Un país eminentemente país

Estábamos viviendo los primeros años de democracia tras aprobarse la Constitución de 1978 cuando el gran humorista Forges, entonces en su máximo apogeo como creador, se despachó una mañana, con su surrealismo cañí, con una viñeta que decía: España, antes, era un país eminentemente agrícola; ahora sólo es un país, eminentemente país”. Esta sentencia, porque aunque suene a chiste es una sentencia y además firme, irrecurrible por tanto, define muy bien la situación de la España de aquella hora, esperanzada por su joven democracia, pero sacudida por una fuerte crisis económica -¿les suena de algo?-; agitada por unos partidos y unos sindicatos, casi recién legalizados, y que trataban de hacerse sitio en la sociedad a mamporros y codazos -¿a que también les suena?-;  confundida por el incierto inicio de la “España de las autonomías”, entonces en fase casi embrionaria pero anticipándose ya algunos de los problemas que podría acarrear su desarrollo -¿a que les es familiar?-, y enlutada, acongojada y pesarosa por los llamados “años de plomo” de ETA –que ahora no mata, pero que sigue sin entregar las armas, ¿por qué?-.

forgesPues bien, 30 años después de aquella viñeta de Forges que se me quedó grabada a tinta indeleble en la memoria, España es un país todavía mucho menos agrícola que entonces, pero, sin embargo, cada vez es un país más eminentemente país; o sea, un país en el que casi todo puede suceder, en el que es difícil que las cosas estén en su sitio, en el que lo que parece no siempre es y lo que es no siempre parece, en el que los derechos y los deberes son asimétricos y relativos, en el que el sentido común suele ser el menos común de los sentidos y en el que el absurdo anda suelto y se mete por cualquier rendija de la vida pública. Se que lo que acabo de decir tiene más parecido con el Guernica de Picasso que con la viñeta de Forges, pero lo he escrito aposta e instalado en el maximalismo, otra seña de identidad de, a pesar de todo, “mi querida España, esa España mía, esa España nuestra”, a la que cantaba Cecilia, una joven y prometedora cantautora que se dejó la vida en un accidente de tráfico en Benavente (Zamora), en 1976, cuando España era, aún, un “país eminentemente agrícola”, aunque progresivamente lo iba siendo cada vez menos.

La constatación de que España sigue siendo un país eminentemente país 30 años después de que Forges dictara esta, repito, sentencia, tiene su prueba en que, aunque sea otra, estamos inmersos en una fuerte crisis económica como entonces, cuando el paro también superó el 20 por ciento de la población activa; los partidos políticos y los sindicatos andan cada vez más a la gresca y se han convertido en un problema y no en una solución para los ciudadanos; la España de las autonomías es cada vez más contestada por los españoles por su disparatado coste y su cuestionable eficacia, amén de que algunas no tengan bastante con ser sólo eso, autónomas, y cada vez con más descaro procuren la independencia,… Entre aquél país de hace 30 años y éste, han cambiado muchas cosas –algunas de ellas a mejor, evidentemente, ¡sólo faltaría regresar en vez de progresar en un tercio del siglo en el que más rápido ha evolucionado la humanidad!-, pero muchas otras siguen igual; o “pior”, como dicen todos los portugueses y no pocos españoles. Y de todas las cosas que siguen igual en este país, y que no son cíclicas, como las crisis económicas, sino permanentes, dos de las que más me fastidian son estas: que las organizaciones políticas, empresariales y sindicales se miren tanto el ombligo y sean fines en sí mismas y no medios para vertebrar y mejorar la sociedad, y que los nacionalismos hagan tanto mal a España, inclusive, por supuesto, a sus propias comunidades, de la que son y han formado parte desde su misma nación que, aunque diversa, es única.

 

 

 

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