Las imputaciones por la comisión de presuntos delitos producidas en los últimos días sobre destacados miembros de los gobiernos de José María Aznar, como Rodrigo Rato o Ángel Acebes, que se suman a las, no sólo imputaciones penales, sino ya sentencias firmes y condenas de otros, como Jaime Matas; la imputación al excalde popular de Toledo y expresidente regional del PP, José Manuel Molina, por un presunto delito de adjudicación irregular de un contrato y supuesta recepción de la adjudicataria de 200.000 euros para financiar la primera campaña de Cospedal en pos de la presidencia de la Junta; las imputaciones de los últimos tesoreros del PP, especialmente el famosísimo Bárcenas, reo de prisión preventiva desde junio de 2013, y las imputaciones que pesan sobre otros destacados militantes del PP por el caso Gürtel, las “tarjetas negras” de Bankia y otros casos de corrupción que salpican al partido que fundara Manuel Fraga en 1976 como AP, nos tienen especialmente descolocados, confundidos, asombrados y hasta anonadados –y, por supuesto, indignados- a quienes nos sentimos cercanos a su ideario político, somos votantes habituales suyos e, incluso, como es mi caso, hasta hemos militado en él y hemos sido cargos electos durante un tiempo.
Me resulta muy delicado tratar este tema de la corrupción que afecta al PP y de la que van aflorando casos como salen setas en un bosque frondoso, bien llovido y soleado en otoño, pero me creo en la obligación de hacerlo porque, como dijo José María Aznar en su día, “no se puede construir el futuro sobre silencios”. Está claro que la corrupción no es una lacra que salpique sólo al PP, sino que lo hace a todos los partidos, de manera directamente proporcional al poder que detentan: ahí está, por ejemplo, el escandaloso asunto de los ERE en Andalucía, que tiene a medio PSOE andaluz implicado, o el caso de los Pujol, que está dejando claro que quien “robaba” a Cataluña no éramos el resto de los españoles –porque ellos también lo son-, sino gran parte de la “famiglia” del “molt honorable President de la Generalitat”, que, presuntamente, se ha hinchado a ganar dinero de las formas más golfas e ilícitas posibles, aprovechándose de la “honorabilidad” y el poder de “Ubú” Pujol, como con todo acierto lo bautizó satíricamente en su día Albert Boadella, uno de los mejores y más brillantes catalanes que conozco, etc. etc. En esto de la corrupción, ningún partido puede echar en cara nada al rival, porque corre el riesgo de que le contesten con esta castiza y expresiva frase: “Me llama puta la Zapatones”. Y lo que ya nadie se traga, ni con espesante, es eso de que “nuestros corruptos son menos corruptos que los vuestros”. No todos los partidos ni todos sus militantes son iguales, es cierto, pero no es menos cierto que cada vez son más parecidos y en ellos, lejos de contenerse y detenerse, la corrupción se ha ido extendiendo como si de una mancha de aceite se tratara.
Es evidente que una de las muchas y más grandes diferencias que hay entre un Estado democrático y otro totalitario es que, mientras en el ordenamiento jurídico del primero se respeta la “presunción de inocencia” de un encausado, en el segundo esa presunción es de culpabilidad; es decir, en democracia hay que demostrar que un imputado es culpable para condenarlo, mientras que en dictadura, o el imputado demuestra que es inocente, o es considerado culpable, lo sea o no. Pero el derecho procesal de un país democrático, al tiempo que ha de respetar la presunción de inocencia, también consagra que nadie puede ser imputado por vía penal si un juez competente no considera que hay indicios racionales de criminalidad; es decir, si no hay evidencias notorias de que es acreedor a la imputación, por lo que todos estos casos de corrupción política que arrastramos, a los que se han sumado en las últimas semanas estos que afectan directamente a exministros de Aznar que muchos creíamos muy honorables, no son –o no deberían ser- gratuitos, ni brindis al sol, ni tienen sólo por objeto la “condena social” que el mero hecho de ser imputado supone, sino que están jurídicamente fundados o, al menos, deberían estarlo, pues de lo contrario estaríamos ante una prevaricación judicial, algo tampoco descartable, pues ahí está el caso del juez Silva. Montesquieu dividió en tres los poderes del Estado: legislativo, ejecutivo y judicial, pero no hizo a ninguno inmune a la corrupción.
A lo que iba: me duele mucho la corrupción política que desde hace tiempo nos viene helando el corazón a los españolitos de una de las diecisiete, o más Españas, de hoy, parafraseando al gran poeta Antonio Machado; me duele porque la corrupción es a la democracia lo que la carcoma a la madera, algo que hace apenas ruido, sólo se ve cuando ya la ha liado parda y, sobre todo, es muy destructivo. Para mayor dolor de mi corazón, algunos de los protagonistas de chuscos casos de corrupción que últimamente han aflorado son personas a las que he admirado profundamente por su valía y competencia, como es el muy especial caso de Rodrigo Rato, a quien debemos la, probablemente, mejor gestión económica de España en el siglo XX, y quien me parecía, en su día, el mejor candidato posible para sustituir a José María Aznar en 2004 como presidente del gobierno. Cuanto más admiras a alguien, mayor es la decepción que te causa si después descubres que no es acreedor a esa admiración. Lamentablemente, en este caso, y aunque la presunción de inocencia le asista y no sea yo quien se la niegue, incluso aunque sea desimputado o declarado inocente por un tribunal, mucho me temo que los dispendios que hizo con su “tarjeta negra” de Bankia y los que permitió hacer a los 86 consejeros de la entidad con las suyas, va a ser un lastre que enturbiará para siempre su carrera política. Pero que la pague quien la haga.
No quiero concluir este artículo dejando un poso de desesperanza y pesimismo totales por nuestro estado de cosas político, porque sería injusto y, sobre todo, peligroso. No solo lo sé, sino que me consta, que la mayor parte de las personas que están en política activa son honestas y honorables, pero es evidente que el sistema es mejorable porque la corrupción no son sólo hechos aislados y esporádicos, sino casos cada vez más concurrentes y recurrentes que, incluso, llegan a veces a sistematizarse y enraizarse en la gestión y administración públicas como si fueran auténticos parásitos. O hacemos todo lo posible por atajar la corrupción política, con contundencia y determinación, no con medias tintas, o la democracia misma corre peligro de corromperse.
P.D.- Desde estas líneas quiero enviar un fuerte abrazo y mis mejores deseos de recuperación a Magdalena Valerio, recientemente operada de un cáncer de mama, según ella misma ha hecho público. Magdalena y yo, cuando coincidimos como concejales en el Ayuntamiento de Guadalajara, protagonizamos en la sala de juntas del consistorio algunos debates en los que la dialéctica llegó a echar humo, pero siempre desde el respeto y la consideración mutuas. Ella es una mujer valiente, positiva y de fuerte personalidad, factores que, sin duda, van a coadyuvar para que supere con éxito este contratiempo de salud.