Que “yo soy yo y mis circunstancias”, tu eres tú y las tuyas y él es él y las suyas no me lo he inventado yo, evidentemente, sino que fue Ortega y Gasset, el gran filósofo existencialista español, probablemente el más importante de todo el siglo XX, junto a su discípulo, Julián Marías. Desarrollando ese pensamiento orteguiano, podríamos decir que un simple nombre propio, aunque sea muy común, como es el caso de Pablo, dependiendo de las circunstancias y del tiempo, puede referirse, si no se le añade apellido, no a una, sino a varias personas, eso sí, todas ellas con el punto en común de haber adquirido la notoriedad y la celebridad públicas suficientes como para que, sólo pronunciado su nombre, ya se sepa que se apela a ellas. Por ejemplo, incluso aunque hayan fallecido ya hace tiempo, en el contexto de la pintura, Pablo sigue siendo Picasso, sin duda alguna; en el de la música Pablo es Casals, el gran Pau Casals, y en la etapa de los líos federativos futboleros de finales de los 70 y principios de los 80, el Pablo más famoso fue, por supuesto, Pablo Porta, el entonces presidente de la Federación Española de Fútbol a quien, el gran periodista deportivo que era entonces, José María García, sometía diariamente, en su mítico programa de la medianoche en la SER, Hora 25, a una auténtica lapidación verbal, haciendo públicos sus continuos chanchullos y tejemanejes en la Federación y hasta informando puntual y detalladamente de lo que comía y cenaba cada día el susodicho; por supuesto, sin pagar un solo duro, de los de entonces, de su bolsillo. A aquél célebre Pablo, García no se conformó con hacerle un marcaje tipo kárate-press, como el que practicaba el mítico pivot italiano de baloncesto, Dino Meneghin, con nuestro torpe pero querido grandullón, Fernando Romay, sino que le terminó bautizando como “Pablo, Pablito, Pablete”, como recordarán los lectores que vivieron aquella apasionante época de la radio, en particular, y del periodismo español, en general, en la que también soplaban unos refrescantes y aliviadores aires de libertad coincidiendo con la Transición política de la dictadura a la democracia, tras la muerte de Franco en 1975.
Siguiendo con la línea argumental iniciada en el párrafo anterior, si hace tan sólo unos meses preguntamos públicamente por un tal Pablo como significado político español, muy probablemente la mayoría de quienes le añadieran casi automáticamente a ese nombre un apellido, dirían: “Pablo Iglesias, por supuesto, el que fundó la UGT y el PSOE”. Pero, hoy, las circunstancias han cambiado tanto y en tan poco tiempo que, si hablamos de un tal Pablo como significado político español e, incluso, titulamos un artículo como “Pablo, Pablito, Pablete”, una inmensa mayoría pensarán que ese Pablo no es ni Pablo Iglesias Posse –el de la UGT y el PSOE-, ni Pablo Porta Bussoms -el federativo-, sino que se trata, sin duda, de Pablo Iglesias Turrión, el líder de Podemos, ese partido que acaba de nacer como tal, después de meses de ser sólo un proyecto, una plataforma aglutinadora de los cabreados con con el espectro político convencional, y que pretende alcanzar la supremacía en la izquierda española. Una supremacía, obviamente, que sólo pueden conquistar a costa del PSOE, de IU y de la abstención, fundamentalmente, y gracias al desgaste general que lo que ellos llaman “casta” política –o sea, los partidos tradicionales de mayor éxito electoral desde la Constitución del 78 hasta la fecha- lleva tiempo sufriendo por haber conducido a España a una grave crisis económica, social y… política, de manera especial por la generalizada corrupción que invade a todas las fuerzas políticas que detentan poder y que ha encendido todas las alarmas de la sociedad, indignándola, mosqueándola y hasta asqueándola.
Entiendo perfectamente que los desencantados, los cabreados y, especialmente, los desubicados y los descolocados, social y políticamente, sobre todo los más jóvenes, vean en Podemos esa tabla de esperanza y de salvación a la que agarrarse para tratar de mejorar su complicado presente y su comprometido futuro. Es evidente que las opciones políticas tradicionales que nacieron en la Transición están en un momento de tremendo desgaste, tanto quienes mandan como quienes se oponen, como también es palmario que la corrupción se ha colado por sus sedes y las instituciones que gobiernan como el viento se filtra por las puertas, las ventanas y las paredes mal aisladas, que el sectarismo y la endogamia que con tanta fruición practican no les hacen precisamente atractivos a quienes no militan en ellos y que son percibidos, más que como soluciones a los graves problemas que tiene la sociedad actual, como uno principal de ellos. Entiendo todo eso y mucho más porque yo también estoy desencantado, ahora bien, cuidado con los cantos de sirena que astuta, inteligente y estratégicamente está diseñando Pablo Iglesias Turrión para hacerse con la mayoría de la izquierda española y, desde ella, tratar de asaltar el poder del Estado, porque puede ocurrir que esos cantos, tras su aparente belleza, como en la mitología griega, sólo traigan hechizo y locura; y es que, una cosa es hacer muy bien el diagnóstico de una enfermedad y otra bien distinta ponerle el tratamiento adecuado, y más si se opta por uno agresivo, radical e invasivo. Ahondando en este símil médico, el “doctor” Iglesias Turrión, de momento, ha demostrado ser un fino cirujano como maestro de la oratoria y la elocuencia y un internista/politólogo de categoría pero, aunque ya tenga un partido y un equipo –el que ha querido y sin la presencia cercana de sus críticos, por cierto; o sea, haciendo desde el minuto uno lo mismo que los demás-, todavía no tiene un tratamiento/programa definido, sino ideas que van mutando –por ejemplo, ya han renunciado a la “renta básica universal” y sólo la garantizan a parados y jóvenes-, eslóganes, frases hechas, flirteos con la rancia izquierda de base “troskista” –él mismo forma parte del influyente grupo de profesores de la Complutense conocido como “los Troskos”- y continuos guiños a los cabreados e indignados, muchos de ellos pura demagogia.
O sea, Podemos es más de lo mismo, pero vendiéndose como algo nuevo y distinto y utilizando con mucho aprovechamiento los medios de comunicación convencionales –especialmente la televisión- y las redes sociales. Pero, aunque traten de disimularlo, es la izquierda extrema de siempre con envoltura tuneada con técnicas de merchandising comercial más que de ideario político, lo que puede ser una canallada para quienes compren este producto con su mejor voluntad. Hasta ya les ha salido un caso que raya la corrupción –como mínimo, se trata de un hecho muy golfo-, como es el de la beca de la Universidad de Málaga por la que el Secretario de Política del neonato partido, Íñigo Errejón, cobra 1825 euros al mes, cuando es público y notorio que éste va por Málaga lo justo y que lleva muchos meses prácticamente dedicado en exclusiva a montar y expandir Podemos; a este respecto, la propia Universidad andaluza ya ha abierto un expediente pues la beca de que goza Errejón se concedió, precisamente, con carácter de exclusividad. Un chusco asunto relacionado con “La Tuerka”, la televisión que inspira y controla Iglesias Turrión y en la que puede haber, desde financiación de países sudamericanos, no precisamente adalides de la libertad, sino de justamente lo contrario, a presuntos contratos y rentas irregulares de trabajo con una fiscalidad dudosa, también aparece como una nube tormentosa en el horizonte “Podemil”, en el que intuyo que no sólo Marx, Trostky, Chaves y Maduro son algunos de sus referentes ideológicos, sino que también no anda lejos Maquiavelo. A mí, Podemos, cada vez se me asemeja más a los “Pedos de Lobo”, esos hongos (Lycoperdon perlatum) que cuando nacen en las praderas y en algún sotobosque son tan blanquitos y atractivos, pero que, cuando los cortas, la oxidación hace que tornen muy pronto la blancura por grisura y, lo que es peor, si los dejas arraigar se secan y, cuando los pisas, sale una ventosidad pulverulenta y maloliente de ellos.
La política española es evidente que debe cambiar su rumbo y los partidos “de siempre” reformarse y hasta refundarse para responder a los nuevos tiempos y dejar atrás lo peor, y ya caduco, de los viejos. Pero romper de raíz con el pasado reciente, y me estoy refiriendo a la ejemplar Transición y al generoso espíritu de sus actores principales que llevó al consenso, sería un enorme error porque jamás ha vivido España un período democrático más pleno y duradero que el derivado de la Constitución de 1978, ni alcanzado cotas de bienestar social y económico tales y nunca han gozado las comunidades que la conforman de semejantes niveles de autonomía y autogobierno. Mantener petrificada la Carta Magna puede que no sea lo mejor, pero peor aún es abrir el melón de su reforma sin saber a dónde queremos y, sobre todo, debemos llegar –no digo “podemos”, para no fastidiarla-, porque ya sabemos con el reformismo constitucional lo que buscan los nacionalistas y lo que pretende la izquierda más radical que ahora se trasviste de novedosa cuando es más vieja que la tos en sus planteamientos: los primeros, independizar sus regiones de España, y, los segundos, finiquitar el Estado de raíz y espíritu liberales, el que acabó con el Antiguo Régimen y que ha sido y es la gran conquista política de los dos últimos siglos y medio. ¡Pedro, Pedrito, Pedrete, toma nota!