El 23 de abril es una de esas fechas señaladas que tiene el calendario y en la que se conmemoran -o se debían conmemorar- muchos y relevantes hechos y cosas. Este año ha caído en sábado por lo que esta circunstancia ha podido despistar al personal que pone el pie en el estribo para picar al jaco del ocio sin perdonar fin de semana alguno, sumándose a los que les da igual en qué día caiga esta fecha porque tres pepinos les importan Cervantes, Shakespeare, el Día del Libro, Villalar, los comuneros, San Jordi y las rosas, en este caso porque solo ven en ellas las espinas de su tallo, pero no la fragancia y la belleza de sus pétalos.
Este 23 de abril sabatino se ha conmemorado el 501 aniversario -efeméride con números de marca de coñac peleón- de la batalla de Villalar, fiesta oficial de Castilla y León, mientras que Castilla-La Mancha va a celebrar la suya el 31 de mayo, coincidiendo este año con la conmemoración del 40 aniversario de la aprobación del estatuto de autonomía regional. La pátina de antiguo y la fuerza del hecho que se conmemora de la fiesta castellano y leonesa, no tienen parangón con la bisoñez y relevancia solo político-administrativa de la castellano-manchega. Desde que el actual estado de las autonomías la dividió en cinco comunidades autónomas, Castilla y lo castellano -así, sin apellidos- se han diluido, mientras emergían y compactaban otras comunidades de España que no han hecho tanto por ella. Quizá sea ese el precio que ha pagado Castilla por apostar por España en detrimento de sí misma, mientras que otros solo y siempre han apostado y seguirán apostando por sí mismos. En todo caso, ahí queda Villalar como colosal monumento -aunque sea la corona fúnebre tras su derrota- al movimiento comunero, un hecho singular donde los haya pues pocos como él en Europa se levantaron con tanta fuerza durante el antiguo régimen contra un rey, que además era todo poderoso, enarbolando pendones de libertad y justicia. Villalar y el 23 de abril, para mí y se que para muchos más, aunque bastantes de ellos hablen desde el silencio, seguirá siendo la gran fiesta castellana, mientras que el 31 de mayo es, simplemente, una buena ocasión para ir de festivo a un Madrid en jornada laborable.
Pese a que un instituto catalán llamado “Nova Història” -que recibe generosos dineros de la Generalitat y tiene a su servicio el altavoz propagandístico que es TV3-, diga que Cervantes y Shakespeare eran una misma persona y catalana para más señas -el delirio nacionalista es capaz de convertir a don Quijote en el más cuerdo de los personajes literarios-, el 23 de abril se conmemora el Día del Libro porque en esa fecha fue enterrado el escritor alcalaíno y en ella murió el inglés, además del Inca Garcilaso de la Vega, un notable escritor mestizo hispano-peruano de la segunda mitad del XVI y primeros años del XVII. La propuesta de fijar la celebración del Día del Libro a nivel mundial en esta fecha partió de España, que ya la celebraba en ese día desde 1930, y la asumió como propia la UNESCO en 1988. 92 años tiene ya, por tanto, esta celebración en nuestro país en la que los libros son protagonistas de una jornada que en muchos lugares del mundo tiene su propia singularidad, como es el caso de Barcelona donde existe la bonita costumbre de regalar ese día un ejemplar de una obra, al tiempo que una rosa, conmemorándose así también San Jordi, patrón de Cataluña. Los ultramontanos separatistas conmemoran esa fecha de otras formas, pero muchísimo menos bellas.
En la provincia de Guadalajara, si hay un icono que muchos elegiríamos como imagen del Día del Libro, ese, sin duda alguna, sería el Doncel de Sigüenza, la extraordinaria estatua yacente del sepulcro de Martín Vázquez de Arce que se localiza en la capilla de San Juan y Santa Catalina, en la seo seguntina. La estatua del Doncel, de autor anónimo, está considerada por muchos expertos, entre ellos Antonio Herrera Casado -quien, por cierto, este año cumple 50 como Cronista Provincial y habrá que homenajearle por ello como se merece- “como una de las mejores obras de arte de la escultura de todo el occidente europeo”. Incluso el filósofo Ortega y Gasset dijo de ella que era “una estatua de las más bellas de España”. La extraordinaria factura de la efigie del Doncel, sus nítidas líneas renacentistas en un tiempo aún gótico, sus proporciones, su acabado y esa unión, aparentemente, antitética del soldado hombre de letras, nos permiten especular con cierta base que su anónimo autor conociera muy de cerca la escultura auspiciada por los Médicis, en Florencia, en tiempos del “Quattrocento” italiano. El Doncel es Martín Vázquez de Arce, pero bien podría ser Cosme o Lorenzo de Médicis, aguerridos soldados cuando tocaba combatir, pero hombres de artes y letras en el diario vivir. A este respecto cabe recordar la ascendencia que tuvieron los Médicis sobre los Mendoza y la de éstos sobre los Vázquez de Arce. Precisamente, ese hecho excepcional y hasta contradictorio de que la estatua represente a un soldado leyendo, la convierten en una reivindicación pétrea y permanente del libro y la lectura. El castellano, como todos conocemos, es una de las lenguas romances que devino del latín; pues bien, los romanos no comenzaron a practicar la literatura en su nuevo idioma hasta que hicieron suyo el “Mare Nostrum”, anteponiendo la guerra a las letras. “Primun bellum, dein litterae” (“Primero, la guerra, después la literatura”), debieron pensar, de tal forma que, pese a comenzar a forjar su imperio desde el siglo VI a. de. C., hasta finales del siglo III y principios del II, cuando conquistaron Cartago y Grecia, Roma no produjo literatura propia, momento en que Livio Andrónico escribió los primeros poemas en latín. En El Doncel, en nuestro joven soldado lector por los siglos de los siglos, su escultor anónimo fue capaz de unir como nadie la dialéctica y el coraje, como dijo el ya citado Ortega. Sin duda, el Doncel representa el eterno día del libro.