Da igual cuando se celebren las ferias, o en “el veranillo de San Miguel”, terminando septiembre, o en torno a la Antigua, principiando, el caso es que, cuando terminan, a Guadalajara se le frunce el ceño y se le pone cara de otoño. Y digo que se le frunce el ceño porque, después de un largo y extremadamente cálido verano, se acabó lo que se daba y toca volver a la rutina, bendita, por otra parte, si es en forma de trabajo, porque no debe haber peor rutina que la del desempleado. Y digo que a Guadalajara se le pone cara de otoño porque suele coincidir con el final de las ferias, y este año no ha sido diferente, que el fresco deje atrás al calor, ventee ya y la lluvia caiga o amenace con caer, algo que ya es suficiente para que al personal le parezca que el equinoccio de otoño haya llegado, aunque le quede aún una semana para hacerlo oficialmente.
Acabar las ferias de Guadalajara y guardar los ventiladores es casi un acto ya preestablecido, como si no tuviéramos confianza ni en lo que aún queda de verano, que es bien poco, ciertamente, ni en san Miguel y su veranillo, en los que aún podemos sudar la gota gorda porque el “sol del membrillo”, propio del último verano y el primer otoño, todavía tiene fuerza, pero los días ya han acortado tanto que la noche pronto se echa encima y cada día le baja más pronto los humos al calor.
Aunque el programa festivo ha disminuido su coste en 100.000 euros, las ferias de Guadalajara siguen siendo de lo mejorcito de nuestro entorno y ya las quisieran para sí muchas otras capitales de provincia. En su propio beneficio, se han aliado, un año más, con el calor por lo que el personal se ha echado masivamente a la calle, doy fe. Imposible, o casi, dar un paso por el ferial desde el jueves al domingo, especialmente en las horas del pincho y la caña de cerveza o el chato de vino; imposible, o casi, encontrar mesa en las terrazas del paseo de san Roque a las mismas horas; imposible, o casi, verle la cara a Bustamante si no era con prismáticos; imposible, o casi, dar una vuelta por los parques de san Roque y la Fuente de la Niña durante gran parte de la noche; imposible, o casi, hacerse un hueco para ver los toros de fuego en la Carrera; imposible, o casi, buscar a nadie en las verbenas de las peñas, que proliferan como setas; imposible, del todo, encontrar una silla en las representaciones teatrales de la plaza Mayor si no se iba antes de que llegara la compañía a la ciudad,…
Soy consciente de que hay muchas personas a las que las ferias les molestan o, simplemente, no les gustan, pero es evidente que las de Guadalajara son unas fiestas bulliciosas, plenas de actividad y con un ambiente joven y dinámico en la calle y resto de espacios públicos que las imprimen carácter y personalidad, algo que resulta curioso porque, durante años y no hace tanto, hemos copiado modelos festivos de otras ciudades porque no nos terminaba de convencer el nuestro. Al final, las fiestas se parecen a las ciudades, y si Guadalajara es una ciudad que ha crecido sumando población venida de los pueblos de su propia provincia, de otras provincias de España y de otros países, sus ferias han dejado de ser impersonales o copia sin tunear de las de otras, para llevar ya un tiempo adquiriendo carácter propio, en una especie de mestizaje en el que cada vez se notan menos las partes que se han mezclado.
Hace tiempo que ya no busco las ferias, sino que las ferias me buscan a mí. Y me encuentran en cuanto salgo a la calle. Y eso es fiesta de verdad.