Archive for septiembre, 2017

Ciclos

Cuando me he dispuesto a escribir esta nueva entrada, ha venido a mi recuerdo un gran trabajo discográfico de un mítico grupo musical español, “Canarios”, concretamente el que tituló “Ciclos” y que estaba inspirado en una de las composiciones de música clásica más populares y reconocidas: “Las cuatro estaciones”, de Vivaldi. Aunque es la parte dedicada a la primavera la más conocida y reproducida de las cuatro estaciones, tanto de Vivaldi como de “Canarios”, a mí siempre me han gustado especialmente, tanto en la versión original como en la variación inspirada en ella, las referidas al otoño que, si se comparan unas con otras, no dejan de ser a su vez unas variaciones de la primavera porque, en el fondo, ambas estaciones son la cara A y la B de un mismo tiempo, el amanecer y el ocaso de un mismo día, la luz y la sombra que emana del pábilo de una vela que encendida o apagada.

Dando por hecho que una gran mayoría de lectores han escuchado muchas veces la versión clásica de “Las cuatro estaciones” y que tienen perfectamente interiorizada, al menos, la melodía básica de “La primavera”, propongo a quienes no hayan escuchado nunca la moderna que hizo “Canarios” que traten de hacerlo porque, si bien para gustos están, no solo los colores sino también las músicas -y, afortunadamente, muchas cosas más-, “Ciclos” es un buen trabajo musical de un grupo español de los 70 que quiso ir, y fue, mucho más allá de lo que se hacía en nuestro país en esos años. El rock sinfónico de Canarios, grupo liderado por Teddy Bautista -sí, el del reciente follón con las cuentas de la Sgae-, sublimado en “Ciclos”, tenía su referente en grupos muy importantes y de reconocido prestigio a nivel mundial, como Emerson, Lake and Palmer o Focus y, aunque no alcanzaron ni su nivel, ni su fama, ni su longevidad, su trabajo fue más que digno y, sobre todo, valiente, no osado. Este trabajo de “Canarios”, como decía, está basado en “Las cuatro estaciones”, de Vivaldi, pero no es una interpretación de ésta con instrumentos electrónicos, sino que desarrolla melodías que la integran. En “Ciclos”, la primavera, el verano, el otoño y el invierno del año solar son sustituidas por cuatro “actos o transmigraciones” -así se denominan en el álbum original- dedicados al nacimiento, juventud, madurez y vejez de las personas.

¿Y a qué viene este canto a Vivaldi y, sobre todo, a Canarios? Como ya anticipaba al principio, ha sido ponerme a escribir y la inspiración llevarme a los “Ciclos”, tanto del gran compositor italiano como del grupo español, porque si hay un ciclo que en Guadalajara termina, da paso a otro y se acusa de forma remarcada es, precisamente, el que estamos viviendo en estas horas que llegan tras el final de las Ferias de la ciudad. Con la última explosión de luz, color y sonido de los fuegos artificiales que el domingo, 17, pusieron el colofón a las fiestas de la capital ha caído el telón del verano y, con él, lo que este tiempo conlleva, resumidamente calor, vacación y fiesta. Ahora ya toca frío -de momento solo fresco, como aquí llamamos al mismo frío cuando lo hace de verdad, en un ejercicio casi eufemístico-, trabajo -ojalá fuera para todos y, además, bien remunerado- y hábitos de diario, que tienen su virtud, pero casi siempre la lastran la monotonía y el aburrimiento.

Si cuando llega el final de las vacaciones de verano, sea en julio, agosto o septiembre, los cuerpos lo acusan de aquella manera y, cada vez con mayor frecuencia, más que carne de cañón, son carne de diván de psicólogo para aliviar el llamado “síndrome posvacacional”, el final del verano, producido al tiempo que el de las fiestas de la ciudad, es una dura coincidencia que, para muchos, sobre todo los más jóvenes, termina de rematar el hecho de, acabado lo bueno de golpe, tener que reiniciar la disciplina y rutina del estudio o, peor aún, de la búsqueda de trabajo, que a veces parece la del unicornio, un mito irreal e inalcanzable.

Ya ven que, a pesar de que peino canas, de que mis vacaciones las terminé antes de comenzarlas y de que las Ferias apenas me han rozado, mi cuerpo y mi espíritu están aquejados del palo que para ellos trae este tiempo en el que se nos va un ciclo de exteriores y de expansión y se aviene otro de interiores y de regresión; y no me estoy refiriendo a la lineal múltiple, como los matemáticos y afines bien saben. Para mi consuelo, y el de quienes esté contribuyendo a hacer caer en la melancolía propia de este tiempo, me agarro al clavo de que el otoño es la primavera adulta y madura, especialmente en esta provincia en la que las tierras se visten en tonos amarillos, ocres y cobrizos que solo se hayan en las paletas de los mejores pintores. Y para quienes, como “Canarios”, ven en el otoño, no sólo la madurez del año solar, sino la de las propias personas, vaya este verso de Luis de Góngora, un gran poeta español al que el tiempo y el grandioso rival con el que osó discrepar y retarse literariamente, Quevedo, han difuminado en exceso su obra:

Mozuelas las de mi barrio,

Loquillas y confiadas,

Mirad no os engañe el tiempo,

La edad y la confianza.

No os dejéis lisonjear

De la juventud lozana,

Porque de caducas flores

Teje el tiempo sus guirnaldas.

Como verán, en realidad no se trata de una oda a la madurez, sino a la vejez; o sea, al invierno de “Canarios”. Pero denle tiempo al tiempo, que todo llega. Y pasa.

Las Ferias de la Follolla

Como hemos comentado en otras ocasiones por estas mismas fechas, las Ferias de Guadalajara hace ya años que se hicieron tránsfugas del otoño y pasaron a ser de verano, después de nada más y nada menos que siete siglos de celebrarse una semana antes y una semana después de San Lucas (18 de octubre), como concedió en un privilegio otorgado a la entonces villa el rey “Sabio” Alfonso X, en 1260. De aquellas ferias de ganado que se celebraron durante casi 700 años en otoño, casi siempre pasadas por mucha agua y bastante frío, en apenas unas décadas, las cuatro finales del siglo XX, han dejado de ser pecuarias, se han alejado no solo de la festividad de San Lucas, sino también de las del Pilar y de San Miguel, en torno a las que se celebraron algunos años, y se han hecho de verano buscando el calor y el manto siempre protector de la patrona, la Virgen de la Antigua. Una tradición secular y venerada advocación mariana de la ciudad, pero un patronazgo reciente pues data de 1883 y al que precedieron otros, como los de San Agustín y su madre, Santa Mónica, con quienes la ciudad mantuvo votos de patronazgo desde 1364 hasta finales del XIX. Un patronazgo éste que, por cierto, salió de un sorteo, pero esa es ya otra historia.

La verdad es que siempre que se acercan las Ferias echo la vista atrás y me vienen al recuerdo, sobre todo, las que disfruté de niño, en los años sesenta y principios de los setenta, cuando se celebraban en el Parque de la Concordia, en el que las atracciones se disponían siempre en idéntico lugar y era todo un acontecimiento que llegara una nueva porque lo habitual es que se repitieran siempre las mismas. De muy crío sentía una inclinación especial por “El Tren de la Bruja”, que se instalaba junto al kiosco de música; el miedo, controlable y controlado, que me producían aquellas brujas que fustigaban con su escoba a pasajeros y mirones tenía su punto iniciático, precisamente por poder superarlo. Los puestos de tiro, que se situaban en el llamado “Paseo de los curas” -la zona del parque paralela a “La Carrera”– también me atraían mucho, sobre todo aquellos en que, si acertabas a dar con la escopetilla de plomos al pomo de unas coloridas puertas, éstas se abrían y por un carril bajaba una muñeca; el premio por acertar no era la muñeca, no, sino una copa de moscatel, menta, anís o coñac, o un pincho de pepinillo con anchoa, que era lo que nos daban a los menores. O no.

A la adolescencia se llegaba cuando dejabas atrás a la bruja y su tren y las horas muertas se las dedicabas a los coches de choque, los “Skooter Tyris” zaragozanos, que siempre se situaban en la parte baja del parque, cerca de la calle Marqués, que es una de las tres que enlazan Boixareu Rivera con el Arrabal del Agua. En los coches de choque de los años del final de mi niñez y el principio de mi adolescencia, había todo un pase de modelos en los que abundaban los pantalones de campana, los jerseys estrechos y cortos, muchos de cuello vuelto, y los pelos largos, mientras sonaban a tope canciones de Los Bravos, los Brincos, Fórmula V…, como productos nacionales, y Los Archies -y su conocido “Sugar sugar”-, los Bee Gees -entonces con su “Massachussets”, el meloso tema que precedió a su etapa que llevó a las discotecas del mundo la fiebre del sábado noche- y, por supuesto, Beatles y Rolling Stones, como productos de importación de referencia en aquella época en que, al contrario que en el “American Pie” de Don McLean, la música no murió, sino que vivió un impulso decisivo. Un empuje que devino gracias a la radio y, sobre todo, a los equipos compactos reproductores de música -llevándose la palma los de la marca Bettor- y los discos de vinilo, que siempre constituían la primera compra con el primer sueldo de cualquier joven. Entre los coches de coche y el Tren de la Bruja, la Ola; frente a ella, el laberinto de los espejos; un poco más arriba, La Noria, siempre cerca del güitoma y de los caballitos del señor Paco, una persona muy entrañable y que estuvo feriando en Guadalajara hasta muy avanzada edad, pasando por sus cachivaches varias generaciones de guadalajareños. Y no podían faltar, y no faltaban, las tómbolas, las churrerías -recuerdo especial para “La Giralda”– y los numerosos puestos de pinchos -de chorizo, morcilla y lomo, sobre todo- que siempre estaban abarrotados y que se solían situar en la zona del parque más próxima a los números altos de Boixareu Rivera, que son los que van desde la zona que da al paseo de San Roque, el Asilo y las viviendas que están al costado de la calle Amparo, en lo que antiguamente se llamaba el Arrabal de Santa Catalina.

Echada la vista atrás, sin nada de ira y con mucha nostalgia, termino esta entrada con una doble y muy sincera felicitación: Por un lado, a ese gran periodista que hace ya tiempo que es Antonio Herráiz, por el magnífico, emocionante y rabiosamente guadalajareñista pregón de Ferias que ha preparado -y que he tenido ya el privilegio de leer de forma anticipada, lo que le agradezco sumamente- y, por otro, a Armengol Engonga, el concejal de Cultura y Festejos, porque, junto con el competente y profesional equipo de técnicos de protocolo y festejos del Ayuntamiento, ha elaborado un buen programa, a pesar de los recortes que no cesan, y, este año, especialmente, por haber tenido la sensibilidad y el acierto de restaurar de nuevo la comparsa de gigantes y cabezudos. Una comparsa que es historia viva de la ciudad pues su origen se remonta al siglo XVI, cuando formaba parte de la procesión del Corpus, y que, tras ser excluida de ella, durante mucho tiempo pareció ser definitivamente desplazada de nuestras calles y olvidada para siempre, pero que se incorporó a las Ferias por primera vez en 1900 y constituye una de sus más emblemáticas señas de identidad.

A algunos les llamarán mucho más la atención los grandes eventos festivos del programa, pero, aunque hace ya mucho tiempo que dejé de ser niño, lo primero que busco en el programa de Ferias de cada año son los días y las horas en que los gigantes y los cabezudos vuelven a salir a la calle porque, como Saint Exupery, el padre del “Principito”, creo que “el mundo es una cosa muy grande, pero llena de pequeñas cosas hasta los bordes”. Y, con esa filosofía, a mí me parecen aún más grandes de lo que ya son los gigantes que representan a los chinos de la Cotilla, los alcarreños –Roque y Antigua-, los reyes cristianos –Alfonso VI y Constanza de Borgoña-, los africanos –Al Faray y la Princesa Elima– y los americanos –Moctezuma y Malinche-, el Marqués de Santillana y la Princesa de Éboli. También me resultan tremendamente familiares y emotivos los cabezudos del Mañico, Pachi, el Bandolero, Drácula, el Demonio, la Española, la Mestiza, Don Quijote y Sancho -estos dos, representación exacta de los que salieron como gigantes en 1900-, el Visera loca, el Corregidor, Mangurrino -incorporado en 2001 en recuerdo y homenaje al apreciado personaje popular del mismo nombre- y Don Agapito, el más reciente, donado hace diez años a la ciudad por la peña del mismo nombre. Y dejo para el final un cabezudo muy conocido, el de la Vieja, cuya imagen está inspirada, al igual que la de Mangurrino, en un personaje popular de la ciudad -aunque no tan querido como él- que vivió a principios de siglo y a la que se conocía con el nombre de “La Follolla”. Precisamente, la imagen que acompaña este texto, es una fotografía de ella que se publicó en “Flores y Abejas” en 1912.

¡Felices fiestas, paisanos!

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