Aunque el 11-M de 2004 los españoles vivimos muy de cerca el horror que sembró la barbarie terrorista en los brutales atentados a varios trenes de cercanías de Madrid, saldados con 192 muertos y alrededor de 2000 heridos, el 13-N, cuando tuvimos noticia de los atentados de París, cuyo balance provisional de muertos se sitúa en los 130 y el de heridos en 350, el horror ya conocido en nuestras propias carnes no palió, ni mucho menos evitó, que nos horrorizáramos con el que vivieron los parisinos en las suyas propias.
El terrorismo, cuando ataca, se lleva por delante víctimas con nombres y apellidos, sí, pero en el fondo nos amenaza y ataca a todos, porque cualquiera podemos ser sus víctimas, en cualquier momento y en cualquier lugar, ahí está la dificultad de combatirlo y es ahí donde radica el provecho de practicarlo para sus asesinos promotores que, con sus bárbaras acciones, consiguen propaganda de sus postulados, al tiempo que nos amedrentan a todos. Maquiavelismo en estado puro: los terroristas creen que el fin –sea éste cual sea: luchar contra los que ellos llaman y consideran “infieles”, conseguir la independencia de un país, dominar una región para fomentar impunemente el narcotráfico, etc.-, justifica los medios, es decir, los atentados y las matanzas salvajes e indiscriminadas, como las de Nueva York el 11-S de 2001, las de Madrid el 11-M de 2004 o las de París el 13-N de 2015, entre otros muchos.
No hay fórmulas mágicas para luchar contra el terrorismo; de haberlas, ya se hubieran puesto en práctica y evitado muchas muertes, mucho dolor, mucho sufrimiento y mucho miedo. Como todos los grandes males que aquejan a la humanidad, considero que la mejor forma de lucha contra el terrorismo es la formación y la educación en valores realmente democráticos –y, por ende, humanos- que, aunque mejorables, al menos en su praxis, sin duda son los que más alejados están del dogmatismo y la intolerancia, que es la tierra sembrada, abonada y bien regada en la que nace, crece y se multiplica el terrorismo. En ese tipo de terrenos es, precisamente, en los que se cultiva el fundamentalismo religioso, como es el llamado “yihadismo”, que es el que ha estado detrás, delante, a un lado y a otro de los atroces atentados parisinos y que, con otros nombres, lo estuvo detrás de los de Nueva York y Madrid. Pero la educación es una solución a medio y largo plazo; a corto, aplíquense las medidas que deban aplicarse, siempre desde la legalidad y la legitimidad que deben imperar en los estados democráticos y, de entre ellas, la fuerza si hace falta.
No quiero pisar terrenos resbaladizos, ni meterme en camisas de once varas ni en harinas de otro costal, ni mucho menos darles un solo céntimo de euro a los pregoneros y practicantes del terror abriendo debates sobre las distintas formas de reacción de unos países y otros cuando han sufrido en sus propias carnes la barbarie terrorista, pero es evidente que éstas no han sido iguales y, sinceramente, me parece que los franceses están dando una gran lección al mundo cerrando filas con su gobierno, aún sin compartir muchos de ellos sus ideales y, ni siquiera, aprobar algunas de las medidas que está adoptando. Cuando es atacado un Estado democrático de la manera tan brutal que lo ha sido hace unos días Francia, lo primero que se debe hacer es reforzar y apoyar la labor de su gobierno; después, cuando los terroristas estén en el cementerio o en prisión, cuando los heridos ya estén curados o en vías de estarlo y cuando la cicatriz abierta por el horror comience ya a cerrarse, pueden abrirse los debates que se tengan que abrir, pero no antes. En España, el 11-M, bien sabemos todos que no ocurrió eso, sino más bien lo contrario, hasta el punto de que ya casi nadie discute que los terroristas condicionaron hasta el resultado de las elecciones generales celebradas tres días después de los atentados de Madrid.
No soy un francófilo empedernido, incluso me molesta mucho la práctica del “chauvinismo”, o sea, de la prepotencia, tan extendida en el país galo y especialmente practicada contra los naturales de los países a los que los “chauvinistas” consideran inferiores, como es el caso de España, pero sí que admiro del pueblo francés su sentido de Estado unitario, su sentimiento de nación única, el respeto general que procuran a sus símbolos y el lema oficial de su República: libertad, igualdad y fraternidad, nacido en la Revolución de 1789, de la que surgieron los modernos Estados liberales, sepultando los vetustos y caducos del Antiguo Régimen y abriendo de par en par las puertas a la democracia que, como dicen que dijo Winston Churchill, “es el menos malo de los sistemas políticos”, aunque lo que realmente sí afirmó fue que “la democracia es la necesidad de inclinarse de cuando en cuando ante la opinión de los demás”. Pero la tolerancia tiene dos límites: la sinrazón y la barbarie.
Como decía el personaje de Humphrey Bogart al de Ingrid Bergman en “Casablanca”, “siempre nos quedará París”, la llamada ciudad de la Luz a la que el terror sólo podrá oscurecer por un tiempo porque la libertad, la igualdad y la fraternidad podrán con él.