesaria calma. La vida se manifiesta con frecuencia en dualidades contrapuestas, antagónicas, pero complementarias porque hay mucho de física en ella y toda acción conlleva una reacción. Así, a la noche le sucede el día, a la oscuridad la luz, al frío el calor, al ruido el silencio… y a la vigilia, el sueño. Lo dicho, Penélope sigue haciendo y deshaciendo, tejiendo y destejiendo, pero ahora está ya en brazos de Morfeo y duerme su sueño, aunque puede que derive algún momento en pesadilla porque a los cuerpos bien baqueteados y zurrados les cuesta más reposar que a los que caen en la piltra previamente sin tensión y relajados.

                Tras reventar en el cielo de Guadalajara el último cohete festivo -que curiosamente coincidió con el de inicio inesperado, casi impensable, y, por ello, muy meritorio triunfo de la selección española en el “Eurobasket”-, al griego Dionisio y al romano Baco, los dioses de la fiesta, el vino y el jolgorio, les ha sucedido, como ya decíamos, el del sueño, Morfeo. En sus brazos estarán compensando excesos los peñistas que apenas hayan pegado ojo y no se les haya caído el vaso de la mano y la bebida espirituosa de la boca. También quienes, no siendo peñistas, con la excusa de la fiesta, hayan optado por beberse las ferias y hasta el agua de los floreros. Estarán ahora durmiendo, o deberían estarlo porque les conviene a ellos y a los demás, quienes han pasado de cabinas, aseos portátiles y servicios públicos y han descargado sus vejigas donde les ha venido en gana, fuera en portales de casas, coches, calles, jardines, etc. Hay mucho guarro suelto que se embosca en la fiesta para guarrear. También estarán durmiendo, o ya por fin podrán dormir, los vecinos a quienes se les ha puesto la ruidosa y, a veces, también sucia y maloliente fiesta de otros en la puerta de su casa, obligándoles a ella, cuando la fiesta nunca debe ser una imposición, sino una opción. Incluso también podrán ahora dormir los trabajadores de la limpieza viaria y de las zonas verdes, después de pegarse unas palizas de aúpa para limpiar lo que poco después se iba a volver a ensuciar porque el personal pasa en ferias de echar residuos en contenedores y papeleras, si es que los hay cerca, que en muchos casos no es así; el reciclaje lo dejamos para el tiempo ordinario, en este extraordinario no rige eso de las tres erres de la ecología: Reducir, Reutilizar y Reciclar. Bien al contrario, erre que erre, se tira casi todo al suelo y ya vendrá el de la limpieza con la sopladora, la barredora o la escoba… Como cantaban Los Sírex, “si yo tuviera una escoba ¡cuántas cosas barrería…!”. Igualmente, ya podrán echarse en brazos de Morfeo los policías locales y nacionales, especialmente los primeros, que a buen seguro habrán hecho muchas horas extras para cubrir la seguridad de unas ferias que se han dividido y repartido en varios recintos -casa de muchas puertas, difícil es de guardar…-, alguno tan en el centro -lo digo con ironía- como el de las atracciones juveniles, tómbolas, puestos, etc. que estaba situado cerca de un paraje que en Guadalajara conocíamos como “La Casa del Ruido” y que se localizaba en el “más allá”. La ciudad ha crecido tanto que a algunos hasta la periferia que fue y sigue siendo les parece céntrica… También descansarán, si es que no están en otro “bolo”, los miembros de las charangas que han animado las fiestas un año más, algunas, auténticas orquestas in itinere con unos repertorios amplios, muy versátiles y excelentes ejecuciones. Otros que ya podrán flirtear con Morfeo son los feriantes, si es que la carretera y la manta no los lleva a otra feria en este fin de temporada que es para ellos el principio del otoño. Llegados a este punto, quiero tener un recuerdo muy especial para el señor Paco, el dueño del popular carrusel de “caballitos” “Baby Paco”, a quien conocí de niño y con quien traté ya de adulto; era todo bonhomía, una auténtica lección de vida, trabajo y vocación de servicio a los más pequeños. Los niños de Guadalajara que fuimos le debemos mucho al señor Paco porque en sus cochecitos hicimos nuestros primeros viajes en la vida, sin caer en que eran a ninguna parte porque no hacíamos más que dar vueltas, auténtica metáfora de lo que es la propia vida. Imagino que también podrán por fin descansar los concejales y funcionarios del ayuntamiento que hayan tenido competencia directa en la organización de las ferias; aún estando en desacuerdo con algunas de las decisiones que se han tomado, me solidarizo con ellos porque durante cuatro años -1999-2003- fui concejal de festejos y bien se lo duro y, a veces, hasta desagradecido e, incluso, desagradable que es cargar con esa responsabilidad. En todo caso, que no se olviden que los ciudadanos siempre tienen razón y que las ferias no pueden ser nunca de unos contra otros.

Ferias en la Concordia, años 60 del siglo XX. Foto: Fondo López-Palacios. CEFIHGU. Diputación de Guadalajara.

                Y quienes por fin podrán suplir a Dionisio y a Baco por Morfeo son los parques históricos de la ciudad y sus verdaderos dueños, que son los árboles, las plantas, los pájaros, los niños y el aire puro que en ellos se suele respirar. El circo ya ha concluido, veremos ahora a qué precio está el pan.

Las ferias de Penélope

Dos años sin ferias son mucho para bastantes y nada para no pocos. El Covid se llevó por delante vidas de muchos, la salud de muchísimos, el trabajo de miles y la normalidad y la tranquilidad de todos. También dejó en poco más de nada las ferias y fiestas de Guadalajara de 2020 y 2021. En el siglo XX y lo que va de XXI, hasta 2020 la capital sólo había suspendido la celebración de las ferias en 1918 -por causa de la mal llamada “gripe española”, una pandemia también terrible, pero menos letal que la de Covid- y las de 1938, por causa de la Guerra Civil.

            Tras dos años de suspensión forzosa, vuelven, por tanto, en 2022 las ferias que Alfonso X concediera a la ciudad hace exactamente 762 años, si bien ha llovido y dejado de hacerlo tanto desde entonces que, si se levantara de su tumba en la catedral de Sevilla, el rey Sabio no entendería nada de cómo había interpretado Guadalajara el privilegio rodado que le había otorgado en Córdoba para poder celebrar dos ferias anuales, una en primavera -después de la Pascua- y otra en otoño -por San Lucas, el 18 de octubre-. Digo que no entendería nada, pese a la proverbial inteligencia del monarca alfonsí, porque las ferias de primavera de Guadalajara desaparecieron del calendario hace ya varios siglos, renunciando así a un privilegio real que no era fácil obtener y del que se beneficiaban muchos, sobre todo el propio rey, los concejos, los comerciantes, los oficiales y, de entre ellos, los almotacenes que eran quienes controlaban pesos y medidas. También le confundiría que la feria de San Lucas se celebrara, en vez de en la segunda mitad de octubre como él decretó, en la primera de septiembre y que ya no fuera de ganado, como aquellas de antaño que se instalaban junto a la puerta de Alvarfáñez -también llamada de feria por ese hecho-, sino de atracciones mecánicas para mayores y chicos, tómbolas, barracas y puestos de pinchos y otras viandas de homenaje al colesterol y los triglicéridos. Igualmente despistaría al rey que escribió las Cantigas de Santa María e impulsó la edición del primer Libro de ajedrez, juegos y dados, el hecho de que, por un tiempo, las ferias de otoño de Guadalajara -que hace ya años son de verano, aunque sea postrero-, se celebraran a finales de noviembre, por Santa Catalina, aunque es fácil imaginar que aquel traslado de fechas duró poco porque la climatología de la capital, un mes antes de Navidad, no suele ser muy apropiada para mercadear en la calle.

            Hemos hablado de San Lucas y de Santa Catalina como dos festividades estrechamente vinculadas a la historia ferial de Guadalajara durante siglos y que, sin embargo, no tienen si quiera culto especial en la actualidad o presencia iconográfica en iglesia capitalina alguna. El santo evangelista y la santa de Siena -con cuya provincia, curiosa, aunque pasivamente, está hermanada la de Guadalajara- aportaron lo suyo en su día como referentes en el calendario comercial local y del propio reino -las ferias de Guadalajara eran conocidas en toda Castilla y solían tener bastante movimiento mercantil-, pero ya son solo recuerdo, pasto únicamente de historiadores, divulgadores y curiosos. Algo parecido les ocurre a San Agustín y a su santa madre, Mónica, ya que la ciudad tuvo votos de patronazgo con ambos durante más de cinco siglos -desde 1364 a finales del siglo XIX- y hace más de un siglo que sus festividades llegan y pasan como cualquiera otras. Este patronazgo de madre e hijo con Guadalajara tuvo un origen muy curioso pues devino de un sorteo que se realizó cuando la ciudad estaba asolada por una hambruna derivada de una plaga de langosta y el concejo decidió que fuera el azar quien eligiera un santo al que hacer rogativas para que aquella calamidad cesara. Tres veces se repitió el sorteo promovido por el consistorio para elegir santo y en las tres salió elegido San Agustín. Quedando la cosa en familia, tras encomendarse la ciudad al santo de Hipona, la plaga cesó el día que se celebraba la festividad de santa Mónica -en aquel tiempo a primeros de mayo, ahora, a finales de agosto-, por lo que Guadalajara decidió contraer votos de patronazgo con ambos, quedando así, como decíamos, todo en casa. La actual patrona de la ciudad, la Virgen de la Antigua, es una inveterada advocación mariana local, pero su patronazgo “solo” deviene de 1883, envuelto en una bonita leyenda vinculada a la reconquista cristiana de Wad-al Hayara, que, en realidad, no fue tal, sino conquista, pues sabido es que su fundación fue musulmana, aunque sus orígenes puedan estar en la Arriaca romana que se está estudiando arqueológicamente con ocasión de la urbanización de la Ciudad del Transporte y cuyo yacimiento está ubicado entre Marchamalo y la propia Guadalajara.

            Tras dos años en el limbo, sean bienvenidas de nuevo las históricas ferias de octubre de San Lucas que hace poco más de medio siglo se adelantaron a septiembre y desde hace un cuarto dan continuidad a las fiestas en honor de la Virgen de la Antigua. Vienen con polémico cambio de ubicación del recinto ferial y gran parte de su peso -y de su paso- lo van a soportar tres parques: la Concordia, San Roque y Adoratrices. Me preocupa mucho el impacto que pueden sufrir estas tres históricas zonas verdes, como también la seguridad, la movilidad y las molestias que van a generar a muchos vecinos más que las que ocasionaban en el nuevo recinto ferial. Resulta curioso que se diga que aquel recinto está muy lejos, cuando la ciudad hace ya tiempo que tiene allí concentrada su mayor oferta de ocio durante todo el año. Además, desde la plaza de Santo Domingo al nuevo ferial no hay más distancia que desde ella a las proximidades de la renombrada piscina “Sonia Reyes” que es donde se van a ubicar las grandes atracciones y los puestos de ocio y restauración. Esta ciudad sigue no gustándose a sí misma y por ello duda tanto. Y cada vez me recuerda más a “La tejedora de sueños” de la obra de Buero Vallejo inspirada en el mito de Penélope, la mujer de Ulises condenada siempre a esperar y a tejer y destejer, a hacer y deshacer mientras esperaba. En fin…

En todo caso, deseo fervientemente que el tiempo acompañe, clave en el éxito de cualquier fiesta y especialmente de las ferias de Guadalajara. Después, cada uno las contará según le haya ido en ellas.

  • Pie de foto: Cartel de las últimas ferias del siglo XX, obra de Carlos Santiesteban  

La flor estival del tamarix

El tamarix es un arbusto que puede llegar también a ser árbol de cierto porte al que le gusta el terreno salino, pero no el calizo, abunda en lugares semidesérticos, aunque también se asocia al mar por su inclinación salina, o a humedales, estanques o cursos fluviales; gusta del sol, pero aguanta los duros inviernos. En todo caso, es una especie muy pintona pues sus hojas son generalmente verdiazuladas y rosáceas sus flores. El tamarix puede llegar a tener tres floraciones: en primavera, verano y otoño. La floración del estío se suele producir al iniciarse agosto y caduca al finalizar, un proceso y un tiempo similares a los que se vive en la mayoría de nuestros pueblos ya que a primeros de este mes, y especialmente a mediados, se llenan de vida y vacación, para vaciarse en cuanto comienza a doblar el espinazo, pasadas las festividades de la Virgen de la Asunción y San Roque.

Cerca del puente de los Manantiales de Guadalajara hay una gran mata de tamarix en el bonito, sugerente y sosegante paseo peatonal que discurre paralelo al curso del río Henares y de la que he tomado la foto que acompaña este texto. Como se puede apreciar en la imagen, la flor se muestra ya en un rosáceo apagado, cuando hace apenas un par de semanas su color era vivo e intenso. Como la flor del tamarix, hace solo quince días los pueblos de la provincia se llenaban de gente que volvía al lugar donde tiene sus raíces para vacacionar y reencontrarse con la tierra. El refranero castellano, sabio como un viejo y listo como el hambre, tiene un dicho para ese tiempo -y para todos-: “Días de mucho, vísperas de poco”. Efectivamente, si en aquellos primeros días de agosto los pueblos se comenzaban a llenar de gente, en estos en que ya decae el mes de los meses vacacionales, empiezan a vaciarse y ya no volverán a recobrar un pulso tan acelerado de reencuentro y emociones hasta la próxima Semana Santa, momento en el que, casualmente, también se produce la primera floración del tamarix. La pequeña encina, el chaparro, fue siempre tenida como la especie vegetal, junto con las plantas aromáticas, que mejor representaba las tierras alcarreñas, pero el tamarix, aunque aquí no abunda, tiene una biología, como hemos visto, que se asemeja mucho a la de nuestros pueblos en este tiempo, largo ya, de su vaciamiento la mayor parte del año y de saturación durante apenas unos días de agosto.
Cuando nuestros pueblos hacen el agosto, los goznes de las bisagras de las puertas chirrían por el óxido, pero también son gritos de alegría porque están hechas para abrirse, aunque parezca lo contrario. Hay muchas cosas –también personas, pero no viene al caso- inútiles hasta la saciedad, y una de ellas es una casa y una puerta cerradas que se perpetúan en el tiempo y en las que solo viven el polvo y el silencio. Cerradas están la mayor parte de las casas y las puertas de nuestros pueblos durante once meses al año porque, aunque muchas de ellas estén recientemente remozadas, contribuyendo así a renovar y mejorar el conjunto del caserío, cada vez somos más seres urbanos, lo que tengo ya más dudas es si también “hijos del futuro” como decía la canción de “Asfalto”.
Cuando en los pueblos se despide agosto, más que acercarse el final del verano parece que llega el invierno. La meseta castellana es tierra de clima continental extremo, de duros y largos inviernos y veranos, pero de cortos otoños y primaveras. Si la tierra es y se comporta así, el hombre también porque ambos forman parte del mismo ecosistema, haya equilibrio biocenótico o no. Saltándonos las primaveras y los otoños nos estamos perdiendo mucho porque el primero es el tiempo de la flor y el segundo el de los frutos. Sembrar sin primaveras ni otoños es cosechar sequías y tempestades. Aunque a veces la tierra se empeñe en otoñar, si los hombres nos hemos ido de ella para apelotonarnos en las ciudades, donde ya no cabe duda de que no hay playa debajo del asfalto, el otoño rural es imposible porque nada es ni ocurre si no se ve, oye, toca, palpa, gusta, sufre o disfruta.
Como la flor del tamarix en la floración estival, avanzado ya agosto nuestros pueblos comienzan a languidecer, que es una forma de decir despoblarse, o vaciarse, como se dice ahora, aunque es un término más propio para las cosas que para las personas. Mucho se habla de la España vaciada, muchos anuncios oficiales se hacen desde distintas instancias para supuestamente combatir ese hecho, incluso hay comisariados especiales -y muy bien pagaos- para ello, pero el caso es que cada día están más llenos los cementerios de los pueblos, más vacías las casas y más cerradas las puertas. Decía Azorín, el gran escritor alicantino que como todos los de su generación, la del 98, volvió la vista hacia Castilla desde su periferia mediterránea –muchas veces para maltratarla-, que “no hay pueblo español, chico o grande, que no encierre una enseñanza”; bien es cierto eso que dijo José Martínez Ruiz, pero el problema es que las enseñanzas de los pueblos más pequeños se contienen en libros que cada vez tienen menos lectores y una enseñanza no sirve de nada si nadie la aprende, como un libro sin lector es un objeto inútil y que, incluso, puede llegar a ser absurdo.

Pedro

Pedro
Han querido las circunstancias, o sea, mis compañeras de camino según la tesis orteguiana, que regresara hoy, 9 de agosto, a Guadalajara, apenas unas horas antes de que incineraran el cadáver de Pedro Lahorascala y por ello he podido acudir al tanatorio y presentarle mis respetos y condolencias a él y a su amplia y, para mí, querida familia. Pedro se nos ha ido de forma discreta y sin darle un pisotón a la vida, como era él en esencia. Seguramente haya elegido para irse estas calurosísimas vísperas del ferragosto –los días de la feria de Augusto, que da nombre al mes- porque este es tiempo de tránsito, de unos que se van y de otros que vienen, momento idóneo para que cualquier hecho, incluido un óbito de una notable persona como era él, pase desapercibido.

Pedro Lahorascala. Foto: Aache ediciones.

Pedro era un gran hombre metido en un cuerpo menudo y tan discreto que sus mejores palabras, pese a ser perito en ellas, casi siempre las escogía del vocabulario del silencio. Pedro era un poeta como la copa de un pino, pero él siempre prefirió compararse con árboles y arbustos de menor porte para no molestar. Pedro era un periodista enorme, tan bueno como el mejor, que tenía claro que la de plumilla no era una profesión, sino un oficio; piensen en la diferencia porque son dos palabras sinónimas, pero bien estrujadas, pueden llegar a ser hasta antónimas. Pedro era un maestro que bebía en las fuentes del peripatetismo y enseñaba no solo paseando, sino también tomando un café. Ciertamente, los cafés en su compañía eran lecciones magistrales para cualquier aspirante a escritor, poeta o periodista, o las tres cosas a la vez, que él mismo fue sin pisar aula magna alguna, formándose leyendo hasta los prospectos de las medicinas y cualquier periódico o libro que cayera en sus manos, por viejo que aquél fuera y por descatalogado que éste estuviera. Pedro se doctoró en la vida a base de trabajo y voluntad; pese a ser un hombre de letras casi sin destetarse, trabajó como comercial de máquinas de coser, y hasta de mecánico cuando hizo falta, para sacar adelante a su numerosa prole. Y la voluntad la puso, toda, para poder vivir después de su pasión que era escribir, escribir y escribir. Terminó jubilándose como jefe de prensa del Gobierno Civil de Guadalajara. Sépanlo todos, especialmente quienes juzgan por la altura de las cunas y de las camas en que nacen las personas, que Pedro Lahorascala (solo García García para el registro civil), nació en una familia humilde de Madrigal de la Vera (Cáceres), un pueblo bello donde los haya y con una Garganta, la de Alardos, que grita en verso cuando corre el agua. Sepan, también, que Pedro y su familia se establecieron en el humilde pueblo de Vallecas cuando él era apenas un mozalbete y que allí construyeron un hogar y un futuro mejor para todos, el suyo ligado a Guadalajara desde principios de los años 60, ciudad en la que ha vivido hasta su muerte, acaecida ayer, y a la que ha querido mucho y bien. Confío, mejor dicho, espero y deseo que esta ciudad y esta provincia sepan agradecérselo y reconocerlo como se merece porque con el silencio y el olvido no se hace justicia al pasado ni se puede construir el futuro. Sus más de treinta libros publicados, poemarios dos tercios de ellos, sus miles de artículos en Pueblo, edición nacional primero, y Pueblo Guadalajara, después, en La Prensa Alcarreña y en otras cabeceras, son el mejor legado que nos ha dejado este extremeño orgulloso de sus raíces, pero también ufano de su tronco y ramas alcarreñas. Pedro fue reconocido con numerosos premios literarios y honrado con importantes distinciones a lo largo de su extensa y densa carrera como escritor, poeta y periodista, pero sé que el premio que a él más ilusión le hacía es que leyeran sus obras. En ellas encontrarán un narrador y un relator solvente, con grandes recursos para crear, desarrollar y resolver tramas, siempre muy pegadas a la tierra; también hallarán un gran poeta que ha bebido en las mejores fuentes de la poesía española, alternando piezas de claro tono e intención popular, con otras más cultistas. Lean a Pedro Lahorascala, serán las mejores lágrimas que podrán verter por la muerte de un sencillo pero gran hombre de letras que ha llegado a los 91 años de edad y ha pedido con la mirada que paren el mundo porque ya quería bajarse de él.
Gracias, amigo, por tantas charlas y paseos con la palabra de compañera. Gracias, amigo, por ayudarme a saber cosas del oficio de periodista que ninguna facultad lleva ni llevará jamás en sus programas. Y, gracias, querido y ya añorado Pedro cuando apenas acabas de irte, por llevarme de la mano a la poesía aunque yo haya tardado mucho tiempo en darme cuenta. Descansa en paz en tu “Prado del Poeta” madrigaleño y que Guadalajara sepa ser agradecida contigo.
Te despido con estos versos de Jorge Guillén sobre la inspiración que me han traído tu recuerdo:
“Madrugad, profecías, profecías,
Y relatad la gloria del insomne.
¡Amables folios! ¡Cuántas, las almohadas!
Bajo tiernos albores desvelados
Descubrirán sus minas los prodigios”.

Siempre nos faltarán once.

Cada 16 de julio, la memoria -que es el recuerdo no manipulado ni relatado de forma interesada-, nos lleva a celebrar la festividad de la Virgen del Carmen, una de las advocaciones marianas con más iconografía y devoción en Guadalajara, pero también rememoramos –que no es lo mismo que celebrar- que desde ese infausto día de hace 17 años nos faltan once personas, diez hombres y una mujer, que formaban parte del ya para siempre conocido como Retén de Cogolludo. Perecieron de forma dramática intentando luchar contra el pavoroso incendio de la Serranía del Ducado que se inició en la Riba de Saelices por la irresponsabilidad de unos excursionistas que quisieron hacer una barbacoa donde y cuando no debían porque el viento extremo y los barbechos con paja seca cercanos podían, como ocurrió, ser pintiparados aliados de las llamas a poco que saltara una chispa, que saltó. Para colmo, el fuego no tuvo miramientos y se declaró en fin de semana, cuando la administración está de asueto y sus responsables, también; incluso a algunos les pilló de boda y siguieron dándole al famoso vals nupcial de Strauss, a la tarta y al resto de pompas y circunstancias propias de estos fastos. Hasta que no se confirmaron las once muertes, no se desplegaron todos los medios que terminaron participando en la extinción, que aun así tardó cuatro días en ser controlada y en los que ardieron 13.000 hectáreas. Los tribunales, que dictan la verdad judicial, pero que no siempre logran dar con la verdad total de las cosas y de los casos por el principio de mínimo intervencionismo que informa el derecho penal –resumido en la locución latina “in dubio, pro reo”: ante la duda, a favor del acusado-, determinaron que el único culpable y, por ende, responsable de aquel voraz incendio fue uno de los excursionistas, el que encendió el fuego. Conclusión: aquellas fueron las chuletas más caras de la historia aunque las comprara de oferta. La administración regional que, cuando menos, no actuó con la diligencia debida y, en aquel año de 2005, no disponía de los medios adecuados para combatir ese tipo de siniestros, ni mecánicos ni personales, salió indemne de aquel proceso. Judicialmente hablando, se entiende, porque dejó tras de sí un cierto tufo a chamusquina entre la opinión pública, por utilizar una expresión próxima al humor negro.

                Viví muy intensamente aquel incendio por diversas circunstancias, pero la principal de ellas porque en él perecieron tres personas con cuyas familias tengo relación de amistad o cercanía por causas diversas. Estuve en el entierro de las tres, pero guardo especial recuerdo del de Sergio Casado Iritia, en Aragoncillo, el pueblo de su madre. El pequeño templo románico de esta pedanía de Corduente, se abarrotó de gentes que llegamos de muchas partes, pero fundamentalmente de Guadalajara, Cabanillas, que es donde residía, Luzón, que es el pueblo natal de su padre, y Molina de Aragón, la capital de la comarca y que sabe hacer suyo el dolor de sus pueblos. Pese a la multitud que nos concentramos, tanto en la iglesia como después en el duelo hasta el cementerio, el silencio se podía cortar. Tan sólo algún quejido de dolor, lamento, angustia e impotencia rompía ese silencio. Y esos quejidos no eran de nadie en particular, sino de todos en general. Como escribió Hemingway en ocasión bien diferente, pero también luctuosa, las campanas de la iglesia de Aragoncillo no solo doblaban aquella triste tarde por Sergio, sino también por sus diez compañeros de retén y por todos nosotros. Si cuando muere un viejo, se muere una biblioteca, como dice la frase de un escritor Malí que se ha convertido en proverbio, cuando muere un joven y de forma tan arrebatadora y cruel como murieron los once del Retén de Cogolludo, se corta de raíz la vida de un árbol que estaba llamado a dar mucha sombra.

Alegoría del Retén de Cogolludo: Once árboles jóvenes, promesa de buenas sombras (Composición: Ana Orea)

                Cada 16 de julio desde hace 17 años, la memoria me lleva a esa Serranía del Ducado que tanto había luchado para que los pinos fueran para quienes los picaban, el resumen hecho frase de la vieja reivindicación de los pueblos de la zona de la propiedad de los pinares del antiguo Ducado de Medinaceli, hito logrado en 1992, gracias a la Junta de Comunidades que, junto a los 18 ayuntamientos afectados, lo hizo posible, haciéndose efectivo así un derecho reconocido ya en las Cortes de Cádiz. 13 años después -¡oh fatalidad, el número más chungo de todos los números según los supersticiosos!- buena parte de esos pinos fueron pasto de las llamas y, lo que es peor, pira funeraria de once personas con muchas ganas de vivir y mucho por vivir. Este 16 de julio, para más “inri”, España ha ardido por sus cuatro costados: Extremadura, Andalucía, Castilla y León, Galicia, Castilla-La Mancha, etc. etc. e, incluso, ha muerto un brigadista en Zamora, trayéndome aún más al recuerdo a nuestros once. Nos queda el consuelo de que, aunque sin duda fueron muertes evitables, también indudablemente sirvieron como aldabonazo para que las administraciones públicas se pusieran las pilas y aumentaran medios materiales y recursos humanos para las labores de extinción de incendios, aunque aún quedan muchas cosas por mejorar y hacer en este sentido, comenzando por la limpieza periódica de los montes. Y recordar que la Unión Militar de Emergencias (UME) nació tras este incendio –se creó en abril de 2006- y por su causa directa. No habría estado mal que, por esta causa, al menos tuviera uno de sus batallones su sede en la provincia, pero desde que se quemó –siempre el fuego de por medio y Guadalajara como pasto- la histórica Academia de Ingenieros en 1924, el ejército solo está de paso en Guadalajara, y más aún desde que cesó la actividad del Fuerte hace ya 22 años.

                ¡Siempre nos faltarán once, pero viven en nuestro recuerdo!

El tragaluz, canto de esperanza

La sala Tragaluz del teatro Buero Vallejo –¡qué nombres tan bien puestos!- ha sido escenario reciente de la presentación de dos libros importantes en otros tantos días sucesivos. Ambas publicaciones tienen por común denominador muchas cosas aunque, vistas al trasluz del tragaluz, no lo parezca. Se trata de “Guadalajara comunera”, la adaptación teatral muy libre que Chema Sanz Malo ha hecho del movimiento comunero en Guadalajara, especialmente de la histórica jornada aquí vivida el 5 de junio de 1520, y “Tierra vieja”, la última novela de Chani Pérez Henares de la que ya me ocupé en este mismo blog cuando se celebró la última feria del libro. Pese a que el tiempo en el que se enmarcan es distante –primer cuarto del siglo XVI, en el caso de la obra sobre los comuneros, y siglos XII y XIII, en la novela de Chani-, y el lenguaje y la estructura son muy distintos –teatro, en un caso, y novela en otro-, ambas obras coinciden en que sus protagonistas son el pueblo y la tierra castellanos que, en el caso de “Tierra vieja”, es no solo paisaje, sino personaje, además protagonista. Afortunadamente y pese a su nebulosa realidad actual como comunidad de tierras y gentes, Castilla tiene quien la escriba, al contrario que el coronel de la conocida obra de García Márquez. Hoy han sido Chema Sanz Malo y Chani Pérez Henares, ayer, Machado, Ortega, Delibes y tantos otros; siempre, Juan Pablo Mañueco, vecino de blog y prolífico escritor castellanista.

Como decía, “Guadalajara comunera” es el libreto de la recreación histórica de los importantes y singulares acontecimientos que el movimiento de las comunidades protagonizó el 5 de junio de 1520 en la capital alcarreña, que Chema Sanz escribió de forma libérrima por encargo del ayuntamiento y que “Gentes de Guadalajara” representó en el palacio del Infantado y su entorno próximo en junio de 2021. Ese año, que fue el pasado, se conmemoró el V centenario de la batalla de Villalar, el triste e injusto final de la revuelta –más bien revolución- de las comunidades castellanas contra el rey Carlos de Gante –I de España y V de Alemania para la historia-, por abusar de ellas. Hace unos días se ha vuelto a representar y espero y deseo que ya no deje de hacerse de forma periódica –ojalá cada año- porque es un memorial para los desmemoriados, un aldabonazo para los despistados y una reivindicación superlativa del castellanísimo pueblo de Guadalajara. Además, enmarcada en un tiempo de ilusión y justas aspiraciones como fue aquel de los comuneros, cuyo duro desenlace ya conocemos, pero al que Chema le ha dado un toque utópico en su obra para dejarnos soñar a quienes aún creemos que “si los pinares ardieron, aún nos queda el encinar”, como dicen los versos del “Poema de los comuneros”, de Luis López Álvarez, que el Nuevo Mester elevó a himno oficioso castellano con el título de “Castilla, canto de esperanza”. Todos lo hemos cantado o al menos coreado alguna vez y, si no, nos dejamos para septiembre alguna asignatura de la juventud. Precisamente, con su espontánea interpretación, arropada por los agudos y potentes sonidos de las dulzainas, concluyó la presentación de este libro que Fernando Toquero ha diseñado con el buen gusto y criterio que le caracteriza, canto al que nos sumamos todos los presentes, incluida la concejal de cultura del ayuntamiento capitalino, Riansares Serrano, patrocinador de la publicación.

Cuando aún resonaban en la sala Tragaluz los ecos del “Castilla, canto de esperanza”, Chani Pérez Henares llevó a ella su “Tierra vieja”, la última novela escrita por este embajador de las guadalajaras, nacido en Bujalaro y afincado –más bien acabañado en una casa nórdica prefabricada de madera- en Albalate, en plena Sierra de Altomira. Condujo el acto e hizo de presentador del libro, de manera impecable y con notable oficio,  Antonio Herraiz, aún joven pero ya gran periodista que hace tiempo maduró en las ondas de COPE, pero que también tiene muy buena pluma. Como ya destiné medio post a esta obra de Chani hace apenas un par de meses, hoy solo voy a otorgarle otro medio y así sumaré uno completo, que es lo mínimo que se merece. “Tierra vieja”, según ya anticipé, es la novela ambientada en el medievo que Chani ha dedicado a las gentes castellanas del común, tras las dedicadas a Alvarfáñez y Alfonso VI –“La tierra de Alvarfáñez”- y a Alfonso VIII –“El rey pequeño”-, documentadas las tres por el notable medievalista albalateño, Plácido Ballesteros, por lo que su rigor está garantizado en la parte histórica, si bien trufada de hechos y acciones noveladas. Chani es un escritor tan apegado a la tierra que a veces se confunde con ella: es figura y paisaje al tiempo o, como él mismo dice, “yo le pertenezco a la tierra, no la tierra a mí”. En “Tierra vieja” se describe y recrea, con pulcritud, brillo y emoción, el momento de la repoblación de la nueva tierra castellana ganada en dura lid a los musulmanes, entre el foso del Tajo y las vegas del Guadiana, siempre con la tensión de frontera, “con una mano en la estiba del arado y la otra en la lanza”, según palabras recogidas en la recensión de la propia obra en su contracubierta.

“Tierra vieja” es, en fin, otro canto canto de esperanza –con no pocos duelos y quebrantos, y no me refiero a los ricos huevos con chacina manchegos que desde el Quijote son así conocidos- a esa Castilla que se forjó con sangre y sudor –también con lágrimas- y cuyas duras formas de vida han pervivido hasta anteayer. Por el tragaluz del Buero se han colado hace unos días dos momentos castellanos y castellanistas en forma de libro que me han llevado a pensar que, como la poesía en particular, según Celaya, la literatura toda es un arma cargada de futuro. Y mientras Castilla tenga quien la escriba, no solo tendrá pasado –que lo tiene y es el más importante de España-, sino también futuro, aunque los castellanos estemos dispersos y bajo banderas y estatutos diferentes. Volverán las cigüeñas por san Blas. De hecho, ya nunca se van.

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