Acaba de celebrarse la feria chica en la capital y, como dice el refrán, cada uno la contará según le haya ido en ella. Yo, que, parafraseando a Cervantes, tengo ya puesto el pie en el estribo con las ansias de la jubilación, he de decir que no me ha ido en ella ni bien ni mal; simplemente, no me ha ido. Cada tiempo tiene su afán, dice también el refranero, y dice bien, como casi siempre. La feria chica es afán de adolescentes, jóvenes y maduros que se aferran a los veranos de la juventud para retrasar sus propios otoños. Y así es y así deben ser las cosas. Yo no soy de esos que niegan el pan y la sal de la fiesta cuando no festejo; bien al contrario, me alegra la fiesta, aunque yo no participe en ella, siempre y cuando no me la impongan ni me la restrieguen.
En Guadalajara, desde que, siendo Javier Irízar alcalde por accidente —gracias a los famosos “tres minutos” que el gobernador Domínguez García de Paredes quitó a la UCD para regalárselos al PSOE, sumados a 12 años de alcaldía, por intentar caciquear la lista municipal de los de Suárez—, las ferias de la ciudad dejaran atrás las reinas de fiestas con papás en el consejo de ministros, la caspa y el confeti del tardofranquismo para ser verdaderamente populares, las peñas han jugado un papel decisivo en su vertebración. Tanto en las de septiembre como en las de mayo que, con el nombre de feria chica, dio a la ciudad el propio Irízar, aunque hubo algunos años en la última década del siglo XX que no se celebraron porque los presupuestos municipales no daban para hacer doblete. Son tan importantes las peñas en las ferias de Guadalajara —sin duda aún más en la chica que en la grande—, que, si no fuera por los grupos de peñistas que el finde pasado he visto por la calle con sus coloridos y coloristas camisetas y pañuelos, casi ni habría caído en que se celebraba la chica. Y eso no va en detrimento de la feria porque la fiesta no es una obligación, es una opción que no debe imponerse a quienes no la eligen, porque no pueden —sea cual sea la causa— o, simplemente, porque no quieren.
Las peñas de Guadalajara, incluso desde que solo se insinuaron cuando eran clandestinas, o semi, en los años sesenta y primeros de los setenta, con su obligado “asesor moral” y todo, han contribuido decisivamente a sacar de la modorra festiva provinciana a esta ciudad que, durante mucho tiempo, tuvo que conformarse con desfile de carrozas, “cacharritos” y puestos de morcillas en el recinto ferial, tres tardes de toros de la que una eran caballitos, hípica con apuestas, fuegos artificiales de medio pelo y, eso sí, toros de fuego de verdad. Y poco más. Gracias a las peñas, pulmón y corazón de nuestras ferias desde que se reinventaron a finales de los años 70 del siglo XX, las calles se visten de color y ambiente festivo animoso y animado porque en ellas tienen un lugar en el que estar y un grupo al que pertenecer los jóvenes peñistas. Ciertamente, el sentido de pertenencia, la referencia física de tener una sede como espacio propio compartido y el tiempo pautado a través de programas que te dan casi todo pensado y hecho, son los tres pilares en los que se asienta la atracción, casi irresistible, que para muchos adolescentes y jóvenes supone hacerse de una peña. Si no eres de alguna o, al menos, te acoplas a alguna —algo que, por cierto, está muy mal visto—, es que en realidad vas de muermo y no eres ni estás donde debes. Algo así como: “soy peñista, luego existo; no lo soy, luego me lo tengo que hacer mirar”. La juventud es gregaria y “trendy” —como se dice ahora a estar de moda algo— por definición; si no estás en una panda, en un grupo o en una peña y, además, no haces lo que casi todo el mundo, en realidad no eres joven o estás viviendo una juventud equivocada. Esto último que digo no está en el ADN de un “boomer” como yo, es de primero de filosofía juvenil de las generaciones que nos siguen: la X, la Y —la de los “milenials”— y la Z.

Y así las cosas, sigo viendo a “La Crisis”, una de las peñas más veteranas y, por ello, históricas de la ciudad, con su lema fundacional plenamente vigente: “Sigue la crisis… sin comentarios”. En realidad, en estos últimos cincuenta años, ha habido tres grandes crisis en España: la económica del bienio 1992-93, acrecentada en las cuentas públicas con los “fastos” de la Expo sevillana y las olimpiadas barcelonesas, la de 2008-2013 —la provocada por la burbuja inmobiliaria y la crisis bancaria— y la más reciente, la de 2020-2021, causada por la pandemia de COVID-19. Pero “La Crisis”, me refiero a la peña, las ha precedido, vivido y superado a todas y, además, sin hacer más comentarios, como reza su lema y proclama su vieja pancarta que tiene ya más ferias que la churrería de “La Giralda”. Ya sabemos que corren tiempos en que la verdad es relativa, mutable, revisable, actualizable, maleable… y solo cuenta el relato —interesado, por supuesto—, pero la gente actual de esta peña que siempre se ha identificado con sus colores rojo y negro, como los de la bandera de la FAI y los de Osasuna, continúa asegurando, cada año desde hace ya medio siglo, que “sigue La Crisis… sin comentarios”. Pues, entonces, nada más que añadir. O sí, porque yo, como Supertramp en su LP de 1975, me pregunto: ¿Crisis? ¿Qué crisis?