El pasado día 9 de noviembre se conmemoró el 25 aniversario de la caída del Muro de Berlín. Aquél vergonzante y vergonzoso muro se levantó durante la llamada “Guerra Fría”, en 1961, para separar el Berlín occidental del oriental, o lo que es lo mismo, para dejar a un lado la democracia y la libertad, representadas por la Europa occidental, frente a la dictadura y la opresión imperantes en la oriental bajo la bota comunista rusa. Aunque la altura física de aquél muro fue de 3,6 metros, la real fue casi infinita, que es la distancia que separa la libertad de la opresión y la democracia del totalitarismo. La caída de ese muro en 1989 fue recibida por una amplia mayoría de los berlineses y por la totalidad de los demócratas del mundo casi con tanto alborozo como lo fue la tanqueta que llevaba grabado en el exterior de su carlinga el nombre de “Guadalajara”, en agosto de 1944, en París, cuando formó parte de las primeras unidades mecanizadas de los aliados que entraron en la capital francesa para liberarla del yugo nazi.
Cuando Berlín y el mundo entero conmemoran la caída de aquél ignominioso muro e, incluso, lo celebran de manera creativa y vistosa iluminando con globos los 45 kilómetros lineales que en su día ocupó para que quede expresiva constancia de su trazado, otros ladrillos están pretendiendo levantar nuevos muros, como decía el título de la conocida canción de Pink Floyd, uno de mis grupos musicales favoritos de juventud, que lideró el gran Roger Waters junto con Syd Barrett y David Gilmour. Pero si aquél inolvidable y magnífico tema del “Another brick in the wall” del mítico grupo de rock inglés no tenía nada que ver con el Muro de Berlín –aún en pie cuando se compuso pues es de 1979- y lo que pedía en su letra era que los maestros dejaran de controlar los pensamientos de los niños – “Hey! Teachers! Leave them kids alone”!-, hoy sí que yo quiero referirme al tipo de muros que representó el de Berlín, que son los que separan porque quienes los pretenden levantar no quieren juntarse con los que quedarían al otro lado, por considerarse diferentes a ellos y, por supuesto, mejores.
Aunque no se hayan acopiado ni ladrillos de arcilla ni bloques de cemento en los centros públicos que, cuando menos irregular e ilícitamente, han servido como colegios pseudoelectorales el pasado domingo en Cataluña con motivo de la burlesca consulta organizada y controlada por los proindependentistas catalanes, las papeletas y las urnas que allí se pusieron a disposición de las personas que quisieron votar sin ni siquiera haber censo, más que medios legales para ejercer la democracia, como se pretendieron vender, se conformaron en inmateriales pero auténticos ladrillos de intolerancia, insolidaridad y soberbia para tratar de levantar un muro que separe a Cataluña de España. Una Cataluña y una España que llevan juntas desde que ésta es una nación, gracias a la unión de varios reinos, liderada por el de Castilla, entre ellos el de Aragón, del que Cataluña fue un importante y señero condado, nada más y nada menos. Es un peligroso y malicioso juego cortar y pegar la historia a conveniencia, interpretarla, retorcerla, poner énfasis en unos episodios y soslayar otros, pero más peligroso y malicioso es aún utilizarla y adoctrinarla a conveniencia pues en la mentira, en la verdad a medias y, aún peor, en la verdad inventada jamás se debe cimentar el futuro.
No me cabe ninguna duda de que, aún sin arcilla ni cemento, es del tipo del de Berlín el muro que están pretendiendo levantar los proindependentistas catalanes, que son muchos, efectivamente, pero que no son ni representan a todos, ni siquiera son mayoría a juzgar por el poco más del 30 por ciento de votantes que se han sumado al carísimo juego de esta pseudoconsulta, que alguien deberá pagar pues es de libro la malversación de caudales públicos que ha supuesto utilizar ilícitamente tantos y tantos recursos del Estado, materiales, personales y monetarios, en este proceso declarado ilegal por el Tribunal Constitucional. Como también es de libro que muchos protagonistas de esta astracanada con barretina han incurrido, al menos también, en los delitos de prevaricación y desobediencia, y otros los han bordeado, como el de sedición. Y no hay democracia sin Estado de derecho, como no es permisible que, según dice Pablo Planas, en Cataluña hoy sólo impere la ley… de la gravedad.
Peor que los muros de hormigón, por muy altos y armados que sean, son los muros, incluso inmateriales, que tratan de separar a las personas por supuestas diferencias de nación y supuestos derechos de autodeterminación que, ni siquiera el Derecho Internacional Público reconoce, pues, para asistir este derecho a un territorio, previamente ha debido ser independiente del que pretende segregarse, lo que no es el caso ya que Cataluña forma parte de España desde el mismo momento en que ésta se constituyó como un Estado en su concepción moderna; por cierto, de los más antiguos de Europa y aún del mundo. Mas, Junqueras y demás personajes del soberanismo catalán recalcitrante, lo que pretenden al construir su particular muro es jugar luego al escondite tras de él –también para no ver lo que no les interesa, como los casos de corrupción generalizada de la familia Pujol, el padre del nacionalismo catalán posconstitucional- porque se creen más ricos, más listos, mejor nacidos y mejores que el resto de los españoles y aún quieren serlo todavía más gracias al dinero que pretenden ahorrar cuando España les deje de “robar”. El nacionalismo radical y excluyente es primo hermano del racismo y pariente no demasiado lejano del totalitarismo pues bien es sabido que los extremos se tocan.
Es cierto que hay un amplio sector de la sociedad catalana que quiere la independencia y esa es una realidad a tener en cuenta, pero siempre dentro de la ley, sin imposiciones, sin prepotencia, sin insultar, sin menospreciar y sin empujar.