Cuando escribo esta entrada estamos justo en medio del “puente” de Todos los Santos que ha llegado en un otoño de temperaturas templadas y escasa lluvia, bien por lo primero, pero mal, muy mal por lo segundo porque la lluvia de octubre es aún más necesaria que la de abril. En realidad, precisamos el agua en todo tiempo, pero el otoño y la primavera son las dos estaciones en que más conviene su caída por los ciclos biológicos que condicionan vida y naturaleza. San Martín, que nos suele esperar con su veranillo a mediados de noviembre, este año ha debido hacer pachas con San Miguel, que también tiene el suyo a finales de septiembre, y en este otoño vamos de veranillo en veranillo y por ello aún más de puente en puente, como si jugáramos a la Oca y nos llevara la corriente… No obstante, cuidado, que esto es Castilla, “que faze a los homes pero también los gasta”, como sentenció Alfonso Fernández Coronel ante Juan Alfonso de Alburquerque, valido de Pedro I de Castilla, cuando aquel iba a ser ejecutado por supuesta traición al monarca –“Cruel” para unos, “Justiciero” para otros-. Tras su degollación, fue enterrado en la iglesia conventual de Santa Clara -hoy parroquial de Santiago-, en Guadalajara, comunidad fundada por su bisabuela, María Fernández Coronel. En esa Castilla que hizo y deshizo a Fernández Coronel y a tantos otros, como después le ocurrió al mismísimo rey que le había mandado ejecutar, más veces de las deseadas no hay primaveras ni otoños, pero lo que nunca falta son veranos e inviernos, incluso fuera de sus propios tiempos, antes y después de los solsticios.
Los puentes de antaño solían ser de piedra, pero los de ahora son de papel de calendario y por debajo de ellos no pasa agua, sino que sobre su tablero virtual se unen días festivos con laborables de tal manera que éstos pasan a tener la condición de aquéllos. Con este tipo de puentes festeros, trampantojos de los de verdad, Simón y Garfunkel no podrían haber cantado su preciosa balada del “Puente sobre aguas turbulentas”, ni la conocida “Silbada del Coronel Bogey” hubiera pasado a la historia de las bandas sonoras del cine al ser interpretada en “El puente sobre el río Kwai”, ni siquiera Juan Antonio Bardem hubiera podido llevar a Alfredo Landa a Torremolinos en su película “El Puente”, de 1977, una “road movie” en la España de la Transición, mitad landismo puro y duro, mitad “Los Santos Inocentes”.
En la provincia de Guadalajara hay varios puentes históricos muy notables, algunos de ellos calificados de “romanos”, pero que no todos los son; es más, la mayoría de ellos son de época medieval, románicos en todo caso, pero no romanos. Sin duda sí que lo es lo que queda deI de Murel, en el término de Carrascosa de Tajo, cerca de donde se fundó inicialmente la comunidad cisterciense del monasterio de Óvila. También en los alrededores de Sigüenza, en la misma carretera que deviene desde la A-2 hasta la ciudad del Doncel, hay evidentes restos de un puente y de una alcantarilla romanos, como en Zaorejas están los singulares vestigios de su acueducto que allí llaman “Puente romano”. Los interesantes puentes de Valdesotos, Gárgoles de Abajo y Ablanque, entre otros, también son generalmente adjudicados a los romanos, pero su más que probable fábrica es posterior, medieval seguramente. Eso de “romanizar” puentes y otros restos de ingeniería civil estuvo muy extendido, sobre todo en las etapas de la historiografía más localista -fundamentalmente practicadas entre los siglos XVI al XIX- y aún hoy perviven sus ecos patinadores -de pátina y de patinazo- de antigüedades forzadas. Hay mucho falso cronicón contra la historia. Como ejemplo paradigmático de lo dicho, tenemos el propio puente árabe de Guadalajara, llamado romano hasta en las guías turísticas oficiales no ha tanto de ello, cuando data de la segunda mitad del siglo X y primera del XI y fue iniciada su construcción en tiempos de Abderramán III, el primer califa omeya cordobés.
Pero si hay un puente por excelencia en la provincia, ese es el que dice la leyenda urbana -en este caso, más bien rural- que el Conde de Romanones prometió construir en campaña electoral en un pueblo que ni si quiera tenía río, añadiendo a su promesa, cuando fue advertido de ello, llevar allí también un curso fluvial para que el puente tuviera sentido. Pese a que Don Álvaro de Figueroa y Torres, el ínclito Conde de Romanones, practicó con fruición el “caciquismo” político, algo no solo propio de él sino de la forma de hacer política de su época, ni esta supuesta promesa del puente donde no había río ni otras de similar catadura -y caradura- a él achacadas son ciertas. Bien al contrario, don Álvaro dejó escrito que muchos de los hechos y dichos recalcitrantemente caciquiles que se le adjudicaban, no tenían un ápice de verdad, sino que eran pábulos de rumores exagerados de sus rivales políticos y consecuencias de su propia fama como irredento ganador de elecciones en la provincia de Guadalajara. En esta frase literal y cierta del propio Conde, recogida en su “Breviario de política experimental”, editado en 1944, seis años antes de su muerte, podemos encontrar uno de los puentes dialécticos con los que él atravesó el río de la política: “Es más fácil defenderse de la calumnia que de la murmuración. Aquélla nos ataca, ésta nos envuelve”.
Y ya que estamos con el Conde y que se aproxima una larguísima campaña electoral que concluirá el 28 de mayo de 2023 con la celebración de elecciones locales y autonómicas, vamos a terminar con otra frase ciertamente suya que explica, al menos en parte, sus reiterados éxitos en las urnas: “Las cuatro reglas de la política son: suma cuanto puedas, resta lo menos posible, multiplica con cuidado y divide al adversario hasta hacerle polvo”. Romanones dixit. Amén, Jesús, Churruschuschús.