Decía Antoine de Saint Exupéry, el padre del “Principito”, que “el mundo es una cosa muy grande llena de pequeñas cosas hasta los bordes”. Parece mentira que un aviador militar como era él, a quien se le presupone una personalidad enérgica, fría y racionalista para dominar su aparato y combatir en el aire, tuviera la sensibilidad y la ternura tan a flor de piel como para escribir algo con tanta delicadeza como ese conocidísimo cuento poético y decir cosas de tanto calado y sensibilidad como las que contiene la frase de la cita.
Recordé este pensamiento de Saint Exupéry -cuyo memorial en el Panteón de París se limita a una referencia a él grabada en un muro pues sus restos no pueden reposar allí como los de otros ilustres franceses al haber desaparecido en 1944 en una misión de reconocimiento aéreo en el Mediterráneo durante la II Guerra Mundial- cuando pasé cerca del singular y conocido pino inclinado que hay junto al parque de la Concordia, cerca del inicio del paseo de San Roque, y cuyo entorno, recientemente, ha sido urbanizado y adecentado, dignificando al árbol, a quien ha ordenado que se acometiera esta actuación y a la propia ciudad.
El pino inclinado, inclinadísimo, de la Concordia, no es un árbol más de los muchos que hay en esta ciudad en la que, afortunadamente, podemos disfrutar de numerosas y amplias zonas verdes, uno de los factores decisivos para que en ella gocemos de una apreciable calidad de vida. Los parques son los jardines compartidos de todos los ciudadanos, especialmente de quienes no los tenemos privados, que somos la inmensa mayoría. Un parque es patrimonio y monumento vivo de una ciudad que crece con sus ciudadanos, que siente como sus ciudadanos y que, a veces, hasta padece como ellos. Al parque vamos de la mano cuando somos pequeños, en él intentamos tomársela al primer amor cuando moceamos, a él y también de la mano llevamos a nuestros hijos y en él cogemos del brazo a nuestros mayores, al igual que a nosotros nos lo cogerán algún día. El parque cambia y vive con nosotros.
El pino inclinado de la Concordia, como decía, no es un árbol más de esta ciudad con tanta arboleda encontrada, que no perdida como la de Alberti; es uno de sus árboles más singulares porque, bien al contrario que la gran mayoría de sus congéneres, ha jugado a la horizontalidad en vez de a la verticalidad, a buscar con su tronco la tierra en otros solo reservada a las raíces, a huir del cielo en vez de buscarlo con su copa, acaso porque siempre puede esperar. A ese pino le han querido condenar a muerte muchas veces gentes que preferían verlo talado y dejando un par de plazas de aparcamiento más, antes que permitirle seguir creciendo en paralelo al suelo; doy fe de ello porque siendo concejal de parques y jardines del ayuntamiento de la capital, fueron varias las ocasiones en que recibí presiones para proceder a su tala, algo a lo que me negué como es evidente que han hecho quienes me han sucedido en esa responsabilidad. La vida de un árbol, y más si es singular como este, vale más que el racionalismo urbanita que, disfrazado de pragmático, no deja de ser brutalismo. Una ciudad sin coches es posible; sin árboles, no lo es. No solo es posible, sino deseable; y no voy de ecologista cañí por la vida, sino de simple naturalista que goza con la vida animal y vegetal y no tiene el corazón de mineral. Talar un árbol porque esté inclinado y sea viejo es lo mismo que quitar la vida a una persona por tener una minusvalía acusada, ser mayor o, sencillamente, ser distinta. ¡Vivan las diferencias, aúpa los adjetivos frente a los sustantivos, bien por quienes se salen de las autovías para transitar carreteras comarcales, un diez para quienes cuentan los astros luminosos, acaso guiados por el Principito cuando se pregunta si las estrellas se iluminan con el fin de que, algún día, cada uno pueda encontrar la suya!
El pino inclinado de la Concordia, gracias al adecentamiento y ornato acometido en su entorno por el ayuntamiento de Guadalajara, ya no está ocupando plazas de coches, ni rodeado de contenedores de basura, ni desahuciado esperando su lanzamiento de la mínima porción de ciudad que ocupa. El pino inclinado, inclinadísimo, de la Concordia no estaba tumbado esperando la muerte, estaba dormido. Está dormido.
Siendo niño, yo me he subido a ese pino sin la necesidad de trepar gracias a su generosa inclinación, de mozo he pelado la pava con alguna chica junto a él, ya de padre, he llevado a mis hijas a que fueran ellas las que anduvieran sobre su tronco y junto a él he recibido los últimos consejos de mi padre cuando la Concordia se convirtió, ya en su vejez, no solo en su jardín, sino en su cuarto de estar. Parafraseando a Saint Exupéry, aunque poniendo pino donde él puso rosa, me congratulo mucho de que el pino inclinado de la Concordia, mi pino, tu pino, el pino de él, nuestro y vuestro pino, el pino de todos, pueda seguir durmiendo: «Fue el tiempo que pasaste con tu pino lo que le hizo tan importante”.