Archive for julio, 2024

La levedad de la tierra

Entre la Virgen del Carmen y Santiago, las dos festividades más señeras que trae el mes de julio en el calendario, se nos ha muerto Emilio Clemente Muñoz, un buen hombre, una buena persona que, además, llegó a ostentar altas responsabilidades políticas provinciales, la más notoria de ellas la presidencia de la Diputación, entre 1982 y 1983. Emilio tenía 78 años el 21 de julio, día en que falleció a primera hora de la mañana, en su casa de Guadalajara, rodeado del amor de sus dos hijos, Emilio y Antonio, del de sus hijas políticas, Nelsy y Sandra, del de sus queridísimos nietos, Nelsy, Mencía, Emilio y Matías, y también del de Mila, su amada esposa Mila que murió demasiado pronto porque el cielo no quiso, no pudo o no supo esperar. Juntos de nuevo, como siempre han estado incluso cuando ella había partido, ya descansan en paz.

                Emilio Clemente nació en Valhermoso, un pueblecito del Señorío de Molina al que quiso tanto que, pese a estar físicamente distanciado de él muchos años por motivos profesionales, regresó y se entregó en cuerpo y alma a él cuando en 1995 fue elegido alcalde, cargo que ocupó todo el tiempo que quiso, concretamente hasta 2011, momento en que consideró que, por razones de edad, debía dejar paso. Fue tan buen alcalde de su pueblo, el cargo político que me consta más le agradó ostentar, que además de ser elegido por mayorías absolutísimas las cuatro veces que se presentó, los vecinos le rindieron un cálido homenaje popular de agradecimiento el 15 de agosto de 2002. Él mismo me contó que aquel momento lo vivió con especial intensidad y emoción y en su discurso de contestación al homenaje, no se arrogó para sí ningún mérito, sino que lo compartió con todo el pueblo abogando por el trabajo comunitario, la paz social y la ética y los valores haciéndose esta pregunta: “¿O es que la envidiable concordia y paz social (vivida en Valhermoso), reconocida por propios y ajenos, se logra sin la colaboración general y la posesión de unos valores éticos y morales enraizados en lo más profundo de nuestro ser?”. Esta reflexión define, perfectamente, lo que era Emilio: un hombre comprometido, generoso y luchador que prefería el nosotros al yo, que anteponía principios y valores a intereses y que, como Rousseau, creía en la bondad intrínseca del hombre, aunque tuvo alguna experiencia personal que, a cualquier otro, pero no a él, le hubiera alejado de este postulado.

Retrato de Emilio Clemente de la galería de presidentes de la Diputación. Obra de Rafael Bosch. 1983

                Como decía al principio, Emilio Clemente fue presidente de la Diputación entre 1982 y 1983, sucediendo a Antonio López Fernández y precediendo a Francisco Tomey Gómez. Fue, por tanto, miembro de la primera corporación provincial (1979-1983) elegida democráticamente tras la aprobación de la Constitución de 1978. Una corporación absolutamente atípica pues la conformaron 24 diputados, todos ellos de la UCD, 8 por cada partido judicial: Guadalajara, Molina y Sigüenza. Él fue diputado provincial por el de Molina, siendo también en aquellos años teniente de alcalde de Molina de Aragón, cuando su compañero y buen amigo, Antonio López Polo, era el alcalde, uno de los más jóvenes de toda España. Aquella Diputación monocolor, lejos de ser una balsa de aceite, tuvo varios momentos de convulsión interna, hasta el punto de que una amplia mayoría de diputados, aún en contra de las directrices de su partido, decidió relevar al presidente, el ya citado Antonio López, y aupar al frente de la corporación a Emilio Clemente. Conozco de primera mano los entresijos de aquel episodio político, pero no es el momento de revelarlos. Lo que sí voy a decir es que Clemente fue un presidente que buscó el acuerdo y la concordia entre los diputados, pese a que había alguno especialmente levantisco y con algún interés espurio que se lo puso muy difícil. En todo caso, dos fueron las principales y más relevantes medidas que, en apenas unos meses de mandato, implementó en la Diputación: la creación de los centros comarcales —que aún perviven y son ejemplo de eficiencia y cercanía en la prestación de servicios a los pueblos— y la equiparación en horario y salario de los funcionarios al conjunto de la función pública. Cuando él accedió al cargo, los funcionarios de la Diputación teníamos un horario reducido y, por tanto, cobrábamos alrededor de un 40 por ciento menos que otros funcionarios locales. Con aquella medida, los empleados de la Diputación pasamos de serlo a tiempo parcial para serlo a completo. La provincia, entonces desangrándose poblacionalmente —su mínimo histórico se dio en 1981, con 143.000 habitantes—, necesitaba, más que nunca, una Diputación fuerte y activa, porque, además, estaba recibiendo más recursos del Estado al comenzar a descentralizarse, pero vivir aún en un período preautonómico. Después, tras el enorme poder que había acumulado la UCD en los primeros años de la Transición, su desintegración como un azucarillo en un vaso de agua terminaron llevando a Clemente al CDS de Suárez, de quien se consideraba amigo y siempre fue confeso admirador. En esta etapa ya no acumuló cargos de relevancia, hasta que en 1995 y hasta 2011, como ya hemos comentado, fue alcalde de Valhermoso por el PP, aunque creo que sin ni siquiera militar en el partido. El partido de Emilio siempre fue su pueblo, su Molina, su Guadalajara y su España desde una óptica liberal con sensibilidad social.

                Comentaba su muerte con un buen amigo molinés, como Emilio y como mi abuelo paterno, y nos despedíamos de él como lo hacían los romanos al enterrar a sus deudos: “Sit tibi terra levis” (Que la tierra le sea leve). Eso es lo que le deseo: paz en la levedad de la tierra.

Julio: cosechas de palabras

Julio fue siempre un mes más de trabajo que de fiesta porque en esta tierra castellana era, y es, el tiempo habitual de la cosecha, el decisivo para completar el ciclo más notorio y decisivo del labrado y laboreo de la tierra porque el cereal, en general, y el trigo, en particular, era, aunque ya solo lo es en parte, la base de la alimentación de las principales fuerzas del trabajo: hombres y animales. La cosecha de julio, que ahora ya se inicia e, incluso, acaba en junio, al menos en las tierras menos altas de la provincia, tenía por objetivo —y tiene, pero ahora de una manera menos directa y tangible— llenar los graneros con los que prepararse para el otoño y el invierno, tiempo de frutos el primero y ya solo de despensas el segundo, aunque la recogida de la oliva fuera, y siga siendo si es que hay quien la recoja, labor de este tiempo.

            Cuando el hombre trabaja, la fiesta debe esperar, y viceversa. O debería. Malo es que una cosa y otra se mezclen porque, como dice el refrán, “trasnochar y madrugar no caben en el mismo costal”. Así las cosas, y salvo puntuales excepciones de patronazgos de santos o advocaciones marianas de julio muy arraigados —San Cristóbal, la Virgen del Carmen y Santiago, especialmente—, julio solía ser un mes poco festero, quedando ese adjetivo para los meses de agosto y septiembre, en los que habitualmente se concentran el 90 por ciento de las fiestas de la provincia. Cada vez más, porque muchos pueblos han optado por atrasar o adelantar sus festejos principales y llevarlos, sobre todo a agosto, que es cuando el personal se concentra en ellos, mientras que el resto del año está disperso por causa de la centrifugación demográfica que supuso la emigración masiva del medio rural al urbano entre los años 60 y 80 del siglo pasado. Y que no ha cesado en las siguientes décadas, incluso hasta la actual, si bien ya en forma de goteo porque queda tan poca gente en nuestros pueblos, que ni siquiera da para que emigre en masa.

            Todos somos, hemos sido o seremos migrantes. Guadalajara es un claro ejemplo de eclecticismo socio-demográfico. Incluso muchos a quienes nos tienen por “GTV” —De “Guadalajara de toda la vida”—, somos más de pueblo que el tomillo; yo mismo puedo servir de ejemplo: mi abuelo paterno era de Otilla, un pueblecito de Molina; mi abuela materna, de El Casar, pero descendía de Valdenuño y Fuentelahiguera, y mis abuelos maternos y mi madre, de Taracena; mi padre nació en Cifuentes, pero vivió en Colmenar de la Sierra, Zaorejas, Alcocer, El Casar, Galápagos, Taracena y Guadalajara—. Antes, la gente nacía y solía morir en la misma casa o, como muy lejos, en el pueblo de al lado, si es que se había casado allí y había pagado la patente, claro, porque quitarle mozas casaderas a la aldea vecina no podía salir gratis. Eso sí, había quienes se resistían a ello y, como mandaba la tradición, acababan en el pilón de la fuente, entre las babas de las caballerías y los renacuajos por no pagarse unos cuartillos de vino y algo de pan —mejor un cabrito o cordero— con los que andar el camino.

Hace ya muchas décadas que a los niños se les ha olvidado nacer en los pueblos y casi todos, aunque cada vez menos, nacen en ciudades, muchas de ellas apenas pueblos antes de crecer en aluvión. Bien cerca tenemos muchos ejemplos a los que, incluso por los días en que celebran sus fiestas locales, con patronazgos de santos muy vinculados a la tradición agraria, se les ve, por debajo del faldón urbano de reciente cuño, sus tradicionales enaguas rurales. Aunque hay quienes sostengan que el campo es lo que hay entre dos ciudades, éstas no dejan de ser pueblos que se han pasado de frenada y que han crecido, no por sí mismos, sino porque son dormitorios de otras ciudades que también fueron antes pueblos. O sea, una ciudad es un pueblo que se acomplejó de serlo y quiso crecer o, mejor dicho, le quisieron crecer, incluso a costa de las mejores tierras de cultivo, simplemente porque era un buen sitio para plantar fábricas en vez de cereal y, últimamente, para sembrar viviendas más baratas que las que ofrecen las ciudades donde se concentra el trabajo.

Cartel de Versos a Medianoche Guadalajara 2024

            Y en estos julios de hoy, tan alejados de aquellos de ayer con eternas jornadas de siega, acarreo, era, parva, grano, troje y sudor de sol a sol, hasta la fiesta cabe en el mismo costal. Prueba de ello no solo es el Festival Medieval de Hita, que hace ya seis décadas que se coló a primeros de julio en el calendario festivo provincial, también lo son las históricas fiestas del Carmen molinés con sus coloristas ”cangrejos”, o las de la carmelitana Pastrana, precedidas este año en junio por su Festival Ducal, o las de la Lavanda en Brihuega, una cita que ha irrumpido con una inusitada fuerza en el panorama, no solo nacional, y que ha venido a traer color a la tierra que mejor huele del mundo. Y entre tanta fiesta tradicional y popular, también hay un hueco para festejar la palabra a través de la poesía en los Versos a Medianoche de Guadalajara —Martes, 9 de julio, 22 horas, Palacio del Infantado, un David compitiendo con el Goliat “fútbol a medianoche”—, los Versos a Medianoche de Pastrana —en cuya organización me consta que está trabajando su ayuntamiento para rendir homenaje a los poetas que se han inspirado en la villa Ducal, desde Santa Teresa a Ochaíta y Suárez de Puga— y Noche de versos en Torija —viernes, 26 de julio, 10 de la noche—, la velada poética que desde hace décadas organiza Jesús Campoamor, el poeta del pincel que pinta con óleos envueltos en velo los colores de la Alcarria.

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