El pasado sábado, día 22 de julio, atípica y extemporánea jornada de reflexión electoral, en el atrio de la espléndida Colegiata de Pastrana, a los pies de la llamada Cruz del Cementerio, tuve el placer y el honor —aunque suene a tópico les aseguro que no lo es— de prestar mi voz a José Antonio Ochaíta para que, 50 años y 5 días después de morir allí mismo, pudiera concluir el poema que estaba recitando cuando, inesperada y sorpresivamente, le sobrevino la muerte en la velada de “Versos a medianoche” que se celebraba el 17 de julio de 1973. Quienes bien me conocen e, incluso, quienes solo me conocen un poco, saben que soy una persona emocional y emotiva y que dejo traslucir mis sentimientos sin excesiva contención —iba a decir pudor, pero puede malinterpretarse—, lo que no se si es tan bueno para mí, pero desde luego da muchas pistas a los demás sobre mi. Pues bien, con la emoción a flor de piel y, no lo niego, con cierta sensación de estar en el sitio adecuado y en el momento justo, participé en el homenaje que el Ayuntamiento de Pastrana y la Diputación, como una semana antes se había hecho en Jadraque, tributaron al poeta jadraqueño con ocasión del 50 aniversario de su muerte.
El acto, sencillo, íntimo y contenido, como no debía ser de otra manera, lo vertebró la poesía del propio homenajeado, recitándose una medida y escogida selección de sus obras en verso. Juan Carlos Pérez Arévalo, escritor, poeta en experimentación, actor y director de teatro, agitador cultural y tantas buenas cosas más, además de profesor de instituto, precisamente en Pastrana, comenzó el recital bordando el “Autorretrato” de Ochaíta, un extenso poema escrito cuando tenía “la edad de Cristo” —o sea, 33 años—. Juan Carlos dio al poema el ritmo —ágil, pero no atropellado— y el tono —irónico y festivo— que su autor querría haberle dado y llegó con brillantez a ese verso que es una inmejorable definición de Jadraque y la Alcarria: “Nací donde Castilla se viste de perfume”. ¿Se puede definir mejor la Alcarria?
Angélica Santos, actriz aficionada pero ya de largo recorrido, mujer de teatro total y muy activa culturalmente, sucedió a Juan Carlos en aquella rapsodia en malva que aportó la oportuna iluminación de la Cruz del Cementerio y que sirvió de idóneo decorado al recital. Ella recitó sendos poemas de Ochaíta dedicados a las dos grandes mujeres de la historia de Pastrana: Santa Teresa de Jesús (… “Mientras Madre Teresa funda y sueña / hila Pastrana la estameña / para el soldado y para el Carmelita…”) y la Princesa de Éboli (“ …Pero dualizáis tan bien / paganía y cristianía / que el acólito decía / “Amor” por decir “Amén”). Ochaíta, jadraqueño hasta la médula, amaba Pastrana y hasta unas horas antes de allí fallecer, como presintiéndolo, dijo a su amigo, Francisco Cortijo —la carne y hueso del personaje de Don Paco del último capítulo de “Viaje a la Alcarria” (CJC), médico, historiador y exalcalde—: “Me gustaría morir en Pastrana”, aunque después dejó claro que querría ser enterrado en su pueblo, junto a su madre. Y en Jadraque y junto a ella, conforme a su voluntad, fue sepultado el 18 de julio de 1973, tras ser conducido su cadáver en ambulancia en una cálida madrugada alcarreña con el cielo cuajado de estrellas, momento excelso que siempre recuerda Josepe Suárez de Puga pues fue quien le acompañó en su último viaje. Ambos fueron grandes amigos y son y serán siempre grandes poetas.
Tras Angélica llegó el turno de recitación de Carmen Niño, escritora, poeta y “alma mater” de los “Versos a medianoche” y el “Ágora de la poesía” de Guadalajara, además de actriz aficionada de experiencia. Carmen es una mujer pequeña de talla, pero grande en ilusiones y empeños literarios y artísticos. De casta le viene pues su padre fue un gran actor que no llegó a profesional pese a tener ofertas para serlo y su hermano también es actor y hombre de teatro. “La Niño”, que es una gran mujer, recitó una breve pero preciosa pieza que Ochaíta tituló “Enero” y dedicó a su madre, a quien veneraba: “¡Pero enero y ella lejos! / ¡Pero enero sin su amparo! / ¡Pero enero sin la cuna, / milagros es de sus brazos”. Tras este poemita, Carmen recitó el “Romance del acabose”, una de las obras más populares de Ochaíta y que sirvió para que estuviera presente en su homenaje su faceta de compositor de letras de coplas, de canciones y de romances que tanto calaron en la gente entre los años 30 y 70 del siglo pasado, cuando José Antonio desarrolló su más fructífera etapa profesional. Carmen, con su buena recitación, nos ayudó a meternos en la harina de un romance en el que la extrema sensibilidad de Ochaíta tiene rienda suelta y el amor y la muerte (el eros y el thanatos griegos) fluyen en cada verso: “El amor cuando es amor / solo tiene dos certezas: / el odio, verdad de sangre; / la muerte, certeza negra”.
Y al final, y como colofón del acto que hizo regresar, si no la voz, sí la palabra de Ochaíta a Pastrana, exactamente al mismo lugar y a la misma hora donde muriera hacía medio siglo, me tocó a mi el privilegio de completar el poema que estaba recitando cuando le sorprendió la muerte, titulado “Manos nuevas para una tierra vieja”. Es un poema excelso dedicado a la Alcarria y que, a mi parecer, está a la altura de ese otro gran poema alcarreño que escribiera León Felipe en Almonacid (“Sin embargo…/ en esta tierra de España / y en un pueblo de la Alcarria,/ hay una casa / en la que estoy de posada, / y donde tengo prestadas / una mesa de pino y una silla de paja”). Ochaíta murió cuando recitaba estos versos de sus “Manos nuevas para una tierra vieja”, una de sus últimas composiciones: “Tengo la Alcarria entre las manos / pero no se si pesa o no pesa…”. Les puedo asegurar que, cuando en mi recitación llegué a ellos, consciente del épico —y también lírico— momento que 50 años antes habían protagonizado, mi emoción terminó de desbordarse y, al detenerme para que las autoridades —Carlos Largo, alcalde de Pastrana, José María Bris, como representante de la familia, y Plácido Ballesteros, en representación de la Diputación— hicieran en ese preciso instante una ofrenda floral en la placa que recuerda al poeta en el atrio de la Colegiata, di un traspiés y caí al suelo, dando lugar a que alguno pensara que era una sobreactuación mía recordando el último suspiro del poeta bañado en poesía. Y no lo fue, no. Torpe y sobreemocionado, tropecé con el escalón más bajo de la grada de la Cruz del Cementerio y di con mis huesos en el mismo lugar donde Ochaíta cayera fulminado 50 años y 5 días antes. Como pragmático y ya canoso castellano que soy, creo más en las causalidades que en las casualidades, pero en esta ocasión, les aseguro que Ochaíta no me agarró la pierna para hacerme caer, en protesta por mi, solo regular, recitar de sus versos, sino que me caí solito, quizá porque me sobrepasaba el acto.
Como decía al principio, siempre llevaré en mi corazón y en mi recuerdo el día en que terminé de recitar en Pastrana los versos que Ochaíta no pudo culminar porque la sombra de la muerte quiso callar al poeta. Y calló su voz, pero no su palabra. Y que sepa la muerte que a los poetas se les puede hacer callar, pero sus versos hablarán siempre por ellos.