Uno de estos días cumpliré (o habré cumplido, depende de cuando se lea este post) 60 años de edad. Afronto este cumpleaños con una sensación de cierto vértigo pues es seguro que ya he vivido bastante más de lo que me queda por vivir, la juventud es un recuerdo cada vez más lejano, incluso a veces borroso, y ya estoy en el atardecer de la madurez. No tardarán, por tanto, en salir los primeros soles de mi vejez, aunque me resistiré a ello todo lo que pueda, no porque esta edad no tenga sus afanes, que los tiene como todas las edades, sino porque me da mucha pereza llegar a ella cuando bien se que aún me quedan no pocas cosas para terminar de madurar. Envejecer antes de tiempo es tan malo como no terminar de madurar y ya ser viejo. Veremos en que tesitura me sitúa a partir de ahora la vida porque desde muy joven parecí ser mayor, probablemente porque siempre procuré juntarme con personas de más edad, atraído por su experiencia y sabiduría, que yo convertí en referentes y liderazgos. También me ayudó a parecer mayor, aún sin proponérmelo, el hecho de ser el hermano pequeño en mi familia pues, aún a veces sin yo quererlo, la vida de mis dos hermanos mayores la asumí como propia, acelerando mi reloj y adelantando mi calendario.
No es mi intención hacer un impúdico “strip tease” emocional con motivo de mi 60 cumpleaños para lamerme en público la herida de llegar a una edad ya de flores caducas, aunque de ellas están hechas las guirnaldas, como defendía Góngora la senectud con uñas y dientes culteranos en su romance “Que se nos va la pascua, mozas”. Cumplir sesenta años no es una cuestión baladí, primero por haber llegado a ellos y segundo por hacerlo con una salud razonable como para afrontar con esperanza y sueños la nueva década vital que me abren. Lo de la salud lo digo con mucho recelo porque bien cerca he tenido, no uno, sino varios ejemplos de personas muy cercanas y queridas a las que la vida les ha partido como si fuera un rayo, de manera fulminante, inopinada e inesperada. Jamás divisaron la puerta de sus vidas que la guadaña iba a abrir de sopetón, pero llegó la parca antes de que les diera tiempo a empujar su barca, no en un levante otoñal, como en el precioso “Mediterráneo” de Serrat, sino ya en un poniente que devino en ocaso.
Cada año que se cumple es tiempo de punto y seguido; cuando se es muy joven, incluso basta con una coma o, a lo más, con punto y coma para proseguir viviendo sin mayor reflexión ni miramientos tras cada día de aniversario. En cambio, cumplir 60 entiendo que es ya cosa seria, tan seria como para, al menos, abrir un punto y aparte existencial que me permita reflexionar, hacer balance e inventario, para, eso sí, no quedarme solo ahí, sino relanzarme, coger impulso y, si hiciera falta, hasta reinventarme. 60 años pueden ser mucho o nada, como los 20 del tango de Carlos Gardel, porque la vida, más que cronología, es filosofía, a veces con letras y otras solo con música. Y de todas las definiciones de filosofía, me quedo con la cuarta y quinta entrada que de esta palabra se hace en el diccionario de la RAE: “Serenidad para soportar los contratiempos” y “Sistema particular de entender la vida y todo lo relativo a ella”. Esto que acabo de decir es un epígono de la recurrente cita de Ortega y Gasset en la que afirma que “el hombre, más que biología, es biografía”. ¡Qué gran verdad!
En estas sesudas reflexiones ando estos días, cuando me da la vida para ello porque últimamente, entre mi tarea profesional y mi vocación periodística y literaria -acabo de presentar mi primer poemario, he terminado ya de escribir el segundo y dentro de un mes presento un nuevo libro, “Tiempo de Pasión”, del que pronto daré noticias-, ando más liado que un gato con un menudo o que la pata de un romano, por recurrir a dos citas populares de primer escalón. Es evidente que, aunque los 60 años por cumplir o ya cumplidos me inviten a hacer un punto y aparte en mi vida, yo quiero seguir agarrándola por las orejas y tirar de ella como de un burro lo hace el ronzal, concediéndole, a lo más, un punto y seguido.
Decía antes que cumplir 60 años invita a hacer balance al llegar a ellos. En uno de urgencia y aproximación, he decidido titular esta entrada “Gracias a la vida”, como la preciosa canción de Violeta Parra, versionada por otras grandes cantautoras, como Mercedes Sosa o Joan Baez. Sí, gracias a la vida que me ha dado (y quitado) tanto. Ciertamente, me ha dado infinidad de personas y cosas por lo que debo estar agradecido: familia y amigos, sobremanera, pero también me ha quitado o dañado gravemente a personas de forma desgarradora, que es infinitamente peor que perder cosas. Personas que se me han ido mucho antes de tiempo -a los 37 años mi hermano mayor, Alfonso, y a los 61 mi segundo hermano, Carlos-, quedándome en una dolorosa orfandad, solo aliviada por la hermandad con Javier Borobia, no de sangre, pero sí de todo lo demás, que cultivé y guardo con celo. Alfonso y Carlos fueron mis referentes, uno con su rebeldía y su bohemia elegante, y otro con su talento y su talante. Muertos biológicamente los dos, me quedan sus ejemplos y sus recuerdos; sus biografías y nuestros afectos mutuos quedan a mi calor y cuidado. Con Javier, aún me restan el ejemplo de su tenaz resistencia ante las dificultades con la que ha decidido sobrevivir, además de la inteligencia y la bondad con las que hizo el camino mientras la vida se lo permitió. En todo caso, mis tres hermanos viven y vivirán en mi corazón y no habrá guadaña capaz de arrebatármelos del todo.
60 años después de aquel día en que me parió mi madre -una grandísima mujer llena de sencillez-, aquí estoy, en el camino, junto a mi mujer, Isabel -los ojos y la sonrisa que me cautivaron-, mis hijas, María -con su bonita cara que al nacer se me antojó un pedazo de la luna- y Ana -con su infantil madurez y alegre sonrisa-, y Darío -mi nieto con nombre de poeta, mi precioso niño de naranja y de miel-. Gracias a la vida, sí, a pesar de los pesares.