Aunque, por supuesto, no era oro todo lo que en ella relucía, vista la deriva que está tomando la llamada “nueva política”, sin dudar lo más mínimo me quedo con la “vieja” y mi elección no la condiciona la nostalgia ni compartir lo afirmado en el manriqueño verso de “cualquier tiempo pasado fue mejor”, sino la constatación de que la política de ayer fue capaz de lograr esa gran “fazaña” política española que fue la Transición -no confundir esta “fazaña” con las sentencias de los viejos comunes castellanos que, compiladas, formaban sus viejos fueros-, mientras que la de hoy es, en gran medida, puro tweet y populismo de tres al cuarto, irresponsable en no pocas ocasiones y hasta disparatado en algunas también.
El término “vieja política” lo han acuñado, precisamente, quienes pretenden beneficiarse de la por ellos también bautizada como “nueva”, con el fin de que aquella parezca pura obsolescencia, óxido y hasta detritus, mientras que ésta irrumpe como si de un sol naciente se tratara, brillante, esplendoroso y límpido. Puro marketing político que, de momento, va dando, sobre todo a dos de los adalides de la “nouvelle politique” española, Podemos y Ciudadanos, muy buenos resultados. Así las cosas, los morados han pasado de las acampadas de protesta, los “scratches” y las posiciones y acciones antisistema a tener 67 diputados en el Congreso. Por su parte, los naranjas, tras ser una opción solo con cierta relevancia en Cataluña, virar ideológicamente de la socialdemocracia al liberalismo como el que cambia de jersey -no he querido decir chaqueta intencionadamente- y abstenerse de ejercer el poder e inclinarlo con cierta veleidad, ora a la izquierda ora a la derecha, han logrado tener 32 señorías en el palacio de la Carrera de San Jerónimo. Y continúan subiendo como la espuma, según las encuestas, al menos los de Rivera.
Cierto es que la “nueva política” nace porque la “vieja” se enroca, envicia y enfanga en exceso, dando lugar a que muchos sectores de la sociedad, especialmente los más críticos de ella, generalmente los jóvenes, se harten de la añosa y se entreguen a la bisoña. Un darse a ella que, en algunos casos, se ha hecho con verdadera y hasta peligrosa fruición; y digo peligrosa porque a la política, sea vieja o nueva, no conviene abrazarla apasionadamente como si fuera una amante larga e intensamente deseada, sino, simplemente, tomarla de la mano como si de una novia y con mucho camino por delante para llegar a mayores se tratara. Pero, aunque la “vieja” política haya cometido muchos errores y hecho no poco por sí misma para dar paso a la que se vende como “nueva”, aquella no puede, no debe ser laminada y excluida como si estuviera apestada, incluso por mucha corrupción que la salpique y por no haber sabido atajar o, al menos, amortiguar una dura crisis que ha hecho y aún hoy hace sufrir a muchas personas. En defensa de la “vieja política” es justo recordar que nos ha traído el período de democracia plena más amplio en fondo y forma y de mayor bienestar social y económico de la historia de España, un período que corre el riesgo de finiquitarse porque, precisamente, a algunos actores de la “nueva política” les conviene que así ocurra por sus intereses de bandería y no generales.
Muerta la “vieja política”, piensan algunos -en este caso los morados- mientras se frotan las manos al tiempo que echan cuentas de futuros réditos electorales, morirá también su gran obra, la Transición, y así podrán retrotraerse a un tiempo en el que acabarían con la monarquía constitucional -para dar paso a la república, tras dos fiascos previos en el XIX y el XX-, con las autonomías -para posibilitar el federalismo plurinacional y, llegado el caso, la independencia de algunas comunidades-, y con el modelo económico social liberal -para regresar a los modelos marxistas que, por cierto, no es que sean viejos, es que son pura antigualla-.
Muerta la “vieja política”, piensan otros -en este caso los naranjas-, al tiempo que calculan con tics de avaro las cotas de poder que van a alcanzar, iniciaremos una nueva “Transición” hacia un mundo feliz de verdad, no el de Aldous Huxley, en el que quitaremos a los que están para ponernos nosotros, porque los que están son malos y corruptos, y nosotros, buenos y honorables hasta el extremo; además, nosotros, como pedía Galileo Galilei, podemos dar al mundo de la política española un punto de apoyo imprescindible para que pueda moverse y otros la tienen con freno y marcha atrás. Hay muchas diferencias ideológicas de fondo entre Podemos y Ciudadanos, sin duda, y tengo claro que serían mucho más útiles para España las posiciones políticas de los segundos frente a las de los primeros, pero me preocupan sus excesivas coincidencias en formas y estrategias, sobre todo en ese leitmotiv común de ambos que parece concretarse en un “vuestro tiempo ha pasado y ahora nos toca a nosotros”.
Sé que es un síntoma de que me estoy haciendo mayor, incluso de que ya lo soy más de lo que a mí me gustaría, pero echo de menos aquellos años de finales de los setenta y los ochenta del siglo XX en que fue posible que, no solo las tradicionales dos de Machado, sino muchas “españas” más, se pusieran de acuerdo -renunciando todas a muchas cosas, incluso algunas casi a alguno de sus principios- para hacer posible un camino democrático pleno para España, ejemplo de revolución pacífica y desde la ley a la ley dado al mundo por un pueblo hasta entonces tenido por belicoso, vehemente y racial. Ese camino no puede, no debe acabar en un precipicio que es al que algunos están dispuestos a conducir a España con tal de llevar razón y acaparar poder.
Y a los de la “vieja política” les pido autocrítica, reflexión, regeneración -refundación, incluso llegado el caso- y renovación, pero que nunca se olviden del espíritu e, incluso, la letra de la Transición.