Archive for agosto, 2024

Fernández Molina y otros “ismos”

Este tiempo del agosto ya terciado que parece buscar septiembre con la prisa del tren que, pasado ya Azuqueca y procedente de Madrid, traía a Cela a Guadalajara el 6 de junio de 1945 para iniciar su viaje a la Alcarria, es más propio de modorras y sofocos estivales que de actividad cultural, al menos de quilates, porque en España, en este mes, cierra literalmente todo por vacaciones, a excepción de la hostelería, claro. Así, entre calorina y calorina y, al menos un servidor, ya de regreso al trabajo, me he encontrado con la grata noticia y sorpresa de la celebración de una actividad, de mucho calado cultural y a la que recomiendo especial atención a quienes, en vez de con abanicos, cervezas barrigonas o azucarados, estimulantes y adictivos refrescos de cola, prefieran aliviarse con memoria cultural de la buena. Además, la actividad no se celebra en la capital ni en ninguno de los poblachones que han crecido en su derredor y al albur de la logística y las casas más baratas que en Madrid, ni tampoco en alguna de las ciudades y villas históricas de la provincia que se llenan y activan especialmente en este tiempo estival como contraste a su vaciado y pasividad del resto del año; la actividad, digámoslo ya pues va siendo hora, tiene lugar en Casa de Uceda, un pueblo campiñero que no llega al centenar de habitantes censados pero en el que se han dado las circunstancias y la sensibilidad necesarias para organizar una exposición, que tiene muy buenas trazas, en recuerdo del gran literato y artista plástico Antonio Fernández Molina, y que solo se podrá visitar en tres fechas: 24 —día de su inauguración— y 31 de agosto y 14 de septiembre, a las 20 horas, en las antiguas Escuelas del pueblo.

Portada del primer número de la revista literaria Doña Endrina. 1951

Fernández Molina, para quienes lo ignoren o finjan ignorarlo, como diría el ya citado Cela, fue un gran poeta, novelista, dramaturgo, ensayista y pintor, nacido en Alcázar de San Juan (1927) y fallecido en Zaragoza (2005), pero que está enterrado en Casa de Uceda porque así lo dispuso él mismo puesto que de allí era su esposa, Josefa Echevarría, y con ella quería compartir la levedad, o no, de la tierra. No solo le unía este vínculo personal a Fernández Molina con la provincia, especialmente le vinculaba a ella el hecho de que aquí vivió algunos años de su adolescencia y juventud y aquí estudió bachillerato y magisterio, ejerciéndolo después en pueblos comarcanos de Casa de Uceda, como El Cubillo y Alpedrete de la Sierra. Fernández Molina dejó su huella, en este caso ya literaria, más indeleble en la capital y en la provincia por ser el impulsor de la poesía postista alcarreña en los inicios de la década de los años 50. El nombre de postismo tiene su origen en la contracción reduccionista de “postsurrealismo”, siendo una corriente también conocida como “de los ismos” pues convivió con un extenso número de movimientos artísticos y literarios que acababan todos con este sufijo: futurismo, expresionismo, simbolismo, neoconcretismo, postumismo, introvertismo, tremendismo, prosaísmo, letrismo… Fue tal la proliferación de estos movimientos que hasta hay ensayos dedicados a recopilarlos y estudiarlos, destacando entre ellos “Procesión de los ismos”, de Pérez-Dolz, o “Diccionario de los ismos”, de Cirlot. Pues bien, a aquella Guadalajara pequeña, provinciana y echa polvo, anímica, social y económicamente, de la posguerra, Fernández Molina fue capaz de agitarla culturalmente creando una tertulia literaria que, bajo el nombre de “Vino y pan” —con sede en el desaparecido Bar Soria—, vinculó a la ciudad con el postismo que, a nivel nacional, encabezaron Carlos Edmundo de Ory, Eduardo Chicharro y Silvano Sernesi. Uno de los entonces jóvenes alcarreños que, incluso, llegaron a estar presentes en la lectura de uno de los varios manifiestos postistas que se leyeron en Madrid, fue José Antonio Suárez de Puga, a quien Fernández Molina vio, desde el principio, como el poeta de referencia local en el que luego se convertiría. En aquellos inopinadamente fértiles años culturales arriacenses, Fernández Molina creó la revista y la colección literaria “Doña Endrina”, que tuvo una vida breve (1951-1955), pero intensa, y bajo cuya cabecera Suárez de Puga editó su primer y, a mi juicio, más notable poemario, titulado “Dimensión del amor”. Motivado y movido por esta revista en la que llegaron a publicar sus versos poetas de la talla de Gabriel Celaya o Francisco Nieva, el propio Josepe y Antonio Leyva crearon la suya propia, con la cabecera de “La voz del novel” (1951-1953), y, más tarde, impulsaron “Trilce”, pliegos de poesía y arte que también tuvieron corta vida y bebieron en el postismo y en la generación poética del 51.

            Podríamos seguir escribiendo, casi hasta el infinito y más allá, sobre aquella singular y fértil etapa literaria de una ciudad que parecía convencional y estéril pero que Fernández Molina demostró que solo lo parecía, pero no lo era. Únicamente crecen las buenas semillas, pero solo si, además de plantarse, se riegan y cuidan su crecimiento. Él lo hizo el tiempo que aquí vivió, como también agitó culturalmente Palma de Mallorca y Zaragoza, ciudades en las que trabajó y residió después. Precisamente en Palma llegó a ser el secretario de redacción de “Los papeles de Son Armadans”, la prestigiosa revista que impulsó Cela y que se editó entre 1956 y 1979. También fue en aquel tiempo balear el secretario personal del escritor gallego. En su etapa zaragozana, fue el redactor jefe de otra notable revista con la cabecera de “Despacho literario”. Y hasta aquí debo escribir para no extenderme más. Termino invitando a quienes puedan y, sobre todo, quieran, a visitar esta exposición en Casa de Uceda que se ofrece en tres citas y que se ha dado en titular “Yo, el poeta”, en la que se reúnen dibujos, pinturas y poemas de este gran escritor manchego y castellano que fue Antonio Fernández Molina.

Vacaciones mendocinas

Aún huelo a hierba y a sal, los dos olores que en Cantabria son aromas que nacen en los prados y el mar, hermanos, como el sol y la luna lo eran, y como el universo y la naturaleza entera, para el santo de Asís, Francisco, unos de los hombres que más y mejor supo amar. Todavía huelo a hierba y a sal, sí, porque acabo de regresar de Cantabria, la hoy región que ayer fuera provincia de Santander, el puerto y la montaña de Castilla, la bendita tierra del norte donde la playa está en la falda misma de los Picos de Europa y su piedemonte son las blancas arenas que lame el mar, como escribió de su propio cenotafio de olas Alfonsina Storni, la gran poeta argentina que se murió de melancolía entre espumas y caracolas marinas porque ya no pudo ni quiso vivir más. Los poetas de verdad como Alfonsina —y como Alejandra (Pizarnik)—, se mueren cuando y como quieren porque, en realidad, no mueren nunca y viven siempre a través de su poesía.

            Decía que acabo de regresar de Cantabria y es rigurosamente cierto pues hace menos de 24 horas que aún paseaba por alguna de las rutas del bosque de secuoyas de Cabezón de la Sal, por el hayedo y el robledal de Caviedes, en el monte Corona, por los prados de Trasvía, por los humedales de las rías de La Rabia y el Capitán, por el arco natural que forman los robles y las encinas en el entorno de Ruiseñada, por las casucas con galería y solana y las calles empedradas de Concha, Pando, Ruiloba y Ruilobuca; pero, sobre todo, por esa maravillosa conjunción de arquitectura y arte modernistas, historia singular, puerto, incluso ballenero, venido a menos y paisaje urbano de excelencia que es Comillas, el lugar por mí elegido en el mundo tras la Guadalajara que me eligió a mí.

            Confieso, no solo que ha existido este verano comillano, como Neruda confesó su existencia titulando así sus memorias, también confieso que no ha sido un verano más allí como los últimos veinte, sino uno especial porque ha llovido poco y ha hecho bastante calor. O sea, exactamente lo contrario de lo que allí acostumbra pues ha habido años que nos ha llovido casi todos los días, pese a vacacionar siempre en el ecuador del estío, y no hemos podido prescindir ni del paraguas ni del chubasquero ni de la rebeca. Este verano, toda la lluvia caída el tiempo que permanecimos en Comillas, se concentró en una fuerte tormenta que hizo hasta saltar los plomos, como antes era frecuente y ahora ya sorprende y mucho; el resto de lluvia que nos cayó fue “a ratucos”, y en forma de “morrina” o “chuvichuvi”, como llaman por allí al calabobos, mientras que en la vecina Asturias lo llaman “orbayu” y en el País Vasco “txirimiri”. Con estos localismos más el español dialectal que se habla en el occidente de Cantabria, algunos ya están reivindicando el “cántabru” —con muchas concomitancias con el bable astur— como lengua autóctona propia. De momento, han comenzado cambiando la “o” por una “u” a todos los sustantivos que acaban con la cuarta vocal; así, el “horno” es el “hornu”, aunque los cantabristas más radicales también varían la “h” por la “j” y directamente lo llaman “jornu”. Lo cierto es que Castilla está en retroceso en una de sus antiguas provincias como es la de Santander —cuanta menos Castilla, más Cantabria, piensan bastantes— y que algunos quieren que también retroceda el castellano. Con todo el cariño que le tengo a lo que desde hace 40 años es y llaman Cantabria, me permito afirmar que cuanto más se empeñen en forzar diferencias, sobremanera las idiomáticas, menos se harán entender y, cuanto menos se les entienda, menos tendrán que decir y menos podrán comunicarse. Amén de otros contratiempos con los que viaja el nacionalismo.

Vista general de Comillas entre el mar y la montaña

            Dicho todo esto, así a botepronto, tengo que contarles una curiosa historia que vincula históricamente a Comillas con Guadalajara. Resulta que esta histórica villa, que fue Real, así, con mayúscula, porque en ella vacacionó en 1881 y 1882 el rey Alfonso XII, históricamente perteneció al señorío de los duques del Infantado. Pues bien, un administrador de los duques, no precisamente empático ni congraciado con los comillanos, les hizo tantos desprecios, incluso abusando de sus privilegios al ocupar los lugares preminentes en la antigua iglesia que era propiedad del ducado, que los habitantes del pueblo, mediado el siglo XVII, se rebelaron contra el Infantado y decidieron construir su propia iglesia, hoy bajo la advocación de San Cristóbal, un templo neoclásico y barroco de gran porte. La iglesia de Comillas de y para los comillanos, podíamos decir que fue la máxima con la que se abordó su construcción pues cada vecino aportaba para poder erigirla una jornada de trabajo a la semana. Algo parecido a lo que hicieron los “bastaixos” para construir la barcelonesa catedral del Mar, según la novela de Ildefonso Falcones “Los herederos de la tierra”, en este caso transportando esforzadamente sillares para ella desde el entonces incipiente puerto hasta el templo.

            Mis vacaciones, pues, desde que veraneo allí, no dejan nunca de ser mendocinas, no solo por la huella, en este caso negativa, de los Mendoza en Comillas, sino porque el pueblo que es cabecera del partido judicial al que pertenece, Cabezón de la Sal, fue hasta no hace mucho un importante centro productor de sal, extraída de pozo, y, sabido es, que la familia Mendoza tuvo entre sus propiedades más lucrativas las salinas de Imón, entre otras. Y, por si no lo sabían, el origen de la superstición que considera de mal agüero derramar sal en la mesa, nació en el seno de esta poderosa familia, hasta el punto de que la segunda acepción de la voz “mendocino/a” del diccionario de la RAE, un adjetivo ya en desuso, significa literalmente: “Que cree en agüeros, supersticioso”.

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