La boca cosida y la herida abierta

Cuando escribo esta entrada es 6 de diciembre de 2021. Hace, por tanto, 43 años que los españoles aprobaron, por abrumadora mayoría -un 91,81 por ciento de los votos-, la desde unos días después –cuando fue publicada en el BOE, el 29 de diciembre de 1978- y desde entonces vigente Constitución Española, no gratuitamente ni en vano llamada de “la concordia”. Se da la circunstancia de que hoy también se cumple una luctuosa efeméride en Guadalajara pues hace exactamente 85 años que unos milicianos descontrolados fusilaron sin pausa ni miramientos a 282 presos políticos y religiosos que estaban el 6 de diciembre de 1936 en la cárcel de la capital de la provincia, acusados de no ser afectos a la República. De aquella matanza –no cabe otro nombre para el suceso-, solo sobrevivió un preso, Higinio Busons, quien salvó la vida al esconderse en la leñera de la prisión cuando se inició la escabechina y quien unos años después escribiría un libro contando aquel terrible y dramático episodio que se tituló “Relato de un testigo”. En esas mismas fechas, en la cárcel de mujeres, fueron fusilados otros 20 presos en idénticas circunstancias a los de la prisión central.

               Durante la larga noche del franquismo, en Guadalajara, cada 6 de diciembre era un día de luto oficial y de recordatorio público de aquellas 300 personas que fueron vilmente asesinadas por unos milicianos ávidos de venganza que se maliciaron cuando, en la mañana de aquel infausto día de diciembre de 1936, la aviación llamada “nacional” bombardeó la ciudad, causando varias decenas de víctimas mortales en la zona norte –las fuentes más fiables hablan de alrededor de 40-, afectando especialmente al barrio de la Estación. Aquel bombardeo también provocó importantes destrozos materiales, entre ellos el incendio que asoló el palacio del Infantado. Los cadáveres de los presos masacrados fueron enterrados en varios lugares, algunos en las tapias del cementerio, pero la mayoría en un olivar situado a la derecha del inicio de la carretera de Chiloeches, donde al acabar la guerra se erigió un monolito. En los años sesenta, la mayor parte de los presos que allí yacían, sin poder ser identificados dado el estado que presentaban, fueron trasladados al cementerio de la capital, a un panteón/memorial conjunto llamado de los Caídos”, que preside un pebetero, hace ya muchos años sin llama, y un lema que dice: “Dios os tiene, España os guarda”.

Hace ya bastantes años que no hay recordatorio oficial ni público para estas 300 personas que fueron asesinadas por razones políticas. El luto y el memorial por ellos queda ahora ya solo para sus descendientes, y a título privado; para ellos, el 6 de diciembre es una fecha emborronada por aquel sombrío capítulo que pone el vello de punta solo rememorarlo. Como también lo pone, por supuesto, recordar a las cerca de 3000 personas que llegaron a estar confinadas y hacinadas, en abril del 39, en el llamado campo de concentración de “las Bernardas”, por no ser afectas al nuevo régimen franquista que acababa de “ganar” la guerra -pongo entre comillas lo de ganar porque ninguna guerra la gana nadie, menos aún una civil-. Según el Foro de la Memoria por Guadalajara, en la capital de la provincia, al acabar la contienda del 36, entre 1939 y 1944 –con especial saña en abril y mayo de 1940-, fueron fusilados alrededor de un millar de presos republicanos, entre ellos los exalcaldes Marcelino Martín, Facundo Abad y Antonio Cañadas, tras ser objeto de juicios sumarios por parte del gobierno franquista, acabando muchos de ellos baleados al amanecer en un paredón del camposanto de Guadalajara y después enterrados en el cementerio civil. Se da la circunstancia de que este espacio no se integró en el conjunto del cementerio municipal hasta finales de los años sesenta, cuando el entonces concejal del Ayuntamiento y que después llegó a ser alcalde, Francisco Borobia, aprovechó unas obras de reforma para ordenar el derribo de su deteriorado muro de separación, que jamás sería ya rehecho, a pesar de las fuertes presiones de algunos sectores que así lo demandaban. Como es sabido, el Ayuntamiento de Guadalajara, hace apenas unas semanas, ha erigido en el camposanto municipal un gran monumento/memorial a las víctimas del franquismo tras la Guerra Civil en el que puede leerse la inscripción “por la libertad, la justicia y la democracia”. En los años 80, siendo alcalde el socialista Javier Irízar, el Ayuntamiento ya había instalado un monumento a las “víctimas de la libertad” en la zona del antiguo cementerio civil integrada por Borobia en el desde entonces recinto único de la necrópolis arriácense.

Entiendo perfectamente los sentimientos de todas las personas que tienen familiares muertos en uno y otro caso –no quiero hablar de bandos, me niego- y soy sensible aún más con quienes ni siquiera saben dónde están enterrados o sus huesos están confundidos y mezclados con los de otros en una fosa común, pero con lo antes narrado, queda claro que los muertos de manera violenta fuera del campo de batalla son homenajeados u olvidados oficialmente dependiendo de la legalidad de turno. Es decir, son muertos bien muertos para unos y vilmente asesinados para otros. Las balas de los pelotones de fusilamiento que cayeron sobre sus pechos, en unos casos era el peso de la justicia –más bien venganza-, y en otros, plomo que cargó sus alas, lastrando su libertad al cercenar sus vidas. “Cualquiera, sirve cualquiera para enterrar a los muertos, menos un sepulturero”, decía León Felipe.

En este 6 de diciembre, 85 años después de la matanza de la cárcel de Guadalajara y en el que hace 43 que se aprobó la actual Constitución Española, apelo a ella y a la lección de concordia y reconciliación que supuso y que nos ha aportado el período de mayor libertad, progreso, bienestar y derechos sociales de la historia de España. Para quienes no estén de acuerdo en parte o en todo con esta Constitución, algo perfectamente legítimo, ella misma en su título X marca la senda de su reforma, eso sí, exigiendo un amplio consenso y una mayoría reforzada porque lo que tanto costó conseguir, no se puede permitir derribar por intereses minoritarios y coyunturales de bandería.

Busto de Buero Vallejo en el paseo de Las Cruces

Acabo ya refiriéndome y citando a Buero Vallejo, cuyo busto del paseo de la Cruces con mascarilla acompaña estas líneas y que me sirve como alegoría para alertar de los muchos virus en forma de radicalidad, intolerancia y sectarismo de los que debe protegerse la sociedad actual, sacando así partido al mal gusto de quien pusiera al escritor ese cambuj. Buero fue un hombre que vivió y murió siendo inequívocamente de izquierdas, que estuvo condenado a muerte y sufrió cautiverio durante siete años tras la Guerra Civil, pero que perdió a su padre en Paracuellos tras una “saca” de milicianos de la cárcel/checa de la calle Porlier, donde estaba preso, justo al lado de la casa familiar. Su propia sobrina, Chari, decía a este respecto que “a los Buero nos dieron por todos lados”, algo que fue común a no pocas familias españolas, tanto en la guerra como después de ella. El dramaturgo alcarreño siempre apeló a la necesidad y conveniencia de la reconciliación nacional que devino con la Transición y tomó carta de naturaleza jurídica y política con la Constitución de 1978.  Acabo ya con unos versos que Buero –sí, también fue poeta, aunque a tiempo parcial-, dedicó al presidente chileno Salvador Allende tras ser éste derrocado y asesinado, y que bien pueden servir de epitafio para todo muerto de manera violenta por sus ideas:

Fue condenado antaño

un español cualquiera: miles de ellos.

Hoy el mismo verdugo te desangra

y ha cosido tu boca.

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