En España, y en las partes del mundo mundial –perdón por el pleonasmo- en las que no están a lo que deben estar, hace tiempo que más que la Constitución de la concordia –cuestionada, erosionada, zaherida, incluso desde el actual gobierno, y no pocas veces incumplida- parece que nos rigiéramos por la Ley de Murphy; es decir, que siempre sucede lo peor de lo que nos podría suceder, algo que gráficamente se resume en que si se cae una tostada al suelo, siempre lo hace por el lado de la mantequilla. No pretendo despedir el malo malísimo 2020 desde una perspectiva de fatalidad, pero es que estamos en la fatalidad misma y por ello no encuentro otro ángulo que no sea fatal para mirar al futuro. Bien sé que la vacuna del coronavirus se ha comenzado a inyectar, además en Guadalajara, y que, solo por ello, ya hay motivos para la esperanza, pero es que menos de 24 horas después de que una enfermera del Sescam pusiera en el brazo de la nonagenaria Araceli Hidalgo, en la residencia de los Olmos, la primera dosis del fármaco desarrollado por Pfizer, se anuncia que la segunda entrega de vacunas se va a retrasar al menos un día. Un día es muchísimo menos que veinte años y veinte años no es nada, como dice ese tango de los tangos gardeliano y porteño que es “Volver”. ¡Pero ya empezamos…!
2020, ciertamente, ha sido un “annus horribilis” no solo para España, sino para la humanidad entera, pues el/la Covid 19 –yo sigo con el lenguaje inclusivo con el bicho o la bicha, no sea que se enfade Irene Montero– se ha llevado por delante millones de vidas en todo el mundo y ha dejado un rastro de enfermedad, dolor y dificultades sociales y económicas añadidas que, hace apenas un año, eran imprevisibles cuando nos felicitábamos efusivamente el año con uvas, cava, champán o sidra mientras veíamos la retransmisión de las campanadas del reloj el 31 de diciembre en la madrileña Puerta del Sol. 2020 ha estado a la altura de 1918, cuando la anterior gran pandemia mundial, la mal llamada de “la gripe española”, también hizo estragos. El año del coronavirus, incluso ha tenido más nexos de unión con los períodos de los letales y destructivos conflictos bélicos acaecidos en el siglo XX que con un tiempo de paz. Y los primeros meses de 2021 es muy probable que se parezcan bastante a los diez últimos de 2020 porque la vacuna tardará su tiempo en ser efectiva y en llegar a un porcentaje suficiente de la población como para que alcancemos eso que gráficamente se ha llamado “inmunidad de rebaño”. No se si haciendo rebaño en torno a Pfizer pondremos un escudo infranqueable al coronavirus, lo que sí tengo muy clarito es que, por nuestro comportamiento grupal, no pocas veces atontolinado, adocenado y aborregado, más que pastores parecemos ovejas… y cada día hay más lobos al acecho para sacar partido de esa realidad lanar hacia la que nos conducimos y a la vez nos conducen. O paramos los ministerios de la verdad, los pensamientos únicos, las normas invasivas de la privacidad, las agresiones a los valores cristianos –pilar de la sociedad europea, como el derecho romano y la filosofía griega- y otras herramientas de similar calado y calibre, como la propaganda y la información/opinión de bandería, o los virus liberticidas no van a tener vacuna.
No era mi intención llegar tan lejos en este post que va a estar en línea a caballo del 20 y del 21 y que pretendía que fuera más bien laxo, pero los caminos del pensamiento y la palabra son inescrutables, como los del Señor que acaba de nacer en Belén para todos, aunque hay muchos que prefieren no darse por enterados, quizá porque bastantes no podrían aguantar la mirada de ese niño. Quienes quieran ir a Belén, adonde no es necesario ningún salvoconducto para llegar y no hay toque de queda alguno, este año lo tienen más fácil que nunca pues la alineación planetaria y cercanía visual de Júpiter y Saturno posibilitan que vuelva a verse la estrella que condujo a los Magos de Oriente hasta la aldea de Judea para adorar a Jesús, algo que no sucedía desde hace 800 años. Según el astrónomo Patrick Hartigan, la llamada “Estrella de Belén” no es solamente una estrella, sino que se trata de una alineación planetaria única. Este fenómeno es una ilusión óptica provocada por la posición de la Tierra respecto al Sol. En la Navidad de 2020, Júpiter y Saturno están tan cerca que visualmente parece una sola estrella que brilla conjuntamente en el firmamento. Los días más adecuados para ver este fenómeno ya han pasado –fueron el 16 y el 21 de diciembre-, pero sabido es que las estrellas son como los amigos de verdad: no hace falta verlos para saber que están ahí.
Esa estrella que guía a Belén lo mismo a reyes que a pastores, este año también ha pasado por el pico del Águila, junto a Taracena, como puede verse en el montaje que yo mismo he hecho, con más voluntad que acierto, sobre una foto tomada en la limpia y fresca albada del día de Navidad. Esa misma mañana, a apenas un par de kilómetros de ese monte alcarreño de libro, aparecía el cuerpo sin vida del joven de 20 años, Gabriel, desaparecido unos días antes y estrechamente vinculado al pueblo por lazos familiares. No hay, no puede haber, nada más desgarrador que una muerte joven. Los cadáveres “bonitos” –ese mito sobre el rastro físico de la muerte joven parte de una frase pronunciada por Humphrey Bogart en “Llamad a cualquier puerta”- son más dolorosos y luctuosos que ninguno otro porque la vida segada a tan temprana edad es terriblemente injusta, dramática y antinatural. ¡Que la tierra te sea leve, Gabriel, y tu familia encuentre pronto el sosiego que ahora parece imposible!
Definitivamente, 2020 ha sido un año horrible. Difícilmente 2021 va a poder ser peor; en ello cimentaremos nuestra esperanza.