Que Guadalajara no se gusta a sí misma es una frase genial de las muchas que debemos a Javier Borobia, perito en guadalajaras como no ha habido nadie y es improbable que lo haya en el futuro, al menos de su talla humana. Gustarse uno a sí mismo en exceso tiene muchos riesgos, como queda evidenciado en el mito de Narciso, pero gustarse poco, como le pasa a Guadalajara consigo misma, es aún más arriesgado porque a lo que no quieres, aunque sea a ti mismo, lo desprecias y haces muy poco por conservarlo; incluso pones de tu parte para derribarlo. Así, con ese proverbial y lacerante autodesprecio, Guadalajara ha permitido en unos casos y hasta aplaudido en otros que buena parte de su patrimonio material haya desaparecido a manos de piquetas —también de la especulación—, cuando no, directamente, de destructivas máquinas de derribo que son capaces de arrasar siglos en poco más de media mañana. Esta que hoy parece una ciudad inacabada o, peor aún, que en bastantes de sus muchas heridas urbanas del casco histórico no se sabe bien si se está construyendo o demoliendo, también ha dejado caer por pasiva, o derribado adrede, una significativa parte de su patrimonio inmaterial. Aquí compramos muy caro lo que nos venden de fuera y vendemos muy barato lo propio. La raíz de ese mal también está en que Guadalajara no solo no se gusta a sí misma por su aspecto, sino también por su alma y se la vende al diablo con tal facilidad que Mefistófeles tiene puesto fijo en el mercado de los martes. Al de los sábados ni siquiera se molesta en venir.
Esta reflexión, nacida cuando los pastores están de vuelta en el camino que viene de Belén, no es producto de la resaca del cava o el champán, ni de la hiperglucemia que suele devenir tras el hartazgo de turrones y alfajores, es consecuencia de una reflexión en positivo, aunque pueda parecer lo contrario, pues con ella quiero rendir homenaje a la Ronda del Alamín, lo mejor y más autóctono, genuino y singular que le queda a la Navidad tradicional de Guadalajara. Cuanto menos se gusta Guadalajara, cuanto más se desprecia a sí misma, cuanto más barata vende su alma y compra cara las de otras geografías e historias, cuanto más de su tradición se ha dejado en la gatera del tiempo, más brilla y me gusta la Ronda del Alamín, que es la más antigua y mejor cara del folclore arriacense de este tiempo. Nada ha podido hasta ahora con ella, ni siquiera ir perdiendo algunos de sus más significados miembros —como es el caso últimamente de Mariano García o Ángel Calvo, entre otros— porque la vida no perdona ni siquiera a quienes parecen insustituibles. El “castil de judíos”, que es el topónimo histórico del paraje de nuestro actual cementerio y que data de mediados del XIX, está lleno de imprescindibles. Precisamente en ese saber enterrar imprescindibles, no solo los ya citados, sino muchos otros que les precedieron, y querer y saber sobreponerse a ello, radica la fortaleza inmaterial y la continuidad material de la Ronda del Alamín, todo un ejemplo de resiliencia, ahora que está tan de moda esta palabra.
El Alamín, pese a la evidente evolución y transformación física que ha vivido en las últimas cuatro décadas, es el barrio con más personalidad que le queda a aquella Guadalajara medieval en la que convivían judíos, moros y cristianos en tres espacios físicos distintos, pero conurbados. Los cristianos en el eje vertical de la calle Mayor, los judíos en el horizontal de la calle Museo y aledaños, y los árabes, mejor mudéjares, en el entorno de Santa María, con el Barranco del Alamín separando Budierca de la Alaminilla. El propio nombre de Alamín ya nos evoca a la España andalusí y su toponimia, según el diccionario de la RAE, tiene tres acepciones: “juez de riegos”, “oficial que antiguamente contrastaba las pesas y medidas y tasaba los víveres” y “alarife diputado antiguamente para reconocer obras de arquitectura”. Los alarifes eran los arquitectos o maestros de obras en la cultura musulmana y diputado es sinónimo de enviado o mandatado. Revisando estos tres significados de la voz Alamín, he pensado que en la segunda pueda estar la clave del nombre de este barrio arriácense pues el Puente de Infantas y el Torreón alaminero formaban parte destacada de la muralla medieval de la ciudad y sin duda fueron aduana y control de paso y pesos de mercancías, tanto de entrada como de salida de la ciudad. Por cierto que de nuestra histórica muralla apenas quedan algunos trozos de paños aislados: el ya citado Torreón del Alamín, un arco de la antigua y compleja —por su disposición pentagonal y laberíntica— puerta de Bejanque, un mínimo resto de la antigua puerta de Mercado subsumido en la cimentación del edificio que se construyó al inicio de la calle Mayor sobre el antiguo solar que ocupó el popular comercio llamado “El Buen Gusto” y el Torreón de Alvarfáñez, también llamada Puerta de Feria, cuya fábrica es tres siglos posterior al tiempo del amigo del Cid a quien la leyenda atribuye la reconquista de la ciudad. Y digo leyenda y digo bien, como también que fue conquista porque la fundaron musulmanes y más bien por pacto político de ocupación que por épica lucha. Para una vez que ternemos una bonita historia que contar, resulta que es leyenda… Con lo que acabo de decir, no quiero contribuir a un solo derribo más, solo a poner las cosas en su sitio porque las leyendas históricas son las formas con que los hombres han querido explicar y contar su pasado, cuando no lo han recordado bien o cuando han querido engrandecerlo. Y la leyenda de Alvarfáñez y de Guadalajara está escrita en el Poema de Mio Cid, en la conocida como algarada del Henares. O sea que estamos unidos a este personaje histórico que hasta da nombre a uno de nuestros torreones, más por la literatura que por la historia. Bendita literatura. Bendita historia.
Termino ya volviendo a revindicar y a aplaudir a la Ronda del Alamín como el santo y la seña, el corazón, el alma y la voz de la Navidad de Guadalajara. El Alamín, como dice una de sus más conocidas coplas de ronda, es el barrio de los toreros y han ido relevándose primeros espadas y banderilleros sin solución de continuidad, manteniendo una tradición de barrio que ha trascendido y ha asumido como propia el conjunto de la ciudad. De lo particular, se han proyectado a lo universal que también diría, inspirándose en Ortega, mi amigo y hermano del alma Javier Borobia. ¡Larga vida a nuestro “Torito” y a nuestros toreros! ¡Viva la Guadalajara más viva, viva la Ronda del Alamín!