El lector asiduo de este blog -a quien aprovecho la ocasión para agradecer su fidelidad, virtud hoy en desuso-, probablemente estaría ya esperando mi entrada de finales de julio que, habitualmente, suelo dedicar a Comillas, la maravillosa villa cántabra que desde hace ya muchos años me tiene ganado el corazón, reconforta mi alma y dilata mis pupilas sin necesidad de colirios, ante la acumulación de belleza que ofrece a mis ojos cada verano cuando regreso a ella para vacacionar con mis queridísimas chicas. Este año, por circunstancias inesperadas que te aguardan en los recodos del camino de la vida emboscadas como bandidos, más que una crónica de un viaje a Comillas, me veo obligado a escribir una contracrónica; o, mejor dicho, la crónica de un no-viaje, porque, de momento, no voy a poder volver a ese lugar que, si aún no lo he hecho, hoy lo proclamo, hace ya tiempo que considero mi patria de adopción, sin renunciar, por supuesto, a la de nación, pues bien sabido es que ejerzo de guadalajareño militante.
No sé cuántas crónicas de un no-viaje se han escrito, supongo que no demasiadas, porque es poco menos que intentar jugar al absurdo o tratar de hacer posible lo imposible; pero, como empeño y voluntad no me faltan y no estoy de acuerdo con Ungaretti en eso de que “la meta es partir”, aún sin salir de Guadalajara y poder poner proa al norte a amarrar mis vacaciones en uno de los tres puertos históricos de Cantabria -título que Comillas comparte con Laredo y Castro Urdiales-, voy a viajar hasta allí con el pensamiento y la palabra, aunque a éste le va a transportar un avión llamado “El pájaro amarillo”. Este pájaro de metal puede ser considerado un primo hermano mayor, en gesta pionera aeronáutica, del “Cuatro Vientos”, el aeroplano con el que el guadalajareño, capitán Barberán, y el gerundense, teniente Collar, cruzaron el Atlántico, entre Sevilla y Camagüey (Cuba), en 1933. Lean, lean la historia de estos dos pájaros metálicos porque con ellos viajarán conmigo desde Guadalajara a Comillas, sin necesidad de mover más músculo que los que activan los dedos y los ojos.
“El pájaro amarillo” era el nombre del avión que, sorpresivamente, aterrizó en la playa de Oyambre -un bellísimo parque natural situado entre Comillas y San Vicente de la Barquera, en el término de Valdáliga- el 14 de junio de 1929, cuando sus tripulantes, Armand Lotti, Jean Assollant y René Lefebvre, acompañados del primer polizón de la historia de la aeronáutica, Arthur Schreiber, se vieron obligados a tomar tierra allí pues el combustible que tenían en el depósito no les daba para llegar a su destino, París. Habían partido del aeródromo de Old Orchard, en el estado americano de Maine, 30 horas antes de aterrizar forzosamente en Oyambre, y su viaje ha quedado enmarcado con letras de oro dentro de los hitos de la aeronáutica pionera pues supuso repetir la hazaña, pero con cuatro miembros a bordo, que Lindbergh había protagonizado en solitario, apenas dos años antes, cuando consiguió unir por primera vez América y Europa en un vuelo sin escalas tripulando el mítico “Espíritu de San Luis”. “El Pájaro amarillo” no llegó a su destino parisino, no por error en el cálculo del combustible necesario por parte de su tripulación ni por un despiste en la orientación de ésta, sino porque el peso del polizón que les acompañó y que descubrieron cuando ya no era posible regresar a Maine, incrementó notablemente el consumo de gasolina del avión, de tal forma que se vieron obligados a virar hacia el sur y buscar el norte de España porque, de intentar llegar a París, probablemente habrían caído al Atlántico. Es fácil imaginarse, primero, la sorpresa, y la expectación, después, de los santanderinos que disfrutaban de la playa el día que aterrizó en Oyambre este pájaro inesperado, hecho del que se guarda memoria en la zona y que lo recuerda un monolito de piedra situado en la propia playa. Por cierto, “El pájaro amarillo” permaneció unos días allí, hasta que pudieron traer de Madrid la gasolina necesaria para reemprender el vuelo y concluir su viaje a la capital francesa, donde fueron recibidos con gran alborozo e interés mediático, pero no con tanto calor y hospitalidad como en Comillas, según reconoció y agradeció públicamente la tripulación.
No corrieron la misma suerte nuestro paisano, Barberán, y su compatriota catalán, Collar, con su “Cuatro Vientos”, el avión que ambos tripularon y que partió del aeródromo de Sevilla el 8 de junio de 1933 para aterrizar tres días más tarde en Camagüey (Cuba), batiendo en ese momento el récord de distancia recorrida en aeroplano en un vuelo sin escalas, al cubrir los 7.895 kilómetros que hay entre la capital andaluza y la ciudad cubana. Esta gesta apenas la pudieron saborear Barberán y Collar pues, tras despegar de La Habana con destino a Ciudad de Méjico nueve días después de llegar a Cuba, su avión jamás alcanzó su destino, perdiéndose su rastro ya en territorio mejicano, en el estado de Tabasco. Los restos del avión y de sus tripulantes nunca fueron encontrados, lo que aún constituye un misterio. Hace alrededor de veinte años, unos investigadores mejicanos vinieron a España, incluida la capital alcarreña, sosteniendo la tesis de que habían aparecido algunos restos del “Cuatro Vientos” en la sierra de Mazateca (Oaxaca), trayendo, incluso, una mínima parte de ellos a Guadalajara, que mostraron al entonces alcalde de la ciudad, José María Bris. Esos restos no se ha confirmado científicamente que correspondieran al siniestro del “Cuatro Vientos”; más bien, se ha descartado.
“El pájaro amarillo” y el “Cuatro vientos”, América y Europa, Comillas y Guadalajara unidos a través de dos de las más grandes gestas de la aeronáutica mundial y cuyo recuerdo me ha permitido escribir esta crónica de un no-viaje contradictoriamente sustentada en dos viajes mayúsculos. Por cierto, decía al principio que no sabía cuántas crónicas de no-viajes se habían escrito, pero sospechaba que pocas; pues he de rectificar porque acabo de recordar que uno de los más grandes escritores de la literatura de viajes y aventuras de la historia, el italiano Emilio Salgari, a pesar de ser marinero, en realidad parece que no surcó más que las aguas del doméstico Adriático y, sin embargo, fue capaz de escribir algunas de las obras más importantes de este género, ambientadas en el exótico y lejano Índico y, por tanto, muy alejadas del Mediterráneo, entre ellas las que tenía por protagonista a “Sandokán”, “el Tigre de Mompracem” o de Malasia. Ciertamente, para viajar no hacen falta maletas y ni siquiera partir; basta con querer llegar a un destino, aunque sea sin salir de casa. La meta, Ungaretti, está siempre al final del camino, otra cosa es el medio de transporte -o no-medio- con el que lo hagamos.
Foto: Playa de Oyambre./ S. Barra.